Presentación
Por voluntad divina no estamos solos en nuestra oración de intercesión ante Dios para obtener de El el don de la paz: junto con nosotros ora Cristo, el mediador entre Dios y los hombres. Pero, como nos dice el Concilio, “del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo (…) la bondad de Dios se difunde de distintas maneras sobre las criaturas, así también la mediación única del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas diversas clases de cooperación, participa de la única fuente” (LG 60.62). Por ello podemos implorar la intercesión de la Virgen María y, junto con ella, las de san José, de los mártires, de los santos y de todos los ángeles del cielo. Al estar llenos de entrañas de misericordia por su identificación con Cristo, confiamos en que, al implorar su ayuda, no dejarán de presentar nuestras súplicas al Señor.
1. Cristo, el mediador entre Dios y los hombres
La vinculación entre la Iglesia terrena y la celestial se realiza por medio de Cristo Jesús, que es cabeza de la Iglesia. El ha sido enviado al mundo como verdadero mediador entre Dios y los hombres. Cristo es, pues, nuestro Mediador: “Porque uno es Dios, y uno también el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para la redención de todos” (1Tm 2,5-6).
Distintos textos evangélicos expresan esta mediación de Cristo entre la humanidad y el Padre: “Yo soy el camino, la Verdad, y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6). Jesús expresa también esta vinculación con la alegoría de la vid: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada”(Jn 15,5). Lo mismo nos enseña el autor de la carta a los Hebreos, Cristo como único sacerdote, “tiene poder para llevar a la salud definitiva a cuantos por él se vayan acercando a Dios, porque vive para siempre para interceder por ellos” (7,25). Juan, en la primera carta, nos dice: “Tenemos un intercesor cerca del Padre, Jesucristo, el justo” (2,1). San Pablo no deja de recordarnos: “¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún el que resucitó, el que está a la diestra de Dios y que intercede por nosotros?” (Rm 8,33-34).
Jesús ora con nosotros y nosotros oramos en El y con El. Como mediador nuestro, acompaña, conduce, traduce, transmite y presenta al Padre nuestra alabanza, nuestra adoración y también nuestras súplicas. “Podríamos decir que El repite ante Dios nuestras palabras, nuestras pobres palabras humanas, transformándolas y haciéndolas suyas. Por ello nuestra oración es eficaz, porque se ha convertido en la de Cristo”[1].
Como mediador, Cristo se entromete en las oraciones de sus miembros. No sólo les da sus sentimientos y obras, sino que ora con ellos y garantiza el buen resultado de sus peticiones. El valor y la eficacia de nuestras peticiones dependen de nuestra incorporación a Cristo, El es el despachador favorable de nuestras peticiones. Porque Jesús, como hombre, ora a Dios y, como Dios, concede lo que pide. Cristo Jesús todo lo transfiere al Padre, que es la fuente de todo bien y dador de todos los dones.
El mismo Jesús nos enseña a orar al Padre en su nombre: “Hasta ahora nada le habéis pedido en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado” (Jn 16, 24). Nuestro seguimiento como configuración a Cristo tiene como fin que el Padre sea glorificado en el Hijo, la oración es el medio para conseguirlo: “Todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre os lo concederé”. (Jn 14,13-14). Ello conllevará la fecundidad apostólica de la Iglesia a través de la acción de sus miembros: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he dado la misión de ir y de dar fruto, fruto que sea duradero”(Jn 15,16). Para que esto sea realidad, “el Padre os dará todo lo que pidáis en mi nombre” (Jn 15,16).
Cristo quiere que sus discípulos, en las penalidades de su seguimiento, rebosen de perfecta alegría: “Os lo aseguro firmemente. Cuanto pidáis al Padre, os lo concederá en mi nombre. Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre. Pedid y recibiréis y vuestra alegría será completa” (Jn 16,23-24). Los discípulos, que son una sola cosa con Cristo por la fe y el amor, serán amados por el Padre, que escuchará sus preces; así la mediación de Jesús habrá alcanzado toda su plenitud: “Yo os instruiré con toda claridad acerca de mi Padre. En aquel día pediréis en mi nombre; y no os digo que rogaré yo al Padre por vosotros, pues el mismo Padre os ama, porque vosotros me amáis a mí y habéis creído que yo he venido de Dios” (Jn 16, 26-27).
La oración cristiana es, en primer lugar y esencialmente, la oración de Cristo al Padre por el Espíritu y que nosotros hacemos nuestra. De Cristo, “siempre vivo para interceder por nosotros” (Hb 7,25). Como dirá Monseñor Coffy: “Orar es participar en la oración de Cristo, el único Orante que es escuchado”[2]. Por ello debemos aprender de El la oración o, mejor, dejar que El ore en nosotros.
2. Recurrir a la intercesión de María
María, la madre de Jesús, es la criatura que ha encarnado mejor las condiciones de la verdadera orante, por su fe, su confianza en Dios, su amor al prójimo. Ella ha conformado plenamente su vida a la voluntad de Dios. Por ello Dios escucha todas sus peticiones.
Los cristianos de todos los tiempos han recibido tantos favores de Dios por medio de la intercesión de la Virgen María, que consideran que Dios ha dispuesto que Ella sea la mediadora de todas las gracias de Jesucristo. De ello tenemos los testimonios de muchos santos, que san Alfonso M. de Ligorio recopiló en su libro El gran medio de la oración:
“Nos exhorta San Bernardo a recurrir siempre a esta divina Madre, ya que sus súplicas son siempre escuchadas por su divino Hijo. Acudamos a María (…). Lo digo sin vacilar… el Hijo oirá a su Madre. (…) Busquemos la gracia, y busquémosla por medio de María, porque halla todo lo que busca y jamás pueden ser frustrados sus deseos. (…) San Idelfonso, vuelto a la misma celestial Señora, le hablaba así: La majestad divina ordenó que todos sus bienes pasaran por tus manos benditas. A Ti están confiados todos los tesoros divinos y todas las riquezas de las gracias. San Pedro Damián: En tus manos están todos los tesoros de las misericordias de Dios. San Antonio: Quien reza sin contar contigo es como quien pretende volar sin alas. San Bernardino de Sena: Tú eres la dispensadora de todas las gracias nuestra salvación está en tus manos. (…) Por lo demás, si es cierto que le agrada al Señor que recurramos a los santos, mucho más le ha de agradar que acudamos a la intercesión de María para que supla ella nuestra indignidad con la santidad de sus méritos”[3].
Acogiendo toda esta tradición, el Concilio Vaticano II afirma de María: “Asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada. Por este motivo, la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora” (LG 62).
En muchas ocasiones las palabras no surten efecto, en cuantas ocasiones el obispo a pedido a los sacerdotes tal o cual cosa, o ha pedido a su comunidad eclesial tal o cual actitud, pero la palabra del pastor no es escuchada por sus fieles y en vez que la comunidad crezca en unión y concordia cada vez hay más un espíritu de contestación, de discordia. Han sido muchos los que han experimentado que las palabras no surten efecto en el corazón de los que han optado por la violencia y la muerte. Uno de ellos fue Pío XII. Después de la II Guerra Mundial, los cristianos de los países del Este sufrían todo tipo de vejaciones e injusticias. Viendo que nada conseguía con las palabras, no por ello perdió la esperanza, y dirigió su corazón a la Virgen María para que ella alcanzara de Dios el fin de la violencia y de la injusticia que sufrían los cristianos de los países del Este. En el jubileo mariano de 1953, Pío XII invitó a todo el pueblo cristiano para que le acompañara en su súplica a la Virgen, a fin de que, a través de Ella, Dios concediera la libertad a los cristianos que sufrían persecución en la Iglesia del silencio. En la encíclica sobre la realeza de María, Pío XII escribió: “Personas injustamente perseguidas por su profesión cristiana y privadas de los derechos humanos y divinos de la libertad. Para alejar estos males de nada han valido hasta ahora ni justificadas demandas ni repetidas protestas. Que la poderosa Señora de las cosas y de los tiempos, la que sabe aplacar las violencias con su pie virginal, vuelva a estos hijos inocentes y atormentados esos ojos de misericordia”[4].
En 1983-84, Juan Pablo II convocó un nuevo jubileo mariano, uno de los objetivos era pedir de forma especial por Rusia, que celebraba el milenario de su adhesión a Cristo. El sistema opresor del comunismo, que ha dejado un reguero de sangre de más de 100 millones de muertos, parecía que iba a señorear el mundo. A los pocos meses de finalizar el jubileo mariano, cayó el sistema comunista como si fuera un castillo de naipes. Juan Pablo II, mirando “no sólo la historia del hombre, sino también la intervención divina en las vicisitudes humanas” (TMA 17), constató: “Es difícil no advertir cómo el año mariano precedió de cerca los acontecimientos de 1989. Son sucesos que sorprenden por su envergadura y especialmente por su rápido desarrollo. Los años ochenta se habían sucedido arrastrando un peligro creciente, en la estela de la «guerra fría»; el año 1989 trajo consigo una solución pacífica que ha tenido casi la forma de un desarrollo orgánico. (…) Además se podía percibir cómo, en la trama de lo sucedido, operaba con premura materna la mano invisible de la Providencia: «¿Acaso olvida una mujer a su hijo de pecho?» (Is 49,15)” (TMA 27).
La caída del bloque comunista es un ejemplo contemporáneo de la poderosa intercesión de María en favor de la paz. La historia nos muestra como por medio de María se ha alcanzado la paz en guerras crueles y prolongadas. Esta es la experiencia del pueblo cristiano que invoca a María como Reina de la paz. ¡Cuánto más la Virgen María puede conseguir de Dios la paz, dado que este pueblo durante siglos la ha honrado con tanto amor!
La persuasión de que Dios escuchará la oración por la paz se basa en que Dios se complace en quienes aman y honran a María, este pueblo la ha amado y honrado con entrañable ternura a lo largo de los siglos. María, pues, no abandonará ni dejará de escuchar a sus hijos e hijas, que con tanto amor la aman y la veneran, si con fe le piden que interceda ante Dios para que le sea concedido a este pueblo el don de la paz.
Como ya indicaba el bto. Francisco Palau en el siglo XIX, la razón por la cual no experimentemos la protección de María, puede deberse a nuestra falta de oración confiada en su amor y en su poderoso valimiento. “Los que piden en esto mi intercesión son muchos; pero, viendo que la cosa es ardua -¡cómo si yo no pudiera cosas mayores!- piden con tales desconfianzas de si haré o no lo que me piden que por sus dudas me atan las manos y se hacen indignos de que lo haga”(LAD 4,23).
Para alcanzar la protección de María debemos recurrir a ella con una oración realizada con fe y confianza. El P. Palau afirma por boca de María: “Basta que necesites una cosa y me la pidas para que te la conceda. (…) Saben (los hombres) que, cuando me piden alguna cosa necesaria para su salud, soy una madre buena que, si su demanda va acompañada con la confianza de hijos, me obligan y me fuerzan a darles lo que quieren, haciendo yo misma su voluntad. Y sin embargo prefieren morirse de hambre a pedirme pan o, si me lo piden, están allá en su corazón desconfiando y dudando de mi bondad. Animada, pues, tu de esta confianza, mira lo que de mí quieres y pídemelo” (LAD 4,24).
Dios escucha las oraciones que le presentamos por medio de la intercesión de María, pues, así “como en la tierra un buen hijo no niega a su madre ninguna gracia que sea justa y necesaria, mucho menos en el cielo negará Jesucristo a su Madre lo que le pida” (LAD 5,35).
La Iglesia a través de toda su historia ha experimentado la poderosa intercesión de María ante su Hijo. Por ello san Benardo dirá: “¡Oh bienaventurada Virgen!, yo consiento en que no se hable más de vuestra misericordia si se halla uno solo que, habiéndoos invocado en sus necesidades, le hayáis faltado Vos”. Porque nadie en vano ha recurrido a la Madre de misericordia sin ser escuchado.
Dado que es Dios el que destruye las guerras (cf. Jdt 16,2), los fieles han acudido a María para que interceda ante su Hijo para alcanzar del Padre el don de la paz; por ello la Iglesia en las letanías invoca a María como Reina de la paz. No dejemos de poner a María como medianera ante Dios por la paz. Esta oración realizada con fe, confianza y perseverancia hará posible que la paz sea una realidad.
La Virgen María no es sólo nuestra intercesora, nuestra abogada ante su Hijo, sino también la gran forjadora de almas orantes. Ella es el modelo y el camino para alcanzar la unión más perfecta y la intimidad más profunda con Dios. María es el modelo más perfecto de todas las almas que buscan la unión con Dios, porque a todos precede, y con solicitud materna colabora a que se realice esta unión.
3. San José, un poderoso intercesor ante Dios
Aunque la más poderosa intercesora ante Cristo es su Madre, no es la única. El bto. Francisco Palau, en su intercesión a favor de la Iglesia en España, no quiso dejar piedra en el cielo por remover hasta alcanzar que su oración fuera escuchada, y descubrió que recurrir a la intercesión de los santos, en especial de san José, hace que nuestra intercesión ante la Virgen sea más poderosa. Escribió: “Si V. quiere obligar con seguridad a María a que le conceda la gracia que V. pide, interponga (…) la intercesión de todos los ángeles y santos, especialmente la de su esposo san José. Si V. puede comprometer en su favor al patriarca san José con él tendrá a María, con María a Jesús y con Jesús al Padre” (LAD 4,26).
Muchos cristianos han experimentado la poderosa intercesión de san José en su vida. Santa Teresa de Jesús es una de sus mejores propagandistas. En el libro de su Vida, escribe: “No me acuerdo, hasta ahora, haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado Santo; de los peligros que me ha librado, así de cuerpo como de alma; que a otros santos parece les dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad; a este glorioso Santo tengo por experiencia que socorre en todas, y quiere el Señor darnos a entender que así como le fue sujeto en la tierra, que como tenía nombre de padre –siendo ayo- le podía mandar, así en el cielo hace cuanto le pide” (V 6,6).
No se trata sólo la experiencia particular de una persona devota, sino colectividades enteras han sentido la necesidad de recurrir a la intercesión de san José. La Iglesia, en el s. XIX, se encontraba atacada en todos los frentes, perseguida en todas las naciones de antigua tradición católica. En la Iglesia existía una búsqueda urgente de encontrar la medicina que pudiera hacer frente a los males que le acechaban. La devoción al Sagrado Corazón de Jesús, junto con la devoción a la Virgen María y san José, fueron vivamente recomendadas por los Papas, como remedio eficaz en aquella situación tan desesperada y sin solución humana en que se encontraba la Iglesia.
Pío IX en 1854 declaró: “San José es, después de la Santísima Virgen María, la más segura esperanza de la Iglesia”. Junto con el Papa, los obispos, sacerdotes, religiosos y laicos se entregaron con celo a la propagación de la devoción a san José entre los fieles cristianos. Cuando Europa, en el último tercio del s. XIX, estaba sumida en guerras y revoluciones, y la misma Iglesia era desposeída de los Estados Pontificios, se extendió por toda Europa y otros continentes un gran movimiento de devoción a san José. Este movimiento propugnaba que el Papa pusiera la Iglesia bajo el patrocinio de dicho santo. Pío IX, para dar esperanza en aquellos momentos tan decisivos como conflictivos para la Iglesia y atraerse la protección del cielo, el día de la Inmaculada de 1870 declaró a san José, patrono de la Iglesia universal. El patrocinio de san José se hizo sentir positivamente, la Iglesia pudo superar aquellos momentos tan difíciles, con energías no sólo para la reevangelización de Europa, sino también para la evangelización de nuevas cristiandades en todos los continentes.
Por ello no debemos dudar de comprometer a san José en favor de la Iglesia ya que es su patrono, sino que además porque él está lleno de entrañas de misericordia y es a la vez poderoso en el corazón de Dios y en el corazón de María.
San José no es sólo un poderoso abogado ante Dios, es también maestro de oración. Santa Teresa en sus escritos anima a todos a tenerle devoción y a encomendarse a él, en especial a las personas de oración, porque “quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este glorioso Santo por Maestro y no errará camino” (V 6,8).
4. Recurramos a la intercesión de los santos
Junto con la intercesión de la Virgen María y de san José debemos recurrir a la de todos los santos. Ellos, como nos recuerda Teresa de Jesús: están junto a Cristo “rogándole por todos nosotros, para nuestro provecho, porque están llenos de caridad” (C 28,13).
El Concilio Vaticano II, respecto a la mediación de los santos, nos enseña que: “ellos, habiendo llegado a la patria y estando en presencia del Señor (cf. 2Cor 5,8), no cesan de interceder por El, con El y en El a favor nuestro ante el Padre, ofreciéndole los méritos que en la tierra consiguieron por el «Mediador único entre Dios y los hombres, Cristo Jesús» (cf. 1Tim 2,5), como fruto de haber servido al Señor en todas las cosas y de haber completado en su carne lo que falta a los padecimientos de Cristo a favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1,24). Su fraterna solicitud contribuye, pues, mucho a remediar nuestra debilidad” (LG 49).
Por ello el Concilio nos invita a que recurramos a la intercesión de los santos a que “los invoquemos humildemente y que, para impetrar de Dios beneficios por medio de su Hijo Jesucristo, nuestro Señor, que es el único Redentor y Salvador nuestro, acudamos a sus oraciones, protección y socorro. Todo genuino testimonio de amor que ofrezcamos a los bienaventurados se dirige, por su propia naturaleza, a Cristo y termina en Él, que es «corona de todos los santos», y por Él va a Dios, que es admirable en sus santos y en ellos es glorificado”(LG 50).
En el cielo hay multitud de santos que nos dicen “reclamadnos, reclamadnos, que os ayudaremos”.
5. Imploremos la intercesión de los ángeles
La Iglesia ha profesado especial veneración a los santos ángeles e implorado piadosamente su auxilio (cf LG 50). A lo largo de los siglos la Iglesia se ha beneficiado de su ayuda misteriosa y poderosa.
El P. Palau descubrió en su oración intercesora en favor de la Iglesia que la protección de los ángeles está vinculada al espíritu de oración. Puso en boca del arcángel san Miguel: “Has de saber que según las órdenes del Altísimo damos a Satanás más o menos licencia según es en la tierra el espíritu de oración. Batallamos según batallan los hombres de oración, estamos siempre todos espada en mano y prontos para defender a la Iglesia; pero obramos sólo según el espíritu de los que oran. Según lo que ellos alcanzan, trabajamos; según estos nos piden, obramos” (LAD 5,12).
Pidamos la ayuda de todos los ángeles del cielo, de forma especial la intercesión de san Miguel protector de la Iglesia además de san Gabriel y Rafael, junto con los ángeles custodios de las personas, de los pueblos para que nos protejan con su poderoso valimiento, nos guarden en nuestros caminos, presenten nuestras oraciones ante Dios. Que ellos nos ayuden a no desfallecer en nuestra misión de intercesores hasta que Dios nos muestre su gran misericordia. Y que un día podamos unirnos a ellos con himnos de gratitud y alabanza repitiendo con nuevo motivo: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes Dios se complace” (Lc 2,14).
Siglas
C. Camino de Perfección, santa Teresa de Jesús; LAD. Lucha del alma con Dios, beato Francisco Palau; LG; Lumen Gentium, del Vaticano II; TMA. Tertio Millennio Adveniente de san Juan Pablo II;
Notas
[1] B. Bro, Aprendre a pregar. Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 1981, 52.
[2] R. Coffy, Iglesia, signo de salvación en medio de los hombres. Ed. Morava, Madrid, 1976.
[3] San Alfonso M. de Ligorio, El gran medio de la oración, Ed. Alonso, Madrid, 1979, 41-44.