viernes, 4 de noviembre de 2016

La contemplativa, mujer de un solo amor








Uno de los mejores testimonios que poseemos de la importancia de la libertad afectiva para ser toda de Dios, y luchar por sus intereses como si fueran propios es sin duda  Teresa  de Jesús. Ella no estuvo entera en su ser sólo para Dios en los primeros años de su vida religiosa. Aunque  sólo estuviera apegada a las conversaciones del locutorio, era suficiente como para impedir que su vida espiritual avanzara y su oración fuera fecunda en la Iglesia. Dios no comparte con nadie el amor del hombre. No se sienta a la mesa con otros invitados. Se esconde entonces, haciendo, a la vez amargos los demás amores. 
Pero Dios luchó por abrirse paso en el  interior de Teresa, para ganársela como amiga, poniendo en juego todas las invenciones de su amor, "forzando" la voluntad de su criatura. Ella dirá de Dios: “No dejó nada por hacer”. Pero el Señor no se impone violentamente.
Teresa sabía que su vida tiene dueño, pero no daba el paso de renunciar a todo afecto que no era dirigido sólo a Dios, ello la destrozaba interiormente. Por un lado iba  el convencimiento y por el otro la vida. Ella no renunciaba a Dios. Pero no entraba por el camino de la totalidad. Se buscaba a sí misma, autoafirmándose. Esta es la razón de esa “vida  trabajosísima” que todavía, después de tantos años, no logra explicarse cómo pudo pasarla.
Teresa constatará en su vida a un Dios "ganoso" de ganarla, de tornarla a sí, cuya capacidad de sufrida esperanza está muy por encima de la capacidad de pecado del hombre. A partir de su experiencia ella podrá decir a los demás: "fíe de la bondad de  Dios, que es mayor que todos los males que podemos hacer y no se acuerda de nuestras ingratitudes..." (V 19,17).
Manifestar sus misericordias es presentar al Dios que le ha asistido, día a día, en derroche de bondad, que es proclamar su presencia de amor. Dios hace a Teresa, a pesar de Teresa, contra ella misma. Dios no obra porque el hombre le acoja, porque “sea bueno”. Prescindiendo de la postura que adopte ella,  Dios permanecerá siempre fiel a sí mismo. El nunca se cansa de dar, ni agota sus misericordias. Ese Dios que le castiga con mercedes (V 7,18) entablando con ella una curiosa lucha de ofensa-perdón (V 19,17) de la que El sale siempre victorioso.
Hacia el final de la crisis vemos que multiplicaba sus esfuerzos y diligencias. "Me daba mucho a la oración y hacía algunas y hartas diligencias para no le venir a ofender". "Buscaba remedios, hacía diligencias". De la misma famosa amistad dice: "ya yo misma lo había procurado (romper con ella)". Siempre con idéntico resultado: la derrota. Y una sensación de cansancio y desaliento se le apoderaba de todo el ser. Quería, pero no podía. Así introduce el relato de la conversión definitiva: "Pues ya andaba mi alma cansada y, aunque quería, declara sin fuerza, incapaz de sacar su vida adelante. "Ni yo pensé salir de ello". El Señor miraba "los deseos que muchas veces tenía de servirle y la pena por no tener fortaleza en mí para ponerlo por obra”.
            Tuvo que llegar a esta experiencia extrema de pobreza para entrar definitivamente por el camino del amor. Deponer su actitud de autosuficiencia y confiarse al Señor. No esperar nada de sí. Esperar todo de Dios. Echarse a los pies de Cristo para confesar su humilde sumisión, para "dejarse del todo a lo que El hace" (V 6,4). Ora Teresa a los pies del Cristo muy llagado, "que no me había de levantar de allí hasta que hiciese lo que le suplicaba".
Es en este momento de extrema pobreza e impotencia donde se  sitúa la intervención fulgurante y renovada de Dios que conmina a Teresa con la fuerza del amor: "Ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles" (V 22,5). Sus infructuosos esfuerzos anteriores y la eficaz acción de Dios ahora. Luego ella dirá: "Debía aguardar a que el Señor obrase, como lo hizo, ni yo pensé salir con ello; porque ya yo misma lo había procurado... Ya aquí el Señor me dio libertad y fuerza para ponerlo por obra". (V 22,7). "Sea el Señor bendito por siempre, que en un punto me dio la libertad que yo, con todas cuantas diligencias había hecho muchos años había, no pude alcanzar conmigo" (V 22,8).
Dios le concedió el don de la libertad. “Después que vi la gran hermosura del Señor, no veía a nadie que en su comparación me pareciese bien, ni me ocupase; que con poner un poco los ojos de la consideración de las excelencias y gracias que en este Señor veía” (V 37,4). Es el encuentro con Dios lo que libera al hombre. La “visión” rompe en mil trozos el hechizo que las cosas (todo lo que no es Dios) ejercían sobre el hombre. Ella quedó curada para siempre. “Nunca más yo he podido asentar en amistad a no ser con personas que aman a Dios y le sirven”. Dios acabó por vencerla.  O Teresa se rindió convencida de que no podría "cobrar otro amigo mejor" (2M 1,4).
Apenas empieza a gustar las delicias de la oración busca la soledad para el encuentro con Dios. Busca la soledad para enmarcar su trato amistoso con Dios (V 5,1; 7,2). La comunicación de Dios por medio de las oraciones infusas acrecienta en Teresa sus hambres innatas de soledad. “Desea ratos de soledad para gozar más de aquel bien” (V 15, 14). Cada grado de oración operará un acrecentamiento del deseo de soledad. La oración mística ha ordenado y confirmado definitivamente el comportamiento de Teresa, su saber estar ante Dios y frente a Dios. 
Después de la gracia de la conversión que le concedió la libertad interior, a las personas se las empieza a mirar y a querer por lo que tienen de Dios. A partir de entonces Teresa es mujer de unidad y de equilibrio. Poblada de hombres hermanos pero que vive en una profunda soledad contemplativa. Dios llevó a Teresa a la soledad. La soledad teresiana coincide cronológicamente con la presencia de Dios en su vida más fuertemente sentida y experimentada.
La vida de Teresa nos dice que la soledad es destino insoslayable con que el hombre se encuentra en su camino, piedra angular sobre la que se asienta la “edificación” de su persona. Ella nos dirá: “Veía que no me entendía nadie” (V 30,1). “Sólo hallaba remedio en alzar los ojos al cielo y llamar a Dios.... para no confiar en nadie, porque no le hay que sea estable sino Dios” (V 39,19). Todas las ayudas que del mundo nos pueden venir son “unos palillos de romero seco”. En un momento crítico escribirá: “El verdadero amigo del que hemos de hacer cuenta es de Dios” (Cta. 9-5-77, 191,7).           
Si Dios es la clave de su amistad; lo es también de su soledad, fácil en la comunicación, hizo que con muchos tratara y un trato que no era ni superficial ni distante. Pero nadie la sacó de su soledad, nadie la llenó tanto que dejara de sentirse sola en el hondón del alma. Ya que por dentro anda sola; ni escucha la palabra que quiere, ni puede participar hasta donde desea la  riqueza de que se sabe portadora. En soledad murió. La soledad más brutal e hiriente es la última palabra que nos llega, en hondo silencio y sonriente aceptación, desde el lecho de muerte de una mujer que había sembrado el amor por todos los caminos y cuyos amigos se contaban a millares. Soledad no padecida estoicamente. Tampoco con amargura. Con  la serenidad y paz que le daban las alturas de espíritu escaladas tras tantas horas de viaje. Y murió con el anhelo profundo de encontranse con su Esposo JesucristoEs por ello que Teresa de Jesús se nos presenta como una personalidad profundamente unitaria y armónica en la más asombrosa  variedad de cualidades, tantas de ellas de signo opuesto y contradictorio. La opción por Dios es la clave de su unidad granítica y de su porosidad humana. Ahí está la explicación del prodigio que fue Teresa.
Teresa nos da el testimonio privilegiado de la necesidad de ser libres afectivamente para poder gozar de la intimidad con Dios. Cuando una persona consagrada no se contenta de estarse con El, o no ha entrado por solo El, o no se mantiene en la vida religiosa consciente de que Dios la ha elegido “para sí” luego la relación con las demás personas es sangrante y esclaviza. “Entendiendo que en hacer otra cosa faltáis al verdadero amigo y Esposo vuestro creed que muy breve ganaréis esta libertad de los que por sólo El os quisieren ..” Esta relación interpersonal, alimentada por solo El, trae consigo la libertad, es liberadora.
De este amor esponsal que Cristo desea que exista en las personas que ha escogido para si nos da un testimonio bellísimo la beata Isabel de la Trinidad. Ella desde muy joven consagró a Jesús su virginidad y anhelaba ingresar en el Carmelo para poder ser toda de Jesús. Un día su madre le propuso un buen partido para contraer matrimonio, ella misma dirá:

“¡Pero qué indiferente me ha dejado esta seductora propuesta! ¡Ah!, mi corazón no es libre. Lo di al Rey de los Reyes, no puedo disponer de él. ¡Ah! Oigo la voz del Amado en el fondo de mi corazón: «Esposa mía, me dice, tú renuncias a toda felicidad de aquí abajo por seguir­me. Tras de mis huellas tu camino será el dolor, la cruz, tendrás mucho que sufrir. Si no estuviera yo allí para sostenerte no las podrías soportar. Incluso los consuelos espirituales, tan dulces al alma, te serán quitados. ¡Cuántas pruebas, amada mía, cuando se camina detrás de mí! Pero también ¡cuántas alegrías, cuántas dul­zuras te haré gustar en esos trabajos! La porción que te he esco­gido es ciertamente la más bella, es necesario que te haya amado con un amor muy grande para habértela reservado, amada mía., ¿Sientes en ti bastante amor a tu Jesús, aceptas estos sacrificios? ¿Quieres consolarme? ¡Ah, estoy tan abandonado!... Hija mía, no me abandones, quiero tu corazón. Lo amo, lo he escogido para mí, deseo el día en que serás enteramente mía. ¡Oh, guárdame tu corazón!» «Sí, amor mío, vida mía, Esposo amado a quien adoro, sí, estáte tranquilo. Estoy dispuesta a seguirte por ese camino de sacrificios. Oh, tú quieres mostrarme todas las espinas que en­contraré. Querido Jesús, las recorreremos juntos. Siguiéndote, contigo seré fuerte. Oh, gracias por haber escogido a una pobre creatura como yo para consolarte. Oh, tú sabías bien que yo no te abandonaría. Si lo hiciera, sería más culpable que los desgra­ciados que te crucificaron hace veinte siglos. ¡Oh, supremo Amor, soy toda tuya! Pero sostenme, pues sin ti soy capaz de todas las bajezas, de todos los crímenes...».

            Toda su vida religiosa como carmelita descalza fue un ir ahondando el sentirse escogida por Jesús para vivenciar la dimensión de la Iglesia como esposa de Cristo, testimonio de ello es este escrito íntimo tres años después de sentir vivencialmente que Jesús la quería toda para Él.

“¡Ser esposa de Cristo! ¡ No es sólo la expresión del más dulce de los sueñe realidad divina, la expresión de todo un misterio de semejanza y  de unión. Es el nombre que en la mañana de nuestras consagración la Iglesia pronuncia sobre nosotras: «¡Veni, sponsa Christi!».
¡Hay que vivir la vida de esposa! «Esposa», todo le nombre hace presentir de amor dado y recibido... de identidad, de fidelidad, entrega absoluta... Ser esposa es entregarse como El se entregó; ser inmolada como El, por El, para El... ¡Es Cristo que se hace todo nuestro y nosotras que nos hacemos «toda suya»!
Ser esposa es tener todos los derechos sobre su Corazón... Es un diálogo para toda la vida... Es vivir con... siempre con... Es des­cansar de todo con El y permitirle descansar  de todo en nuestra alma...
Es no saber más que amar: amar adorando, amar reparando, amar orando, pidiendo, olvidándose. Amar siempre bajo todas las formas.
«Ser esposa» es tener los ojos en los suyos, el pensamiento ob­sesionado por El, el corazón todo cautivo, lleno, como fuera de sí y pasado a El, el alma llena de su alma, de su oración; todo el ser cautivado y entregado...
Es, teniendo siempre fija en El la mirada, sorprender el me­nor signo y el más pequeño deseo; es entrar en todas sus alegrías, compartir todos sus dolores. Es ser fecunda, corredentora, dar a luz almas a la gracia, multiplicar los hijos adoptivos del Padre, los rescatados por Cristo, los coherederos de su gloria.
«Ser esposa», esposa carmelita, es tener el corazón abrasado de Elias, el corazón transverberado de Teresa, su «verdadera es­posa», porque cela su honor.
Finalmente, ser tomada por esposa, esposa mística, es haber arrebatado su Corazón hasta el punto que, olvidando toda distan­cia, el Verbo se derrame en el alma como en el seno del Padre con el mismo éxtasis de infinito amor. Es el Padre, el Verbo y el Espíritu invadiendo el alma, deificándola y consumándola en la Unidad por el amor. Es el matrimonio, el estado fijo, porque es la unión indisoluble de las voluntades y de los corazones. Y Dios dijo: «Hagámosle una compañera semejante a él, serán dos en uno» (Gen. 2, 18, 24).

El vivir la castidad de forma radical, tiene consecuencias de fecundidad en bien de la Iglesia y de la humanidad, ya que al abnegarse en esta dimensión tan íntima y profunda de toda persona humana por amor a Cristo (Mt 19,12), va afianzando la unión del creyente con Jesucristo, quien le hace partícipe de su vida de unión con el Padre; y, así, el Señor se puede valer de él como instrumento para que la vida desbordante de que es poseedor  renueve la Iglesia y la humanidad. Jesucristo, como bien lo describe Francisco Contreras: “Es el Viviente por los siglos (Ap 1,18); posee en sí mismo la fuente de la vida y concede esta abundancia a la Iglesia. Está pletórico de vida y la derrama copiosamente. (...) El Señor domina la vida porque es suya y le pertenece. Al mismo tiempo, comunica interminablemente la vida, que le colma y le rebosa. Como una fuente está llena de agua y la difunde sin parar, así el Señor, eterna plenitud de la  vida, es de forma inseparable, el don y el donante de la vida para la Iglesia (Ap 7,17)(...) (El Señor) pondrá en movimiento la historia; será su empuje decisivo, su motor íntimo y poderoso que logrará hacerla avanzar definitivamente; combatirá con la energía de su resurrección y con el apoyo incondicional de los suyos, los cristianos leales, contra las fuerzas del mal; las derrotará estrepitosamente y conseguirá, por fin, hacer desembocar esta historia en la plenitud realizada en su meta escatológica”[1].   

            Ello es algo que comprendió profundamente Edith Stein que de joven soñó en el matrimonio, pero una vez descubrió en que medida Jesús podía saciar su alma deseosa de amor al leer la Vida de Santa Teresa de Jesús, todo su deseo fue ser toda de Cristo desde el amor esponsal. Cuando estalló la II Guerra Mundial, ante la impotencia del mal que caía sobre su pueblo y sobre la humanidad exhortará a todas sus hermanas de comunidad a vivir con radicalidad la castidad para que sus vidas sean fecundas para bien de la Iglesia y de la humanidad. Esta plática que dirigió a sus hermanas de comunidad en el día de la renovación de los votos de 1939 muestra en que medida la castidad junto con la vivencia radical de los demás votos religiosos puede ser fuente de vida para la humanidad en los momentos más oscuros de su historia:

“El mundo está en llamas; el fuego puede hacer presa  también en nuestra casa; pero en lo alto, por encima de todas las llamas, se elevará la Cruz. Ellas no pueden destruirla. Ella es el camino que va de la tierra al cielo y quien la abraza creyente, amante, esperanzado, se eleva hasta el seno mismo de la Trinidad.  ¡El mundo está en llamas! ¿Te apremia extinguirlas? Contempla la Cruz. Desde el corazón abierto brota la sangre del Salvador. Ella apaga las llamas del infierno. Libera tu corazón por el fiel cumplimiento de tus votos y entonces se derramará en él el caudal del Amor divino hasta inundar todos los confines de la tierra. ¿Oyes los gemidos de los heridos en los campos de batalla del Este y del Oeste? Tú no eres médico, ni tampoco enfermera, ni puedes vendar sus heridas. Tú estás recogida en tu celda y no puedes acudir a ellos. Oyes el grito agonizante de los moribundos y quisieras ser sacerdote y estar a su lado. Te conmueve la aflicción de las viudas y los huérfanos y tu querrías ser el Ángel de la Consolación y ayudarles. Mira hacia el Crucificado. Si estás unida a él, como una novia en el fiel cumplimiento de tus santos votos, es tu/su sangre preciosa la que se derrama. Unida a él, eres como él omnipresente. Tú no puedes ayudar aquí o allí como el médico, la enfermera o el sacerdote; pero con la fuerza de la Cruz puedes estar en todos los frentes, en todos los lugares de aflicción. Tu Amor misericordioso, Amor del corazón divino, te lleva a todas partes donde se derrama su sangre preciosa, suavizante, santificante, salvadora. Los ojos del Crucificado te contemplan interrogantes, examinadores. ¿Quieres cerrar nuevamente tu alianza con el Crucificado? ¿Qué le responderás? «¿Señor, a dónde iremos? Sólo Tú tiene palabras de vida eterna». ¡¡¡ AVE CRUZ, SPES UNICA!!!”[2].


[1] Francisco Contreras Molina, El Señor de la vida. Lectura cristológica del Apocalipsis” (col. Bilbioteca de estudios bíblicos, 76), Salamanca, Ed. Sígueme, 1991,p. 13.

[2] Edith Stein, Los caminos del silencio interior, Ed. Espiritualidad, Madrid 1988, 108-110.