Uno de los
mejores testimonios que poseemos de la importancia de la libertad afectiva para
ser toda de Dios, y luchar por sus intereses como si fueran propios es sin
duda Teresa de Jesús. Ella no estuvo entera en su ser
sólo para Dios en los primeros años de su vida religiosa. Aunque sólo estuviera apegada a las conversaciones
del locutorio, era suficiente como para impedir que su vida espiritual avanzara
y su oración fuera fecunda en la Iglesia. Dios no comparte con nadie el amor del
hombre. No se sienta a la mesa con otros invitados. Se esconde entonces,
haciendo, a la vez amargos los demás amores.
Pero
Dios luchó por abrirse paso en el
interior de Teresa, para ganársela como amiga, poniendo en juego todas
las invenciones de su amor, "forzando" la voluntad de su criatura.
Ella dirá de Dios: “No dejó nada por hacer”. Pero el Señor no se impone
violentamente.
Teresa
sabía que su vida tiene dueño, pero no daba el paso de renunciar a todo afecto
que no era dirigido sólo a Dios, ello la destrozaba interiormente. Por un lado
iba el convencimiento y por el otro la
vida. Ella no renunciaba a Dios. Pero no entraba por el camino de la totalidad.
Se buscaba a sí misma, autoafirmándose. Esta es la razón de esa “vida trabajosísima” que todavía, después de tantos
años, no logra explicarse cómo pudo pasarla.
Teresa constatará en su vida a un Dios
"ganoso" de ganarla, de tornarla a sí, cuya capacidad de sufrida
esperanza está muy por encima de la capacidad de pecado del hombre. A partir de
su experiencia ella podrá decir a los demás: "fíe de la bondad de Dios, que es mayor que todos los males que
podemos hacer y no se acuerda de nuestras ingratitudes..." (V 19,17).
Manifestar
sus misericordias es presentar al Dios que le ha asistido, día a día, en
derroche de bondad, que es proclamar su presencia de amor. Dios hace a Teresa,
a pesar de Teresa, contra ella misma. Dios no obra porque el hombre le acoja,
porque “sea bueno”. Prescindiendo de la postura que adopte ella, Dios permanecerá siempre fiel a sí mismo. El
nunca se cansa de dar, ni agota sus misericordias. Ese Dios que le castiga con
mercedes (V 7,18) entablando con ella una curiosa lucha de ofensa-perdón (V
19,17) de la que El sale siempre victorioso.
Hacia el final de la crisis vemos que multiplicaba
sus esfuerzos y diligencias. "Me daba mucho a la oración y hacía algunas y
hartas diligencias para no le venir a ofender". "Buscaba remedios,
hacía diligencias". De la misma famosa amistad dice: "ya yo misma lo
había procurado (romper con ella)". Siempre con idéntico resultado: la
derrota. Y una sensación de cansancio y desaliento se le apoderaba de todo el
ser. Quería, pero no podía. Así introduce el relato de la conversión
definitiva: "Pues ya andaba mi alma cansada y, aunque quería, declara sin
fuerza, incapaz de sacar su vida adelante. "Ni yo pensé salir de
ello". El Señor miraba "los deseos que muchas veces tenía de servirle
y la pena por no tener fortaleza en mí para ponerlo por obra”.
Tuvo
que llegar a esta experiencia extrema de pobreza para entrar definitivamente
por el camino del amor. Deponer su actitud de autosuficiencia y confiarse al
Señor. No esperar nada de sí. Esperar todo de Dios. Echarse a los pies de
Cristo para confesar su humilde sumisión, para "dejarse del todo a lo que
El hace" (V 6,4). Ora Teresa a los pies del Cristo muy llagado, "que
no me había de levantar de allí hasta que hiciese lo que le suplicaba".
Es en este momento de extrema pobreza e impotencia
donde se sitúa la intervención fulgurante
y renovada de Dios que conmina a Teresa con la fuerza del amor: "Ya no
quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles" (V 22,5).
Sus infructuosos esfuerzos anteriores y la eficaz acción de Dios ahora. Luego
ella dirá: "Debía aguardar a que el Señor obrase, como lo hizo, ni yo
pensé salir con ello; porque ya yo misma lo había procurado... Ya aquí el Señor
me dio libertad y fuerza para ponerlo por obra". (V 22,7). "Sea el
Señor bendito por siempre, que en un punto me dio la libertad que yo, con todas
cuantas diligencias había hecho muchos años había, no pude alcanzar
conmigo" (V 22,8).
Dios le concedió el don de la libertad. “Después que
vi la gran hermosura del Señor, no veía a nadie que en su comparación me
pareciese bien, ni me ocupase; que con poner un poco los ojos de la
consideración de las excelencias y gracias que en este Señor veía” (V 37,4). Es
el encuentro con Dios lo que libera al hombre. La “visión” rompe en mil trozos
el hechizo que las cosas (todo lo que no es Dios) ejercían sobre el hombre.
Ella quedó curada para siempre. “Nunca más yo he podido asentar en amistad a no
ser con personas que aman a Dios y le sirven”. Dios acabó por vencerla. O Teresa se rindió convencida de que no
podría "cobrar otro amigo mejor" (2M 1,4).
Apenas
empieza a gustar las delicias de la oración busca la soledad para el encuentro
con Dios. Busca la soledad para enmarcar su trato amistoso con Dios (V 5,1;
7,2). La comunicación de Dios por medio de las oraciones infusas acrecienta en
Teresa sus hambres innatas de soledad. “Desea ratos de soledad para gozar más
de aquel bien” (V 15, 14). Cada grado de oración operará un acrecentamiento del
deseo de soledad. La oración mística ha ordenado y confirmado definitivamente
el comportamiento de Teresa, su saber estar ante Dios y frente a Dios.
Después de la gracia de la conversión que le
concedió la libertad interior, a las personas se las empieza a mirar y a querer
por lo que tienen de Dios. A partir de entonces Teresa es mujer de unidad y de
equilibrio. Poblada de hombres hermanos pero que vive en una profunda soledad
contemplativa. Dios llevó a Teresa a la soledad. La soledad teresiana coincide
cronológicamente con la presencia de Dios en su vida más fuertemente sentida y
experimentada.
La vida de Teresa nos dice que la soledad es destino
insoslayable con que el hombre se encuentra en su camino, piedra angular sobre
la que se asienta la “edificación” de su persona. Ella nos dirá: “Veía que no
me entendía nadie” (V 30,1). “Sólo hallaba remedio en alzar los ojos al cielo y
llamar a Dios.... para no confiar en nadie, porque no le hay que sea estable
sino Dios” (V 39,19). Todas las ayudas que del mundo nos pueden venir son “unos
palillos de romero seco”. En un momento crítico escribirá: “El verdadero amigo
del que hemos de hacer cuenta es de Dios” (Cta. 9-5-77, 191,7).
Si
Dios es la clave de su amistad; lo es también de su soledad, fácil en la
comunicación, hizo que con muchos tratara y un trato que no era ni superficial
ni distante. Pero nadie la sacó de su soledad, nadie la llenó tanto que dejara
de sentirse sola en el hondón del alma. Ya que por dentro anda sola; ni escucha
la palabra que quiere, ni puede participar hasta donde desea la riqueza de que se sabe portadora. En soledad
murió. La soledad más brutal e hiriente es la última palabra que nos llega, en
hondo silencio y sonriente aceptación, desde el lecho de muerte de una mujer
que había sembrado el amor por todos los caminos y cuyos amigos se contaban a
millares. Soledad no padecida estoicamente. Tampoco con amargura. Con la serenidad y paz que le daban las alturas
de espíritu escaladas tras tantas horas de viaje. Y murió con el anhelo
profundo de encontranse con su Esposo JesucristoEs por ello que Teresa de Jesús
se nos presenta como una personalidad profundamente unitaria y armónica en la
más asombrosa variedad de cualidades,
tantas de ellas de signo opuesto y contradictorio. La opción por Dios es la
clave de su unidad granítica y de su porosidad humana. Ahí está la explicación
del prodigio que fue Teresa.
Teresa
nos da el testimonio privilegiado de la necesidad de ser libres afectivamente
para poder gozar de la intimidad con Dios. Cuando una persona consagrada no se
contenta de estarse con El, o no ha entrado por solo El, o no se mantiene en la
vida religiosa consciente de que Dios la ha elegido “para sí” luego la relación
con las demás personas es sangrante y esclaviza. “Entendiendo que en hacer otra
cosa faltáis al verdadero amigo y Esposo vuestro creed que muy breve ganaréis
esta libertad de los que por sólo El os quisieren ..” Esta relación
interpersonal, alimentada por solo El, trae consigo la libertad, es liberadora.
De este amor esponsal que Cristo desea que exista en las personas que
ha escogido para si nos da un testimonio bellísimo la beata Isabel de la Trinidad. Ella
desde muy joven consagró a Jesús su virginidad y anhelaba ingresar en el
Carmelo para poder ser toda de Jesús. Un día su madre le propuso un buen
partido para contraer matrimonio, ella misma dirá:
“¡Pero qué indiferente me ha dejado esta seductora propuesta! ¡Ah!,
mi corazón no es libre. Lo di al Rey de los Reyes, no puedo disponer de él.
¡Ah! Oigo la voz del Amado en el fondo de mi corazón: «Esposa mía, me dice, tú renuncias a toda felicidad de aquí abajo por
seguirme. Tras de mis huellas tu camino será el dolor, la cruz, tendrás mucho que sufrir. Si no estuviera yo
allí para sostenerte no las podrías soportar. Incluso los consuelos espirituales, tan dulces al alma, te serán quitados. ¡Cuántas
pruebas, amada mía, cuando se camina detrás de mí! Pero también ¡cuántas alegrías, cuántas dulzuras te haré gustar en esos
trabajos! La porción que te he escogido es ciertamente la más bella, es necesario que te haya amado con un amor muy grande para habértela
reservado, amada mía., ¿Sientes
en ti bastante amor a tu Jesús, aceptas estos sacrificios? ¿Quieres consolarme? ¡Ah, estoy tan
abandonado!... Hija mía, no me abandones, quiero tu corazón. Lo amo, lo he escogido para mí, deseo el día en que serás
enteramente mía. ¡Oh, guárdame tu corazón!» «Sí, amor mío, vida mía, Esposo amado a quien adoro, sí, estáte tranquilo. Estoy dispuesta
a seguirte por ese camino de sacrificios. Oh, tú quieres mostrarme todas las espinas que encontraré. Querido Jesús, las
recorreremos juntos. Siguiéndote, contigo seré fuerte. Oh, gracias por haber escogido a una pobre creatura como yo para consolarte. Oh,
tú sabías bien que yo no te
abandonaría. Si lo hiciera, sería más culpable que los desgraciados que te crucificaron hace veinte
siglos. ¡Oh, supremo Amor, soy
toda tuya! Pero sostenme, pues sin ti soy capaz de todas las bajezas, de todos los crímenes...».
Toda su vida religiosa como
carmelita descalza fue un ir ahondando el sentirse escogida por Jesús para
vivenciar la dimensión de la Iglesia como esposa de Cristo, testimonio de ello
es este escrito íntimo tres años después de sentir vivencialmente que Jesús la
quería toda para Él.
“¡Ser esposa de Cristo! ¡ No es sólo la expresión
del más dulce de los sueñe realidad divina, la expresión de todo un misterio de
semejanza y de unión. Es el nombre que
en la mañana de nuestras consagración la Iglesia pronuncia sobre nosotras: «¡Veni, sponsa
Christi!».
¡Hay que vivir la vida de esposa! «Esposa», todo le
nombre hace presentir de amor dado y recibido... de identidad, de fidelidad,
entrega absoluta... Ser esposa es entregarse como El se entregó; ser inmolada
como El, por El, para El... ¡Es Cristo que se hace todo nuestro y nosotras que
nos hacemos «toda suya»!
Ser esposa es tener todos los derechos sobre su
Corazón... Es un diálogo para toda la vida... Es vivir con... siempre con... Es
descansar de todo con El y permitirle descansar de todo en nuestra alma...
Es no saber más que amar: amar adorando, amar
reparando, amar orando, pidiendo, olvidándose. Amar siempre bajo todas las
formas.
«Ser esposa» es tener los ojos en los suyos, el
pensamiento obsesionado por El, el corazón todo cautivo, lleno, como fuera de
sí y pasado a El, el alma llena de su alma, de su oración; todo el ser
cautivado y entregado...
Es, teniendo siempre fija en El la mirada,
sorprender el menor signo y el más pequeño deseo; es entrar en todas sus
alegrías, compartir todos sus dolores. Es ser fecunda, corredentora, dar a luz
almas a la gracia, multiplicar los hijos adoptivos del Padre, los rescatados
por Cristo, los coherederos de su gloria.
«Ser esposa», esposa carmelita, es tener el corazón
abrasado de Elias, el corazón transverberado de Teresa, su «verdadera esposa»,
porque cela su honor.
Finalmente, ser tomada por esposa, esposa mística, es haber
arrebatado su Corazón hasta el punto que, olvidando toda distancia, el Verbo
se derrame en el alma como en el seno del Padre con el mismo éxtasis de
infinito amor. Es el Padre, el Verbo y el Espíritu invadiendo el alma,
deificándola y consumándola en la
Unidad por el amor. Es el matrimonio, el estado fijo, porque
es la unión indisoluble de las voluntades y de los corazones. Y Dios dijo:
«Hagámosle una compañera semejante a él, serán dos en uno» (Gen. 2, 18, 24).
El vivir la castidad de forma radical,
tiene consecuencias de fecundidad en bien de la Iglesia y de la humanidad,
ya que al abnegarse en esta dimensión tan íntima y profunda de toda persona
humana por amor a Cristo (Mt 19,12), va afianzando la unión del creyente con
Jesucristo, quien le hace partícipe de su vida de unión con el Padre; y, así,
el Señor se puede valer de él como instrumento para que la vida desbordante de
que es poseedor renueve la Iglesia y la humanidad.
Jesucristo, como bien lo describe Francisco Contreras: “Es el Viviente por
los siglos (Ap 1,18); posee en sí mismo la fuente de la vida y concede esta
abundancia a la Iglesia.
Está pletórico de vida y la derrama copiosamente. (...) El
Señor domina la vida porque es suya y le pertenece. Al mismo tiempo, comunica
interminablemente la vida, que le colma y le rebosa. Como una fuente está llena
de agua y la difunde sin parar, así el Señor, eterna plenitud de la vida, es de forma inseparable, el don y el
donante de la vida para la
Iglesia (Ap 7,17)(...) (El Señor) pondrá en movimiento la
historia; será su empuje decisivo, su motor íntimo y poderoso que logrará
hacerla avanzar definitivamente; combatirá con la energía de su resurrección y
con el apoyo incondicional de los suyos, los cristianos leales, contra las
fuerzas del mal; las derrotará estrepitosamente y conseguirá, por fin, hacer
desembocar esta historia en la plenitud realizada en su meta escatológica”[1].
Ello es algo que
comprendió profundamente Edith Stein que de joven soñó en el matrimonio, pero
una vez descubrió en que medida Jesús podía saciar su alma deseosa de amor al
leer la Vida
de Santa Teresa de Jesús, todo su deseo fue ser toda de Cristo desde el
amor esponsal. Cuando estalló la
II Guerra Mundial, ante la impotencia del mal que caía sobre
su pueblo y sobre la humanidad exhortará a todas sus hermanas de comunidad a
vivir con radicalidad la castidad para que sus vidas sean fecundas para bien de
la Iglesia y
de la humanidad. Esta plática que dirigió a sus hermanas de comunidad en el día
de la renovación de los votos de 1939 muestra en que medida la castidad junto
con la vivencia radical de los demás votos religiosos puede ser fuente de vida
para la humanidad en los momentos más oscuros de su historia:
“El
mundo está en llamas; el fuego puede hacer presa también en nuestra casa; pero en lo alto, por
encima de todas las llamas, se elevará la Cruz. Ellas no pueden
destruirla. Ella es el camino que va de la tierra al cielo y quien la abraza
creyente, amante, esperanzado, se eleva hasta el seno mismo de la Trinidad. ¡El mundo está en llamas! ¿Te apremia
extinguirlas? Contempla la
Cruz. Desde el corazón abierto brota la sangre del Salvador.
Ella apaga las llamas del infierno. Libera tu corazón por el fiel cumplimiento
de tus votos y entonces se derramará en él el caudal del Amor divino hasta
inundar todos los confines de la tierra. ¿Oyes los gemidos de los heridos en
los campos de batalla del Este y del Oeste? Tú no eres médico, ni tampoco
enfermera, ni puedes vendar sus heridas. Tú estás recogida en tu celda y no
puedes acudir a ellos. Oyes el grito agonizante de los moribundos y quisieras
ser sacerdote y estar a su lado. Te conmueve la aflicción de las viudas y los
huérfanos y tu querrías ser el Ángel de la Consolación y
ayudarles. Mira hacia el Crucificado. Si estás unida a él, como una novia en el
fiel cumplimiento de tus santos votos, es tu/su sangre preciosa la que se
derrama. Unida a él, eres como él omnipresente. Tú no puedes ayudar aquí o allí
como el médico, la enfermera o el sacerdote; pero con la fuerza de la Cruz puedes estar en todos
los frentes, en todos los lugares de aflicción. Tu Amor misericordioso, Amor
del corazón divino, te lleva a todas partes donde se derrama su sangre
preciosa, suavizante, santificante, salvadora. Los ojos del Crucificado te contemplan
interrogantes, examinadores. ¿Quieres cerrar nuevamente tu alianza con el
Crucificado? ¿Qué le responderás? «¿Señor, a dónde iremos? Sólo Tú
tiene palabras de vida eterna».
¡¡¡ AVE CRUZ, SPES UNICA!!!”[2].
[1]
Francisco Contreras Molina, El Señor de la vida. Lectura cristológica del
Apocalipsis” (col. Bilbioteca de estudios bíblicos, 76), Salamanca, Ed.
Sígueme, 1991,p. 13.
[2] Edith Stein, Los caminos del silencio interior, Ed. Espiritualidad, Madrid 1988, 108-110.