Jesús nació pobre, por ello su madre María “lo envolvió en pañales y lo puso en
un pesebre, porque no se había encontrado alojamiento para ellos en el mesón
(Lc 2, 7). Pero Jesús en las parábolas cuando se refiere al Padre siempre nos
habla de su magnificencia, con el hijo que marchó y que derrochó toda la
herencia, le preparó un gran banquete (cf. Lc 15, 11-32). Jesús al hablarnos de
la eternidad, nos habla que el Padre ha preparado un gran banquete de bodas
(cf. Mt 22, 2-10)....
Este tiempo de Navidad, es un tiempo propicio para invocar al Padre que todo lo
puede, para que sea magnificente con nosotros. De modo que por la celebración
del nacimiento de su Hijo, haga verídicas las Escrituras Sagradas.
Le pedimos que le conceda a su Hijo “las naciones como herencia tuya, y
como posesión tuya los confines de la tierra” (Sal 2,8) de modo que la fe en El
no retroceda sino que se expanda, incluso en Europa, de modo que cuando El
venga al final de los tiempos, encuentre en todas las partes del mundo,
Iglesias profundamente arraigadas donde, por el anuncio, por la coherencia
entre el mensaje y la vida, por la unión de los cristianos, surjan
discípulos de Jesús y estos pidan el bautismo y se les enseñe a cumplir lo que
El nos ha encomendado (cf. Mt 28, 19-21).
Le pedimos por su Hijo, que se haga realidad lo que el ángel le anunció a José,
“tú le pondrás por nombre ‘Jesús’, porque él salvará a su pueblo de sus
pecados” (Mt 1, 21). Que los hijos de la Iglesia acojan la redención de Jesús,
y nos salbe de nuestros pecados, de modo que la gracia inherente al sacramento
del Bautismo que todos hemos recibido, se despliegue plenamente, de modo que en
cada bautizado se haga realidad la promesa de Jesús: “El que me ama de verdad,
se mantendrá fiel a mi mensaje; mi Padre le amará, y mi Padre y yo vendremos a
él y viviremos en él” (Jn 14, 23). Así gracias a Jesús por medio de su
Espíritu nos sea concedido a todos poder entrar en la morada más interior del
alma donde las tres divinas Personas de la Trinidad habitan, seamos
sumergidos en el amor intradivino, de modo que Jesús en cada uno de
nosotros ame al Padre con un profundo amor filial, participe en la redención de
la humanidad y haga bella a la Iglesia por medio del Espíritu Santo.
Esta realidad espiritual no es sólo para los santos, sino también para los
pecadores. Ello nos lo recuerda santa Teresa de Lisieux al final de sus Manuscritos Autobiográficos: “Sí,
estoy segura de que, aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden
cometerse, iría, con el corazón roto de arrepentimiento, a echarme en brazos de
Jesús, pues sé cómo ama al hijo pródigo que vuelve a él” (Ms C 36v). Ya quien
confía verdaderamente en Jesús y le ama, se arrepiente de corazón de todos sus
pecados, El no sólo concede el perdón, la salvación, sino también la
plenitud del Amor que es la santidad. Ello no es instantáneo, pero sí que se
genera un dinamismo interior que lleva a vivir la plenitud de la gracia
inherente en el Bautismo, que es la inhabitación de la Trinidad o a la
deificación de los bautizados.
Que el Padre haga verídico el nombre que las profecías concedían al Mesías que
iba a venir, que le sea concedido al mundo la paz, pues celebramos el
nacimiento del que recibe el nombre de “Príncipe de la paz” (Is 5, 9).
Que el Padre por el nacimiento de su Hijo conceda la entrada en el cielo de los
difuntos, para que puedan agradecerle eternamente su bondad y su misericordia.