El
7 de noviembre de 2010, día en que fue consagrado el Templo de la Sagrada
Familia de Barcelona por Benedicto XVI, era la fiesta litúrgica del beato
Francesc Palau. Se pudiera decir que aquel momento de tanta belleza litúrgica, que
hacía intuir la liturgia celestial, era la coronación de su oración en bien de
la Iglesia a la que amaba más que a las niñas de sus ojos, en este año que se
celebra el 200 aniversario de su nacimiento.
Cuando el beato Francesc Palau fue ordenado sacerdote
(1836) y subió por primera vez las gradas del altar, «para ofrecer a Dios el perfume de las plegarias del
pueblo, mi patria era un cementerio cubierto de cadáveres»[1].
Entonces, la Iglesia en España, en particular en Cataluña, en el primer tercio
del siglo XIX vivía uno de sus peores momentos. Perseguida sistemáticamente por
los gobiernos liberales, dividida internamente entre liberales y carlistas;
desprestigiada, arruinada, perdida en un mundo nuevo, sin hombres que la
supieran verdaderamente guiar, parecía una Iglesia a merced de las
circunstancias[2],
próxima al desastre[3].
La transformación de aquella situación eclesial y social en tan solo unas
décadas, tuvo lugar gracias a la oración que hombres y mujeres de todas las
naciones dirigieron a Dios, debido a la solicitud de Gregorio XVI que proclamó
en 1842 un jubileo para orar por la Iglesia en España, porque el gobierno
español fraguaba una ley para crear un cisma entre la Iglesia de España y Roma.
Uno de los que más se distinguió en su oración por la
Iglesia en España fue el beato Francesc Palau. Éste dirigió a Dios una oración
ardiente, perseverante y lúcida. El hoy beato constató que por mucho que se
orara por la Iglesia en España, la situación eclesial era cada vez peor. Se
acordó de las palabras de la Carta de Santiago «si pedís y no recibís nada es porque pedís mal» (cf. 4,3). Desde una lectura atenta de la Biblia
comprendió que los pecados colectivos de los hijos de la Iglesia en España a lo
largo de los siglos, sin conversión ni reparación, constituían una barrera
entre Dios y el pueblo suplicante; esos pecados impedían que las oraciones de
los fieles llegasen a El (cf. Lm 3,44; Is 59,2). Las mismas leyes que regían en
el Antiguo Testamento rigen la vida de la Iglesia y de los pueblos. Por tanto,
las injusticias pueden romper la Alianza y de ahí, luego, todo tipo de
desgracias pueden acontecerle a la Iglesia y al pueblo que los comete. La más
grave de estas desgracias consistiría en que el Señor permitiera que otras
religiones fueran hegemónicas en España, como sucedió con el islam en la Edad
Media, que estuvo a punto de desarraigar plenamente el cristianismo en
España. Por ello, era esencial reconciliar al pueblo de España con Dios, para
que lo bendijera y lo protegiera.
Durante
once años de su vida, el Espíritu Santo lo retuvo en ermitas y en cuevas. Allí
el P. Palau a la luz del Evangelio no dejaba de reconocer humildemente los
pecados de los hijos de la Iglesia, no sólo de España sino universal. Por ello,
ofrecía el sacrificio eucarístico, para que Dios destruyera esos pecados, con
el convencimiento de que la Eucaristía tiene más valor ante Dios que todos los
pecados que cometen o han podido cometer los hombres. De esta forma colaboró de
forma eminente a quitar los pecados que impedían que la oración del pueblo
llegara a Dios y fuera escuchada. Dios mostró su infinita misericordia con una
gran efusión de su Espíritu sobre la Iglesia. Pero precisamente la Iglesia en
Cataluña, que educó en la fe al beato Francesc Palau, fue la que experimentó la
mayor primavera eclesial de su historia.
En
esa renovación, el pueblo catalán supo implorar la protección de la Virgen
María en su advocación de Montserrat, y honrarla con su amor. La intercesión
poderosa de la Virgen María ante su Hijo alcanzó de Dios para el pueblo catalán
la gracia de tomar progresivamente conciencia de su identidad; supiera
amarse y valorarse; y redescubriera las raíces cristianas de su historia y su
cultura. Esta regeneración socio-cultural y religiosa la llevaron a término
hombres especialmente devotos de la Virgen, como Antoni M. Claret, Jacint
Verdaguer, Torras i Bages, Enric d’Ossó… o políticos como Prat de la Riba.
Es significativo constatar que quienes pusieron las
bases para el renacimiento del pueblo catalán tanto a nivel civil como
eclesial, fueron los predicadores de la Buena Nueva del Evangelio en catalán
como Sant Antoni M. Claret y Sant Francesc Coll. Esta predicación
facilitó el arraigo de las fundaciones de los nuevos Institutos religiosos que
el Espíritu de Dios suscitó abundantemente en el seno de la Iglesia en
Cataluña. Los servicios prestados por estas nuevas Congregaciones a favor del
necesitado (pobre, enfermo, anciano o huérfano) hizo posible que la Iglesia
recobrase un alto prestigio moral. En la educación de la infancia y de la
juventud se salvó la fe, amenazada por la ignorancia y la constante propaganda
anticlerical. Por la fidelidad de estos hombres y mujeres, que hicieron en todo
la voluntad del Señor en medio de muchas dificultades, la respuesta de Dios fue
la realización de las palabras del Magnificad: «el amor que tiene a los que creen en El se extiende de
generación en generación» (Lc 1, 50). Dios
bendijo aquella generación. En medio de una gran conflictividad, Cataluña se
industrializó, lo que posibilitó que la gente del país y de otras tierras
tuviera trabajo y pudiera vivir de él. Otro de los dones de Dios fue la
reconstrucción nacional. De la misma forma que un hombre y una mujer que siguen
a Cristo en vez de despersonalizarse llegan a ser hombres y mujeres en
plenitud, lo mismo acontece con los pueblos. Si un pueblo sigue a Cristo recibe
de Dios las energías interiores para construir su propia identidad.
La Iglesia en Cataluña supo discernir los signos de
los tiempos y actuar en consecuencia. Si anteriormente de algunos Seminarios
catalanes, en el primer tercio del siglo XIX, surgieron combatientes para la
guerra de la Independencia contra las tropas napoleónicas o las guerras
carlistas, unos decenios más tarde, los Seminarios se convirtieron en
auténticas escuelas de saber y de piedad. De los Seminarios catalanes surgieron
una legión de poetas, escritores, historiadores, arqueólogos, que trabajaron
con celo por la recuperación espiritual y nacional de Cataluña, todos ellos
ayudaron a enriquecer el alma del pueblo catalán. Torras i Bages que, con su
libro La Tradiciócatalana, demostró que el cristianismo y el catalanismo eran
realidades inseparables en Cataluña, promovió que el renacimiento del pueblo
catalán fuera hecho bajo el signo cristiano, y se considerase el cristianismo
como la primera señal de identidad catalana. Surgieron también buenos políticos
que con muy pocos recursos modernizaron el país. Este hermoso renacimiento,
tanto eclesial como social, de Cataluña fue frenado por la Dictadura de Primo
de Rivera, la guerra civil española y la dictadura franquista, pero Cataluña
volvió a renacer. Es un buen testimonio que induce a esperar que la vieja
Europa también pueda volver a “renacer”.
En el renacimiento de Cataluña hubo realmente una
intensa compenetración entre la cultura y la fe. El templo de la Sagrada
Familia es un exponente destacado de ello. El arquitecto Antoni Gaudí,
anticlerical en su juventud[4],
se convirtió y vivió hasta su muerte una fe cristiana profunda y sincera. En su
persona se constata hasta qué punto fueron escuchadas las oraciones que el
beato Palau dirigía a Dios, para que se convirtieran los increyentes, de modo «que con su penitencia y fervor os den más gloria que
no os quitaron con su impiedad»5. Finalizó
el beato Francisco Palau su vida exclusivamente eremítica el año anterior
y a pocos kilómetros de donde naciera en 1852 Antoni Gaudí.
En el proceso del retorno a la fe de Gaudí y en la maduración de la misma
influirá, sin duda, la categoría espiritual y humana de diversos eclesiásticos,
que son el reflejo de la altura espiritual de la Iglesia en Cataluña de aquela
época. Una Iglesia que supo escuchar al profeta que Dios les dio, es decir al
filósofo y sacerdote Jaume Balmes. Él pedía y trabajó para que hubiera un clero
ilustrado, tolerante, abierto y adaptado a la cultura y a las novedades del
siglo; un clero que se desmarcara del “todo o nada” del integrismo imperante en
tantos eclesiásticos de la Península, reflejo a su vez de la indigencia
intelectual del catolicismo español que movía a jóvenes e intelectuales a abandonar
la Iglesia.6
El que sería obispo de Astorga, Mons. Joan Bautista
Grau, nacido en Reus, tuvo una influencia decisiva para que él pusiera fin a
los años indecisos y anticlericales de su juventud. Mientras Gaudí estuvo en
Astorga trabajando en la construcción del nuevo palacio episcopal, salía cada
tarde a pasear con Mons. Grau, con quien mantenía largas conversaciones sobre
la fe, hasta que convencido Gaudí volvió a abrazar la fe de su infancia. El
sacerdote y más tarde Obispo de Vic Josep Torras i Bages también le influyó a
que contribuyera con sus talentos al ideal cristiano y catalán, plenamente
asumidos por Gaudí. Él decía: «Yo
trabajo por Cataluña en mi ámbito, levantando el templo, ya que el templo es lo más
digno para representar a un pueblo».7
El
Obispo de Mallorca Pere Joan Campins fue otro verdadero maestro de Gaudí en el
ámbito de la liturgia. Gaudí profundizaría en ella al participar en el I
Congreso de Arte Cristiano de Cataluña, donde vio confirmada y estimulada su
manera de tractar la arquitectura religiosa: «En los
templos todo ha de ser ponderado y regulado por las sabias leyes de la liturgia», diría un tiempo después. Recibirá también la
influencia positiva de sacerdotes y religiosos destacados como el jesuita
Ignasi Casanoves, los oratonianos P. Luís M. Valls, P. Agustí Mas, o el
capellán de la Sagrada Familia, Mn. Gil Parés, del sacerdote-poeta Jacint
Verdaguer o el laico Joan Maragall.[5]bis Gaudí
en su madurez será un hombre de fe profunda y rica, que encontraba en los actos
de culto una paz de espíritu que llenaba su vida, y que él querrá proyectar en
su obra para que muchos la pudieran también experimentar. Para él «la finalidad del gran templo era la oración colectiva
de todo el pueblo que canta y contesta al celebrante», algo que se vio con toda su admirable belleza el
día de su consagración, presidida por Benedicto XVI. Ese día, la belleza del
templo de la Sagrada Familia y de la Liturgia católica fue visualizada en todo
su esplendor por millones de personas de todo el mundo.
La Sagrada Familia de Barcelona está llamada a
convertirse en la Catedral de Europa, donde el proceso de secularización es
cada vez mayor. Por su grandiosidad, sencillez y la esbeltez de sus formas esta
basílica es apta para provocar la admiración y el estupor del visitante
creyente o no, para llevarle a preguntarse por la existencia de Dios, y
sentirse invitando a encontrarse con Él. Este templo es idóneo para entonar con
todo el pueblo un himno de alabanza en honor de Jesucristo, agradeciendo su
amor incondicional a la humanidad.
También se puede considerar a la basílica de
la Sagrada Familia como la Catedral de Europa, porque es el símbolo más emblemático
del renacimiento de un pueblo decadente en constantes luchas fraticidas, que no
perdió la esperanza, e imploró la ayuda de Dios, porque era el único que podía
salvar a la Iglesia y la sociedad del naufragio abismal. Así lo
suplicaron confiadamente muchos en la oración, por la intercesión poderosa de
la Virgen María. Y como sucedió al pueblo catalán, puede suceder a toda Europa
que tiene ante si el grave reto de la islamización. Tanto antes como ahora, la
Virgen María, auxilio de los cristianos, puede alcanzar de su Hijo las gracias
necesarias para que Europa sepa amarse, valorarse y reconocer sus raíces
cristianas, gracias a la acción incansable de hombres y mujeres fieles a la
acción del Espíritu Santo.[6]bis Así
lo hizo Antoni Gaudí, el genial arquitecto de la Sagrada Familia. De este modo
los cristianos creyentes, no serán sólo «una de
estas minorías creativas y contribuir a que Europa recobre de nuevo lo mejor de
su herencia y esté así al servicio de la humanidad entera»,9 sino también una minoría poderosa porque invoca
a Dios y es escuchada, en un momento de la historia de Europa en que, como nos
recuerda Giovanni Reale, «Ahora ya sólo un Dios
puede salvarnos».10
(1 de enero 2011)
(1 de enero 2011)
Notas
[1] FRANCISCO PALAU, Escritos,
Burgos, Ed. Monte Carmelo, 1997, Vida
Solitaria, 18. Cuando el beato Francesc Palau fue
ordenado sacerdote, España estaba inmersa en la llamada primera guerra
carlista. «Esta guerra terrible y sangrienta
costó más de 300.000 hombres a España»
J. TERRERO-J. REGLÀ, Historia de España, Barcelona: Óptima 2002, 276.
[3] J. MASSOT, Aproximació a la història religiosa de la Catalunya
contemporània, Publicacions de l’Abadia de
Montserrat, 1973, 12.
[4] Hijo de Reus, el ambiente que frecuentó en su
juventud era republicano impregnado de anticlericalismo.
5 Francisco
PALAU, Escritos,
o.c., Lucha del alma con Dios, VI, 6, p. 227.
6 Cf.
Juan M. LABOA, La Iglesia en España. Aproximación a su historia: 1492-2000,
Madrid: San Pablo 2000, 168.
7 PUIG-BOADA,
Pensament, n. 297 (Testimonio de Joan Bergós) citado por Armand PUIG, La Sagrada Família segons Gaudí. Comprendre
un símbol, Barcelona, Ed. Pòrtic 2010, 215.
[5] bis Cf.
A. M. Blas i R. Pla (dir) Gaudí i
la dimensió transcendent, Barcelona:
Fundació Maragall, Ed. Cruïlla 2004.
6bis BENEDICTO
XVI cuando era Cardenal, puso de manifiesto el odio patológico de Occidente a
si mismo: «Occidente intenta, de manera loable,
abrirse lleno de comprensión a valores externos, pero ya no se ama a sí mismo;
de su propia historia ya sólo ve lo que es execrable y destructivo,
mientras que ya no está en situación de percibir lo que es grande y puro. Para
sobrevivir, Europa necesita una nueva – ciertamente crítica y humilde-
aceptación de sí misma si quiere sobrevivir»
M. Pera – J. Ratzinger, Sin
raíces, Barcelona, Península, 75-76.
9 Ibid., 77.
10 G.
REALE, Raíces culturales y espirituales de Europa, Barcelona: Herder 2005, 195.