En el seno de
la Santísima Trinidad todo es amor desbordante y difusivo. Por ello crea al ser
humano a su imagen y semejanza para que pueda gozar de su felicidad y de su
amistad divina e irradie este amor a toda la creación.
La criatura humana tendía espontáneamente a Dios, toda ella
estaba vuelta hacia Dios, en su estado de inocencia, vivía en la verdad y en la
luz. La gracia no encontraba ningún obstáculo a su expansión, por ello
penetraba y se expandía en todo el ser humano, realizando in crescendo la más plena e íntima beatificante unión con Dios
Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo. Una unión de amor que lo hacía
equilibrado y en paz consigo y con sus semejantes y con la creación. Este era
el ser humano en la mente de Dios, que se hizo realidad en la Virgen María, que
habiendo sido preservada del pecado original, resplandece con la misma belleza
de Dios, pues vive en la más íntima unión con Él,[1]
como bien supo expresar san Juan de la Cruz: “la gloriosísima Virgen Nuestra
Señora, la cual, estando desde el principio levantada a este alto estado [de
unión con Dios], nunca tuvo en su alma impresa forma de alguna criatura, ni por
ella se movió, sino siempre su moción fue por el Espíritu Santo” (S3, 2, 10).
La unión primordial del ser humano con Dios
fue truncada por el pecado, y con ello la meta y el fin último del ser humano.
La ruptura de esta unión con Dios, tiene consecuencias desastrosas, la armonía
existente entre el hombre y la mujer se convierte en dominio de uno sobre el
otro. La relación de amistad con Dios se vuelve temor hacia Él (cf. Gn 3, 1-23)
Pero Dios Trinidad decide salvar al hombre para restablecer esta unión truncada
por el pecado. Por ello el Verbo se encarna, “asumiendo la condición de siervo
y haciéndose semejante a los hombres” (Fil 2, 7). Al precio de su propia
sangre, Jesucristo restablece la unión entre el hombre y Dios.
El
don que recibimos en el bautismo será bellamente explicado por el beato M.
Eugenio del Niño Jesús: “El bautismo opera una maravillosa creación en el alma del
niño. Se le infunde una vida nueva, que le permite realizar en adelante actos
divinos de hijo de Dios. Más de una vez hemos escuchado la expresión del
sacerdote: «Yo te bautizo»; hemos visto correr el agua sobre la frente del
niño, pero nada hemos percibido de la producción de la gracia, que exige nada
menos que la acción personal y omnipotente de Dios”.[2]
Sobre la grandeza de
los dones que recibimos en el sacramento del Bautismo, afirmará Jesús
Castellano: «Toda una vida no basta para ser conscientes y vivir plenamente la
gracia bautismal. Solo la muerte, el momento en que se rompe la tela del dulce
encuentro, el último proceso de un morir para vivir, la muerte de amor, podrá
revelarnos plenamente el misterio del desposorio del bautismo».[3]
La gracia del Bautismo es un germen místico
que, con desarrollo homogéneo y regular, conduce a la unión íntima con Dios
Trinidad. Por ello el objetivo final del dinamismo de la gracia
inherente al Bautismo es participar de la vida trinitaria, ya que la vida
espiritual alentada por el Espíritu en el alma bautizada no es más que el
desarrollo creciente de la comunión con la Trinidad. La vida trinitaria es el
extremo final de la vida espiritual iniciada en el Bautismo.
El despliegue total del dinamismo inherente a
la gracia bautismal, se podrá realizar solo por medio de la acción de las tres
divinas Personas, en el interior más profundo de cada cristiano.
Si la unión con Dios
Trinidad se reconoce como la esencia del carisma que el Espíritu Santo ha
derramado en la Orden del Carmelo, podremos decir que el Espíritu, al derramar
el carisma a cada carmelita, le da una aptitud particular para tender hacia
esta unión con Dios Trinidad, que lo hace buscar a Dios por el ejercicio de las
tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, en todas las situaciones de
la vida, sean favorables o adversas. Optando siempre no solo por establecer una
relación casta en todas las relaciones humanas, pues como Jesús nos dice
“Dichosos los de corazón limpio, porque verán a Dios” (Mt 5,8), sino
optando por priorizar el amor a Dios sobre toda otra relación humana que pueda
impedir cumplir el primer mandamiento: “Ama al Señor tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente” (Lc
10,27)
Amando a Dios Trinidad
nos abrimos a que el Espíritu derrame en nosotros el Amor con el que podremos
amar al prójimo. Ello nos lo recuerda Santa Teresa de Jesús: “que, si no es
naciendo de raíz del amor de Dios, que no llegaremos a tener con perfección el
del prójimo” (5M 3,9).
Los carmelitas, por el
carisma que el Espíritu ha derramado en la Orden del Carmen, tienen una aptitud
particular o una gracia especial para buscar desde lo más profundo de su ser en
todo lugar y en toda ocasión la unión con Dios. Pero esta gracia particular no
es un privilegio que les da a los carmelitas, para que, ni individualmente ni
colectivamente, digan como Pedro en el monte Tabor: “Señor, ¡qué bien que estemos
aquí!” (Mt 17,4), buscando retener esta presencia divina para gozar de ella. Sino
que todo don del Espíritu es dado a algunos para que contribuyan con los dones
que ha dado a otros en la edificación armoniosa del cuerpo místico de Cristo
(cf. 1 Cor, 12, 4-7; Ef 4, 16), para que cumpla el mandato del Señor: “Id, pues, y haced mis discípulos a todos los habitantes del
mundo; bautizadlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y enseñadles a cumplir todo lo que os he mandado” (Mt 28,
19).
[1]
Cf. Maria Cecilia del Volto Santo,
“Unione con Dio”, E. Boaga-L. Borriello, Dizionario Carmelitano, Città Nuova,
Roma 2008, 967-974.
[3] J. Castellano, «Mística bautismal», Una página de San Juan de la Cruz a la
luz de la tradición», Revista de Espiritualidad, 140-141 (1976) 465-482
(482).