domingo, 7 de junio de 2020

El Bautismo nos capacita para vivir vida trinitaria







En el seno de la Santísima Trinidad todo es amor desbordante y difusivo. Por ello crea al ser humano a su imagen y semejanza para que pueda gozar de su felicidad y de su amistad divina e irradie este amor a toda la creación.
La criatura humana tendía espontáneamente a Dios, toda ella estaba vuelta hacia Dios, en su estado de inocencia, vivía en la verdad y en la luz. La gracia no encontraba ningún obstáculo a su expansión, por ello penetraba y se expandía en todo el ser humano, realizando in crescendo la más plena e íntima beatificante unión con Dios Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo. Una unión de amor que lo hacía equilibrado y en paz consigo y con sus semejantes y con la creación. Este era el ser humano en la mente de Dios, que se hizo realidad en la Virgen María, que habiendo sido preservada del pecado original, resplandece con la misma belleza de Dios, pues vive en la más íntima unión con Él,[1] como bien supo expresar san Juan de la Cruz: “la gloriosísima Virgen Nuestra Señora, la cual, estando desde el principio levantada a este alto estado [de unión con Dios], nunca tuvo en su alma impresa forma de alguna criatura, ni por ella se movió, sino siempre su moción fue por el Espíritu Santo” (S3, 2, 10).
 La unión primordial del ser humano con Dios fue truncada por el pecado, y con ello la meta y el fin último del ser humano. La ruptura de esta unión con Dios, tiene consecuencias desastrosas, la armonía existente entre el hombre y la mujer se convierte en dominio de uno sobre el otro. La relación de amistad con Dios se vuelve temor hacia Él (cf. Gn 3, 1-23) Pero Dios Trinidad decide salvar al hombre para restablecer esta unión truncada por el pecado. Por ello el Verbo se encarna, “asumiendo la condición de siervo y haciéndose semejante a los hombres” (Fil 2, 7). Al precio de su propia sangre, Jesucristo restablece la unión entre el hombre y Dios.
 Dios Padre, dador de todo don, gracias a la muerte redentora de Cristo, en el Espíritu Santo, por medio de la Iglesia, por el sacramento del Bautismo, deja al bautizado bajo la protección de la Trinidad, le queda consagrado, convertido en templo de la Trinidad. Las tres divinas Personas moran en lo más profundo del alma del bautizado. El bautizado queda revestido de Cristo. Le es conferida la filiación divina por adopción, es hijo en el Hijo, le es otorgada la participación en su misma vida divina, y en su santidad. Se le concede el don del Espíritu, la participación de la naturaleza divina, el desposorio, la inhabitación trinitaria, la incorporación a la Iglesia… Estos dones que le son dados al bautizado sin mérito alguno por la Trinidad Santa y que se expandirán en su alma a través del Espíritu Santo.
El don que recibimos en el bautismo será bellamente explicado por el beato M. Eugenio del Niño Jesús:El bautismo opera una maravillosa creación en el alma del niño. Se le infunde una vida nueva, que le permite realizar en adelante actos divinos de hijo de Dios. Más de una vez hemos escuchado la expresión del sacerdote: «Yo te bautizo»; hemos visto correr el agua sobre la frente del niño, pero nada hemos percibido de la producción de la gra­cia, que exige nada menos que la acción personal y omnipotente de Dios”.[2]
Sobre la grandeza de los dones que recibimos en el sacramento del Bautismo, afirmará Jesús Castellano: «Toda una vida no basta para ser conscientes y vivir plenamente la gracia bautismal. Solo la muerte, el momento en que se rompe la tela del dulce encuentro, el último proceso de un morir para vivir, la muerte de amor, podrá revelarnos plenamente el misterio del desposorio del bautismo».[3]
 La gracia del Bautismo es un germen místico que, con desarrollo homogéneo y regular, conduce a la unión íntima con Dios Trinidad. Por ello el objetivo final del dinamismo de la gracia inherente al Bautismo es participar de la vida trinitaria, ya que la vida espiritual alentada por el Espíritu en el alma bautizada no es más que el desarrollo creciente de la comunión con la Trinidad. La vida trinitaria es el extremo final de la vida espiritual iniciada en el Bautismo.
 El despliegue total del dinamismo inherente a la gracia bautismal, se podrá realizar solo por medio de la acción de las tres divinas Personas, en el interior más profundo de cada cristiano.
Si la unión con Dios Trinidad se reconoce como la esencia del carisma que el Espíritu Santo ha derramado en la Orden del Carmelo, podremos decir que el Espíritu, al derramar el carisma a cada carmelita, le da una aptitud particular para tender hacia esta unión con Dios Trinidad, que lo hace buscar a Dios por el ejercicio de las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, en todas las situaciones de la vida, sean favorables o adversas. Optando siempre no solo por establecer una relación casta en todas las relaciones humanas, pues como Jesús nos dice “Dichosos los de corazón limpio, porque verán a Dios” (Mt 5,8), sino optando por priorizar el amor a Dios sobre toda otra relación humana que pueda impedir cumplir el primer mandamiento: “Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente” (Lc 10,27)
Amando a Dios Trinidad nos abrimos a que el Espíritu derrame en nosotros el Amor con el que podremos amar al prójimo. Ello nos lo recuerda Santa Teresa de Jesús: “que, si no es naciendo de raíz del amor de Dios, que no llegaremos a tener con perfección el del prójimo” (5M 3,9).
Los carmelitas, por el carisma que el Espíritu ha derramado en la Orden del Carmen, tienen una aptitud particular o una gracia especial para buscar desde lo más profundo de su ser en todo lugar y en toda ocasión la unión con Dios. Pero esta gracia particular no es un privilegio que les da a los carmelitas, para que, ni individualmente ni colectivamente, digan como Pedro en el monte Tabor: Señor, ¡qué bien que estemos aquí!” (Mt 17,4), buscando retener esta presencia divina para gozar de ella. Sino que todo don del Espíritu es dado a algunos para que contribuyan con los dones que ha dado a otros en la edificación armoniosa del cuerpo místico de Cristo (cf. 1 Cor, 12, 4-7; Ef 4, 16), para que cumpla el mandato del Señor: Id, pues, y haced mis discípulos a todos los habitantes del mundo; bautizadlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y enseñadles a cumplir todo lo que os he mandado” (Mt 28, 19).



[1] Cf. Maria Cecilia del Volto Santo, “Unione con Dio”, E. Boaga-L. Borriello, Dizionario Carmelitano, Città Nuova, Roma 2008, 967-974.
[2] M. Eugenio del Niño Jesús, Quiero ver a Dios, ed. El Carmen, Vitoria 19823, 469.
[3] J. Castellano, «Mística bautismal», Una página de San Juan de la Cruz a la luz de la tradición», Revista de Espiritualidad, 140-141 (1976) 465-482 (482).