domingo, 7 de junio de 2020

La inhabitación de la Trinidad en el Evangelio de san Juan






Si leemos con detenimiento el capítulo 14 del Evangelio de san Juan, podremos constatar que el proceso espiritual hasta ser introducidos por el Espíritu en la vida trinitaria es un proceso dinámico. “Si me amáis, obedeceréis mis mandamientos” (Jn 14, 15), si amamos a Jesús, y procuramos vivir las exigencias de amor a Dios Padre y amor al prójimo, se cumple la enseñanza de Jesús, quien es fiel en lo poco será puesto sobre mucho. Es Jesús mismo quien nos dice: “yo pediré al Padre que os envíe otro defensor, el Espíritu de la verdad, para que esté siempre con vosotros” (Jn 14, 16).
 Esta infusión del Espíritu nos ayuda a acelerar este camino hacia la vida trinitaria. El Espíritu nos purifica a fondo, por una parte, colaboramos nosotros en este despojo, y en otra aceptamos el despojo que provoca en nosotros el Espíritu, para vaciarnos de todo, ante todo de la propia voluntad, para que solo tengamos el deseo ardiente de realizar la voluntad de Dios y buscar su gloria.
Secundando la acción del Espíritu, se hace realidad: “El que recibe mis mandamientos y los obedece, demuestra que me ama. Y mi Padre amará al que me ama, y yo también le amaré y me mostraré a él” (Jn 14, 21). La fidelidad y el amor a Jesús reporta al discípulo el doble amor del Padre y del Hijo, y una revelación más íntima del misterio de Dios Trinidad, todo ello por medio del Espíritu.
Debe preceder muchísima fidelidad a Jesucristo realizada de manera inquebrantable para que se dé la inhabitación de la Trinidad. Cuando se cumple el mandamiento: “Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Mc 12,30) y por amor a Jesús llevamos a término el designio que el Padre tiene para cada uno,[1] a pesar de todos los obstáculos que intentan impedirlo. Luego el Señor cumple su promesa dada hace siglos al pueblo de Israel:Yo amo a los que me aman, y los que me buscan, me encuentran” (Pr 8,17), en lo más profundo de su ser. Donde por Cristo en el Espíritu son introducidos en la morada donde se halla Dios Trinidad, “El que me ama hace caso a mi palabra; y mi Padre le amará, y mi Padre y yo vendremos a vivir con él” (Jn 14,23).
 Esta «venida» del Padre y del Hijo no es transitoria, sino permanente, pues el que le ama establece su «morada»; y es presencia distinta de la que tiene Dios como Creador, pues es solo para los que le «aman» en este orden sobrenatural: condición de amor al Padre y al Hijo; ni es presencia carismática, pues es condición normal para todo el que así le ame. Esta «venida» del Padre es también espiritual e íntima. Va entrañado en su mismo concepto de morar Dios en el alma. Aunque explícitamente no se diga que también «venga» con ellos el Espíritu Santo, es lo que está suponiendo el capítulo, ya que se dice que quien ama a Cristo, el Espíritu «está» y «permanece» él. Es lo que la teología llamó «inhabitación de la Trinidad en el alma»”.[2]
 En el capítulo 17 del Evangelio de san Juan, la llamada “oración sacerdotal”, Jesús nos seguirá revelando cuál es la vida a la que estamos llamados a vivir si le somos fieles en esta vida y de forma plena en la eternidad. Realmente impresiona lo que Jesús pide al Padre, antes de su pasión, es que podamos vivir su misma vida en el seno de la Trinidad, no solo en la eternidad sino en esta misma vida terrena, de modo que Cristo y los fieles sean una sola cosa y unidos por el Espíritu amen al Padre en unión de amor. Pedirá Jesús: “como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, también ellos estén en nosotros” (Jn 17, 21).
Si nos mantenemos unidos a Jesucristo, por medio del amor y la fe, ello es suficiente para que el Padre nos ame: “el Padre mismo os ama […] porque vosotros me amáis a mí y habéis creído que he venido de Dios” (Jn 16, 27). La fe y el amor a Jesucristo es suficiente para que seamos amados por el Padre.
Para que esta unión de amor entre nosotros con Jesús y con Él con el Padre, se profundice sin cesar, Jesús nos da a conocer por medio de su Espíritu quién es el Padre, “para que el amor que me tienes esté en ellos, y yo mismo esté en ellos” (Jn 17, 26). Este conocimiento del Padre lo continuará en el futuro a través de la Iglesia por medio de su Espíritu con el anuncio de la Palabra, pero también por revelación interior, en el corazón de sus fieles. Pues por medio de su Espíritu, “Jesús continuará revelándonos los tesoros inextinguibles de Dios. Este conocimiento que los fieles tendrán del Padre por Jesús, atraerá el amor del Padre hacia ellos, con aquel amor con que el Padre ama a su Hijo, pues los fieles son parte integrante de Él por la fe y el amor, como miembros de su mismo cuerpo. Conocer, el Padre y el Hijo, amarlos y ser amados por ellos, y en este amor divino, permanecer unidos por mutua caridad […] es el digno colofón a la sublime oración final del Redentor”.[3]
En verdad Jesús ha pedido al Padre “donde yo esté quiero que estén mis discípulos que me sirven”, habiendo obtenido este don del Padre, por ello dice a cada uno de sus discípulos: “Si alguno quiere servirme, que me siga; y donde yo esté, allí estará también mi servidor” (Jn 12, 26). Mayor amor y humildad no pueden existir.
La unidad entre el Padre y el Hijo se prolonga en la unión del Hijo con los suyos y, a su vez, la mutua unión de los discípulos de Jesús no es otra cosa que la consecuencia natural de la unión con el Hijo y con el Padre. Ello será profundizado por Benedicto XVI: “La petición central de la oración sacerdotal de Jesús dedicada a sus discípulos de todos los tiempos es la petición de la futura unidad de cuantos creerán en él. Esa unidad no es producto del mundo, sino que proviene exclusivamente de la unidad divina y llega a nosotros del Padre mediante el Hijo y en el Espíritu Santo. Jesús invoca un don que proviene del cielo, y que tiene su efecto —real y perceptible— en la tierra. Él ruega «para que todos sean uno; como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21)”.[4]
 Esta unión con Jesús se realiza por amor. Él nos ha amado con amor ardiente, fiel y sincero, como a Él lo ha amado el Padre. Nosotros debemos permanecer en este amor –ardiente, fiel y sincero–, sin nunca sustraernos de él. Para permanecer en este amor, es necesario cumplir sus preceptos, como Jesús ha cumplido los preceptos de su Padre. Por ello cumplir sus preceptos es la mejor garantía para atraer el amor de Jesús y del Padre, y el precepto más importante es amar a Dios con todas las capacidades del ser, y de la raíz del amor de Dios podremos amar a nuestro prójimo. Alfred Wikenhauser, nos recordará: Jesús “insiste por tercera vez en que el amor a Él se manifiesta en la observancia de sus preceptos, o de su palabra. La promesa que Él hace tiene valor solamente para aquellos que guardan su palabra”.[5]
 Esta comunión con Cristo y con el Padre puede llegar a perderse, por ello el evangelista Juan no dejará de recordarnos que, para permanecer en el amor de Jesús y del Padre, se deben cumplir unas condiciones que serán expuestas en la primera carta de san Juan: caminar según el ejemplo de Cristo, conservar fielmente la fe de la Iglesia, confesar que Jesús es el Hijo de Dios, observar sus mandamientos no solo los generales, sino también el cumplimiento del designio personal de Dios, cultivar el amor a Dios y a los hermanos



[1] En el caso de Teresa de Jesús, será obedecer todas las indicaciones que Jesús le dará en su interior para fundar, difundir y consolidar la reforma del Carmelo Descalzo al que dedicará todas sus energías hasta el fin de sus días.
[2] Profesores de Salamanca, Biblia Comentada. V. Evangelios. BAC n. 239, Madrid 1963, 1238.
[3] La Bíblia. Evangeli segons sant Joan. Actes dels Apòstols, [traducido y comentado por Dom Jordi Mª Riera], Monestir de Montserrat 1933, Vol. XIX, 217.
[4] Benedicto XVI, “Audiencia General” 25.1.2012.
[5] Alfred Wikenhauser, El Evangelio según san Juan, Ed. Herder, Barcelona 1967, 412-413.