Si leemos con detenimiento el capítulo 14 del Evangelio de san Juan, podremos constatar que el proceso espiritual hasta ser introducidos por el Espíritu en la vida trinitaria es un proceso dinámico. “Si me amáis, obedeceréis mis mandamientos” (Jn 14, 15), si amamos a Jesús, y procuramos vivir las exigencias de amor a Dios Padre y amor al prójimo, se cumple la enseñanza de Jesús, quien es fiel en lo poco será puesto sobre mucho. Es Jesús mismo quien nos dice: “yo pediré al Padre que os envíe otro defensor, el Espíritu de la verdad, para que esté siempre con vosotros” (Jn 14, 16).
Esta
infusión del Espíritu nos ayuda a acelerar este camino hacia la vida
trinitaria. El Espíritu nos purifica a fondo, por una parte, colaboramos
nosotros en este despojo, y en otra aceptamos el despojo que provoca en
nosotros el Espíritu, para vaciarnos de todo, ante todo de la propia voluntad,
para que solo tengamos el deseo ardiente de realizar la voluntad de Dios y
buscar su gloria.
Secundando la acción del
Espíritu, se hace realidad: “El que recibe mis mandamientos y los obedece,
demuestra que me ama. Y mi Padre amará al que me ama, y yo también le
amaré y me mostraré a él” (Jn 14, 21). La fidelidad y el amor a Jesús reporta
al discípulo el doble amor del Padre y del Hijo, y una revelación más íntima
del misterio de Dios Trinidad, todo ello por medio del Espíritu.
Debe preceder muchísima
fidelidad a Jesucristo realizada de manera inquebrantable para que se dé la
inhabitación de la Trinidad. Cuando se cumple el mandamiento: “Ama al Señor tu
Dios con todo tu corazón, con toda tu alma,
con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Mc 12,30) y por amor a Jesús
llevamos a término el designio que el Padre tiene para cada uno,[1] a pesar
de todos los obstáculos que intentan impedirlo. Luego el Señor cumple su
promesa dada hace siglos al pueblo de Israel: “Yo amo a los
que me aman, y los que me buscan, me encuentran” (Pr 8,17), en lo más profundo
de su ser. Donde por Cristo en el Espíritu son introducidos en la morada
donde
se halla Dios Trinidad, “El que me ama hace caso a mi palabra; y mi Padre le
amará, y mi Padre y yo vendremos a vivir con él” (Jn 14,23).
Esta
«venida» del Padre y del Hijo no es transitoria, sino permanente, pues el que
le ama establece su «morada»; y es presencia distinta de la que tiene Dios como
Creador, pues es solo para los que le «aman» en este orden sobrenatural:
condición de amor al Padre y al Hijo; ni es presencia carismática, pues es
condición normal para todo el que así le ame. Esta «venida» del Padre es
también espiritual e íntima. Va entrañado en su mismo concepto de morar Dios en
el alma. Aunque explícitamente no se diga que también «venga» con ellos el
Espíritu Santo, es lo que está suponiendo el capítulo, ya que se dice que quien
ama a Cristo, el Espíritu «está» y «permanece» él. Es lo que la teología llamó
«inhabitación de la Trinidad en el alma»”.[2]
En el capítulo 17 del Evangelio de san Juan,
la llamada “oración sacerdotal”, Jesús nos seguirá revelando cuál es la vida a
la que estamos llamados a vivir si le somos fieles en esta vida y de forma
plena en la eternidad. Realmente impresiona lo que Jesús pide al Padre, antes
de su pasión, es que podamos vivir su misma vida en el seno de la Trinidad, no
solo en la eternidad sino en esta misma vida terrena, de modo que Cristo y los
fieles sean una sola cosa y unidos por el Espíritu amen al Padre en unión de
amor. Pedirá Jesús: “como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, también ellos
estén en nosotros” (Jn 17, 21).
Si nos mantenemos unidos a Jesucristo, por medio del amor y la fe,
ello es suficiente para que el Padre nos ame: “el Padre mismo os ama […] porque
vosotros me amáis a mí y habéis creído que he venido de Dios” (Jn 16, 27). La
fe y el amor a Jesucristo es suficiente para que seamos amados por el Padre.
Para que esta unión de amor entre nosotros con Jesús y con Él con
el Padre, se profundice sin cesar, Jesús nos da a conocer por medio de su
Espíritu quién es el Padre, “para que el amor que me tienes esté en ellos, y yo
mismo esté en ellos” (Jn 17, 26). Este conocimiento del Padre lo continuará en
el futuro a través de la Iglesia por medio de su Espíritu con el anuncio de la
Palabra, pero también por revelación interior, en el corazón de sus fieles.
Pues por medio de su Espíritu, “Jesús continuará revelándonos los tesoros
inextinguibles de Dios. Este conocimiento que los fieles tendrán del Padre por
Jesús, atraerá el amor del Padre hacia ellos, con aquel amor con que el Padre
ama a su Hijo, pues los fieles son parte integrante de Él por la fe y el amor,
como miembros de su mismo cuerpo. Conocer, el Padre y el Hijo, amarlos y ser
amados por ellos, y en este amor divino, permanecer unidos por mutua caridad
[…] es el digno colofón a la sublime oración final del Redentor”.[3]
En verdad Jesús ha pedido al Padre “donde yo esté quiero que estén
mis discípulos que me sirven”, habiendo obtenido este don del Padre, por ello
dice a cada uno de sus discípulos: “Si alguno quiere servirme, que me siga; y
donde yo esté, allí estará también mi servidor” (Jn 12, 26). Mayor amor y
humildad no pueden existir.
La
unidad entre el Padre y el Hijo se prolonga en la unión del Hijo con los suyos
y, a su vez, la mutua unión de los discípulos de Jesús no es otra cosa que la
consecuencia natural de la unión con el Hijo y con el Padre. Ello será
profundizado por Benedicto XVI: “La petición central de la oración sacerdotal de Jesús
dedicada a sus discípulos de todos los tiempos es la petición de la futura
unidad de cuantos creerán en él. Esa unidad no es producto del mundo, sino que
proviene exclusivamente de la unidad divina y llega a nosotros del Padre
mediante el Hijo y en el Espíritu Santo. Jesús invoca un don que proviene del
cielo, y que tiene su efecto —real y perceptible— en la tierra. Él ruega «para
que todos sean uno; como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean
uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,
21)”.[4]
Esta
unión con Jesús se realiza por amor. Él nos ha amado con amor ardiente, fiel y
sincero, como a Él lo ha amado el Padre. Nosotros debemos permanecer en este
amor –ardiente, fiel y sincero–, sin nunca sustraernos de él. Para permanecer
en este amor, es necesario cumplir sus preceptos, como Jesús ha cumplido los
preceptos de su Padre. Por ello cumplir sus preceptos es la mejor garantía para
atraer el amor de Jesús y del Padre, y el precepto más importante es amar a
Dios con todas las capacidades del ser, y de la raíz del amor de Dios podremos
amar a nuestro prójimo. Alfred
Wikenhauser, nos recordará: Jesús “insiste por tercera vez en que el amor a Él
se manifiesta en la observancia de sus preceptos, o de su palabra. La promesa
que Él hace tiene valor solamente para aquellos que guardan su palabra”.[5]
Esta comunión con Cristo y con el Padre puede
llegar a perderse, por ello el evangelista Juan no dejará de recordarnos que,
para permanecer en el amor de Jesús y del Padre, se deben cumplir unas
condiciones que serán expuestas en la primera carta de san Juan: caminar según
el ejemplo de Cristo, conservar fielmente la fe de la Iglesia, confesar que
Jesús es el Hijo de Dios, observar sus mandamientos no solo los generales, sino
también el cumplimiento del designio personal de Dios, cultivar el amor a Dios
y a los hermanos…
[1] En el caso de Teresa
de Jesús, será obedecer todas las indicaciones que Jesús le dará en su interior
para fundar, difundir y consolidar la reforma del Carmelo Descalzo al que
dedicará todas sus energías hasta el fin de sus días.
[3] La Bíblia. Evangeli segons
sant Joan. Actes dels Apòstols, [traducido
y comentado por Dom Jordi Mª Riera], Monestir de Montserrat 1933, Vol. XIX,
217.