viernes, 4 de noviembre de 2016

¿Cómo interceder eficazmente por la Iglesia?


El Señor ha prometido que escucharía nuestra oración, y nos ha invitado a orar: “Yo os digo: pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; el que busca, halla; y al que llama se le abrirá” (Lc 11,9-11). La fe nos enseña que no falta a Jesucristo ni el poder ni el querer.
A la luz de las Sagradas Escrituras, sabemos que los pecados personales y los colectivos, son una densa nube (cf. Lm 3,44), un muro entre Dios y el pueblo suplicante, que impiden que las oraciones de los fieles sean escuchadas por Dios. Porque como nos dice Dios por medio del profeta Isaías: “Mira, la mano del Señor no es tan corta que no pueda salvar ni es tan duro de oído que no pueda oír; son vuestras culpas las que crean separación entre vosotros y vuestro Dios; son vuestros pecados los que tapan su rostro, para que no os oiga” (Is 59, 1-2). Juan Pablo II no dejó de exhortarnos de palabra y con el ejemplo sobre la necesidad de pedir perdón a Dios por los pecados colectivos. Esta petición de perdón colectiva se basa en que existe una solidaridad humana misteriosa e imperceptible, pero real y concreta, que hace que el pecado de cada uno repercuta en cierta manera sobre los demás.
Todos los cristianos estamos invitados a pedir perdón, pero es necesario hacerlo con conocimiento de causa. Siguiendo las enseñanzas del bto. Francisco Palau, primero hay que reconocer ante Dios que, como nos hemos alejado de los caminos del Evangelio. Juan Pablo II nos decía en la bula del jubileo 2000: “Todos nosotros, aun no teniendo responsabilidad personal […] cargamos con el peso de los errores y de las culpas de quienes nos han precedido” (IM 11). Por ello debemos postrarnos ante Dios y pedir perdón porque nos hemos alejado de los caminos del Evangelio.
El pueblo de Israel, para quedar liberado de los pecados cometidos, una vez al año celebraba el gran día de la Expiación, en que el sumo sacerdote entraba en el lugar santísimo del Templo de Jerusalén. Allí, en nombre de todo el pueblo, confesaba las culpas y las infidelidades y los pecados cometidos por los israelitas, y estos ofrecían en sacrificio animales para restablecer la comunión con Dios. Así el pueblo quedaba purificado de sus pecados (Lv 16).
Los cristianos no tenemos otro sacrificio que el de Jesús en la cruz para la remisión de los pecados de toda la humanidad. Nosotros, ejerciendo el sacerdocio real y/o ministerial de que, como miembros de la Iglesia, hemos sido revestidos por el bautismo y por el orden sacerdotal, intercedemos a favor de toda la comunidad eclesial y humana, ofreciendo la sangre preciosa de Cristo, para que sean destruidos los pecados de todos.
Por la fe sabemos que la Eucaristía tiene un valor expiatorio: Jesús toma sobre sí las penas que nosotros tenemos merecidas. La Eucaristía tiene también un valor propiciatorio: Jesús se ofrece al Padre como remisión de nuestros pecados. A pesar de que éstos sean muchos, es mucho más valioso ante Dios el sacrifico de Cristo. La Eucaristía satisface con creces todas las deudas que los hombres hemos contraído ante Dios; por ello nos reconcilia con Él. La Eucaristía también tiene un valor impetratorio. Así el fiel puede suplicar a Dios, bajo la inspiración del Espíritu Santo, que tenga misericordia de la Iglesia y de la humanidad entera, nos proteja de todo mal y nos conceda el don por excelencia que es la plenitud del don del Espíritu Santo, que renueve toda la realidad según los designios de Dios, que siempre son designios de vida, de justicia y de paz. El ofrecimiento del sacrificio eucarístico, realizado con verdadero conocimiento y con fe, es el camino para que Dios muestre su infinita misericordia hacia nosotros.
Si queremos que nuestra oración obtenga el máximo de poder y intensidad, hagamos lo que hicieron los apóstoles mientras esperaban al Espíritu antes de Pentecostés: orar con María. Ella es la Madre y la Reina. Con María recurramos a la intercesión poderosa de san José patrono de la Iglesia, de todos los mártires, santos y ángeles del cielo.  Si se realiza esta petición de perdón con sinceridad, con fe, con confianza y perseverancia, esta oración no dejará de ser escuchada por Dios y el Espíritu Santo renovará la Iglesia y la llenará de vigor para ser más eficazmente instrumento universal de salvación. Por ello se podrá mirar el futuro con esperanza, ya que los cristianos creemos ante todo en el «perdón de los pecados». Porque “la penitencia se basa en la certeza de que el pecado no puede tener la última palabra y de que todas las heridas causadas por él pueden ser sanadas por la gracia regeneradora del Redentor“.
Después de pedir humildemente  perdón a  Dios y ofrecer la Eucaristía en reparación de todos los pecados de los hijos de la Iglesia, no sólo, como nos dijo Juan Pablo II: “se podrá confiar sin reticencias el pasado a la misericordia de Dios y ser proyectados, con toda libertad, hacia el futuro para hacerlo más conforme con su voluntad”, sino que la Iglesia experimentará que «por este Hijo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados» (Ef 1,7), entonces la  oración del pueblo fiel llegará a Dios y será  escuchada  y «la abundancia de los favores de Dios se desbordará en nosotros» (Ef 1,7).