viernes, 4 de noviembre de 2016

La Teología de la oración intercesora






Por la revelación que Dios ha hecho de sí mismo, sabemos por la fe que el mundo no está cerrado en sí mismo, sino que está «abarcado por la acción de Dios, penetrado por su voluntad y por su espíritu, gobernado por su poder, para el cual nada hay imposible; para el que ora, el mundo está abierto a Dios y por tanto, al milagro que supone el que la oración sea escuchada»[1].
Desde esta perspectiva ha sido redactado el Nuevo Testamento. «Supone que Dios lo puede todo, que el dueño del universo y Dios misericordioso sabe coordinar y armonizar las leyes físicas,  sus decretos eternos y las incumbencias existenciales del hombre que se le acerca»[2].
Ahondado en el Dios que nos revela la Biblia, Dios en su omnipotencia y por su fuerza creadora ha suscitado creaturas que dialoguen con él, ampliándose de este modo el campo de su encuentro trinitario[3]. Como dirá san Agustín: «Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de El»[4]. Ello solo se explica desde «el amor y deseo de compartir su felicidad plena con aquel, creado a su imagen y semejanza. En este contexto y, en clave de alianza de amor, se entiende todo el dinamismo de la “esponsalidad” entre Dios y el pueblo de Israel, descrita e incluso expresada simbólicamente, por los profetas Oseas y Jeremías[5]. […] Por eso cuando el hombre se abre a Dios y le manifiesta su indigencia, Dios no puede menos de sentirse feliz por poder comunicar al hombre sus dones. En esa comunión divino-humana se difunde la comunión de amor que se da entre las tres divinas personas. […] Es el Espíritu Santo quien crea esa corriente de amor»[6].
Entra pues dentro de su designio divino el concedernos los dones por medio de la oración. Acogiendo las enseñanzas de los que le precedieron, Santo Tomás de Aquino (+1274), dirá: «las gracias que el Señor desde toda la eternidad ha determinado conceder a los hombres, nos las ha de dar únicamente por medio de la oración»[7]. Esta misma convicción está presente también en el beato Francisco Palau (+1872): «Dios en su providencia tiene dispuesto no remediar nuestros males ni otorgarnos sus gracias sino mediante la oración, y que por la oración de unos sean salvos otros»[8]
A la luz de la Sagrada Escritura podemos decir, que Dios quiere que sus criaturas oren, ya que desea que los hombres le reconozcan como dador de todos los dones y establezcan con El una relación filial, de agradecimiento y de alabanza.
Dios no sólo quiere conceder sus dones al que pide, sino a todos, para que por las oraciones de unos se beneficien todos. Ello, como nos recuerda Santo Tomás, «es porque el divino Maestro no quiso que las peticiones fuesen individuales pidiendo cada cual sólo para sí, sino que Aquél que nos condujo a todos a la unidad quiso que cada cual orase por todos»[9].
Cuando pedimos a Dios por todos, nos convertimos en sus colaboradores en la historia de la salvación. Dirá Edith Stein refiriéndose a Santa Teresa de Jesús: «Quien se entrega incondicionalmente al Señor es elegido como instrumento para construir su Reino»[10]. Para ello, el Espíritu Santo irá introduciendo a Teresa «cada vez más profundamente a las moradas interiores del castillo del alma, hasta esa última donde El podía decirle “que ya era tiempo de que sus cosas tomase ella por suyas, y El tendría cuidado de las suyas” (7M 2,1). Por eso no podía ella sino ocuparse con diligencia de las cosas del Señor, el Dios de los ejércitos»[11].
 El Espíritu de Dios es el intercesor en y por nosotros  que Dios escucha y que constituye las arras de nuestra  herencia como hijos de Dios; «lejos de desalentar la petición, la libra de la angustia, de la duda, del deseo de poseer, y la convierte en el camino que, incluso a través de los sufrimientos del tiempo presente, conduce a la seguridad de que nadie puede separarnos del amor de Dios en Jesucristo nuestro Señor»[12].
El conoce las profundidades de Dios y lo más recóndito del interior del hombre (cf.1Cor 2,10-11). No sólo nos inspira las peticiones oportunas agradables a Cristo y al Padre, sino que también infunde en nuestro corazón el ardor espiritual y el celo apostólico, nos hace sentir las necesidades de la Iglesia, nos impulsa a ser en la Iglesia corresponsables de la salvación de todos los hombres, y nos ayuda a reconocer a Cristo en los hermanos, especialmente en los más pequeños y en los últimos, que son sus predilectos[13].
El Espíritu Santo es quien grita en nuestro corazón al Padre y a Cristo con «gemidos inenarrables» (Rm 8,26), es decir, con gemidos potentes y sinceros que no podemos traducir en palabras porque sobrepasan la inteligencia por su fervor, profundidad y autenticidad. El Espíritu Santo nos capacita para orar incesantemente sin cansarse, porque El nos da la fuerza de perseverar con fervor en la oración sin nunca quedar hartos. El Espíritu Santo nos da la sabiduría y el gusto  por la oración correcta, nos hace vigilantes en espera del Señor y nos hace atentos a los signos de los tiempos, que son signos de la presencia de Dios.
Por tanto, como escribe H. Schönweiss: «nuestra oración, al igual que la totalidad de nuestro ser cristiano, no se apoya en nosotros mismos. Siempre que oramos, el Espíritu de Dios está presente y endereza nuestra  oración. En el fondo, nuestra oración, al igual que la  fe, es don de Dios y obra de su Espíritu. Siempre que una oración sube hasta  Dios, allí está presente el Espíritu Santo»[14].
La oración cristiana tiene sentido desde Cristo. Dirá san Agustín: El «ora en nosotros, ora por nosotros, y es orado por nosotros. Ora por nosotros como nuestro sacerdote; ora en nosotros como nuestra cabeza. Es orado  por nosotros como nuestro Dios»[15]. Jesús ora con nosotros y nosotros oramos en El y con El. Como mediador nuestro, acompaña, conduce, traduce, transmite y presenta al Padre nuestra alabanza, nuestra adoración y también nuestras súplicas. «Podríamos decir que El repite ante Dios nuestras palabras, nuestras pobres palabras humanas,  transformándolas y haciéndolas suyas. Por ello nuestra oración es eficaz, porque se ha convertido en la de Cristo»[16]. Como mediador, Jesús todo lo transfiere al Padre, que es fuente de todo bien y dador de todo don.
Una de las condiciones de la oración es que sea realizada comunitariamente. «Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra a pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18 19-20).
El orante junto con la comunidad se vincula a  la oración de toda la Iglesia que se une a Jesucristo el gran adorador e intercesor ante el Padre. La santidad de los que oran hace posible una mayor identificación con Cristo orante al Padre. Por ello «cuanto más santa sea la asamblea, por la vida santa de todos sus miembros y de la comunidad en sí, más perfecta será la asimilación a Cristo orante y mediador entre Dios y los hombres. Pero por pobre y pecadora que sea una comunidad eclesial a causa, sobre todo, de las limitaciones de sus miembros, no por ello su oración deja de ser la oración de Cristo, autor de nuestra reconciliación»[17]. Porque «en Cristo radica la dignidad de la oración cristiana, al participar ésta de la misma piedad para con el Padre y de la misma oración que el unigénito expresó con palabras humanas en su vida terrena y es continuada incesantemente por la Iglesia y por sus miembros en representación de todo el género humano y para su salvación»[18].
La Iglesia cree en el poder de la oración celebrada en comunidad, aunque ésta reducida a la más mínima expresión, porque está segura de la presencia invisible de Cristo, que es el vínculo de la comunidad cristiana.
La eficacia intercesora de las comunidades monásticas han tenido un papel determinante en la configuración de Europa y en salvarla tanto de la barbarie como del dominio del islam. Escribirá L. de Wohl: «Aquellos monjes de los monasterios benedictinos que copiaron y recopilaron una y mil veces los antiguos rollos de pergamino y los conservaron celosamente para preservarlos de los peligros de un mundo asolado por las guerras y las invasiones. Pero lo más importante de todo, mucho más importante que lo que hicieron por salvar materialmente una cultura, fue la poderosa corriente  de oraciones que manaba de los monasterios día y noche –siete veces cada veinticuatro horas-, estableciendo un puente entre la Tierra y el Cielo; un puente hecho de adoración y de alabanza a Dios por su bondad infinita»[19].
Al ofrecer a Dios un culto agradable, luego las peticiones por el bien de la Iglesia y de la humanidad son escuchadas, haciéndose realidad lo que  diría san Juan de la Cruz: «Porque Dios es de manera que si le llevan por amor y por bien, le harán hacer cuanto quisieren»[20].
La intercesión «es presentar a Dios los gritos de  toda la humanidad con la esperanza de ser escuchado; es compartir la solicitud de Cristo Sacerdote de la nueva alianza, que dio su vida por la salvación del mundo y de este modo participar en su misión. Cuando esto tiene lugar en la asamblea litúrgica del Cristo resucitado, como una llamada universal dirigida al Padre, es cuando tiene la mayor fuerza (Jn 14,14; Lc 11,13)»[21]. La intercesión, es pues: «Un don ministerial, apoyado en el sacerdocio bautismal: es colaborar en la edificación de la Iglesia, uniendo en la Liturgia de la tierra a los bienaventurados del cielo y, desde la pobreza de la tierra, llegar al cielo; es el arte de colaborar con Dios para restaurar la hermosura, la bondad, la armonía en la paz; es participar en el Misterio en el que cada intercesor se apoya, para desde la alabanza y glorificación a Dios, hacer la petición sintiéndose seducidos por la Hermosura de Dios. A Dios no se le dice ‘haz’, se le dice ‘te ruego’’»[22].

Notas
[1] H. Schönweiss, “Oración”, L. Coenen-E. Beyreuther-H. Bietenhard, Diccionario Teológico del Nuevo Testamento, Salamanca: Ed. Sígueme 1983, vol.III, 212-  225 (224)
[2] Ángel González. La oración en la Biblia, Madrid: Ed. Cristiandad, 1968,  189.
[3] Xabier Pikaza, 25 temas de oración. Retiro espiritual y compromiso cristiano, Madrid: Ed. Publicaciones Claretianas 1982, 119.
[4] S. Agustín, Quaest. 64, 4: CCE 2560. Citado por Ramiro González, “La oración de petición y súplica en el Catecismo de la Iglesia Católica”, Salmanticensis 51(2004) 299-325 (302).
[5] Jr 2,1-3; 9, 1-8; Os 1, 2-3; 4,15.19.
[6] Ramiro González, “La oración de petición y súplica en el Catecismo de la Iglesia Católica”, 303.
[7] Andrés Codesal, Antología de textos sobre la oración, Apostolado Mariano, Sevilla 1992, 52.
[8] Francisco Palau, Escritos, Monte Carmelo 1997, 35. Lucha del alma con Dios. Carta de un director, 8.
[9] Citado por Andrés Codesal, Antología de textos sobre la oración, 57.
[10] Edith Stein, Los caminos del silencio interior, Madrid, Ed. de Espiritualidad 1988, 80.
[11] Ibid., 80.
[12] M. de Goedt,  “La intercesión del Espíritu en la oración cristiana”. Concilium, 79 (1972) 331-342.
[13] Cf. José Gámara, “Oración”. en Diccionario teológico, el Dios cristiano, dirigido por Xabier Pikaza y Nereo Silanes, Ed. Secretariado Trinitario Salamanca, 1992, 977-988.
[14] H. Schönweiss, “Oración” o.c., 224.
[15]San Agustín, “Enarrat. In psalmos, 85,1”. Citado por Daniel de Pablo Maroto, Historia de la espiritualidad cristiana, Madrid: Ed. de Espiritualidad, 1990, 92.
[16] B. Bro,  Aprendre a pregar,  Montserrat: Publicacions de l’Abadia 1981, 52.
[17] Julián López, La oración de las Horas, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca, 1984, 51.
[18] Ordenación General de la Liturgia de las Horas, nº 7.
[19] Louis de Wohl, Fundada sobre roca. Historia breve de la Iglesia, Madrid: Palabra 91996, 65-66.
[20] San Juan de la Cruz: 3 Subida  44,3;  Cántico espiritual 32, 1.
[21] Ramiro González, “La oración de petición y súplica… o.c.,314-315

[22] Ibid.,  318.