viernes, 4 de noviembre de 2016

La forja de un intercesor bajo la acción del Espíritu Santo











Es tan preciosa para Dios la oración de los intercesores en bien de la Iglesia y de la humanidad, que el Espíritu Santo puede engolosinar con fervores a los que se inician en la vida de oración. Estos fervores pueden ser útiles para determinar a alguien a ingresar en la vida contemplativa, con el deseo firme de dedicarse para siempre a interceder ante Dios por el bien de la Iglesia y la humanidad. Pero muy pronto el Espíritu Santo cambia de pedagogía, para adentrar al orante en una purificación más profunda (Jn 15,2), en vistas a la plena configuración con Cristo el verdadero orante. Es entonces cuando su labor intercesora sea más plenamente eficaz ante Dios.
Una de las pedagogías del Espíritu Santo, puede ser favorecer al orante con las gracias místicas, que puede recibir mientras ora por las necesidades de la Iglesia. Estas tienen por objetivo agilizar su camino hacia la unión con Dios, y así sea más fecunda su oración en bien de la Iglesia. Quien tuviere gracias místicas, tiene en los escritos de santa Teresa de Jesús (+1582), una guía avalada por la Iglesia con el Doctorado. En ellos habla de la necesidad de consultarlo todo con un buen director espiritual, que sea ante todo letrado, ya que éstos «no aborrecen al espíritu ni le ignoran; porque en la Sagrada Escritura que tratan, siempre hallan la verdad del buen espíritu. Tengo para mí que persona de oración que trate con letrados, si ella no se quiere engañar, no la engañará el demonio con ilusiones, porque creo temen en gran manera las letras humildes y virtuosas, y saben serán descubiertos y saldrán con pérdida»[1].
Pero recuerda Teresa de Jesús, que «no es posible mantener una relación amorosa con Dios –esencia de la oración- y al mismo tiempo conducir una existencia incompatible con lo que reclama esa amistad»[2]. Por ello, «oración y regalo no se compadece» (Camino 4,2). «Es menester no poner vuestro fundamento sólo en rezar y contemplar; porque, si no procuráis virtudes y hay ejercicio de ellas, siempre os quedaréis enanas»[3] Por ello, el orante debe crecer en las grandes virtudes (amor al prójimo, desasimiento y humildad), para que las peticiones del orante  sean aceptadas por Dios, ya que El «escucha a todo aquel que le honra y cumple su voluntad» (Jn 9, 31).
En cambio a otros el Espíritu Santo, les puede conducir ya desde el inicio por sequedades tan recias, que ni siquiera puedan meditar, o por noches oscuras sin un día de claridad durante largos periodos de tiempo. Para ellos el mejor maestro de espíritu, también avalado por la Iglesia con el doctorado, son los escritos de san Juan de la Cruz (+1591). Él también considerará que es esencial el maestro de espíritu para ayudar al que se encuentre en tal situación espiritual, a fin de que pueda seguir avanzando hacia la unión con Jesús. Pero también advierte que el orante que se encuentra en esta situación, que mire en que manos se pone, ya que muchos directores espirituales pueden ser un obstáculo para el avance espiritual del orante[4].
Hay directores que, en vez de ayudar a progresar, retienen al fiel en los primeros estadios de la vida espiritual, fomentando sólo la ascesis, los actos de piedad e incluso la meditación, y pueden con sus consejos impedirle a aquella alma el llegar a la “unión con Cristo”, que es cuando se puede hacer  el mayor bien a la Iglesia: «porque es más precioso delante de Dios y del alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas»[5].
El beato Francisco Palau (+1871), ante la grave situación eclesial y social que le tocó vivir, habiéndole los revolucionarios quemado su convento, y haber experimentado cómo la ordenación sacerdotal lo transformaba en otro hombre, se retiró a interceder ante Dios por la Iglesia en las cuevas y ermitas. Procuró poner en práctica toda la sabiduría de la Iglesia sobre el modo de interceder ante Dios. Pero constató que ni su oración, ni la de los centenares de miles de católicos de todo el mundo que oraban por la Iglesia en España, -gracias al jubileo convocado  en 1842 por Gregorio XVI-, era eficaz, dado que la situación cada día empeoraba. Ello le cuestionó la validez de la oración de intercesión. Creía que a Dios no le faltaba ni el poder ni el querer ayudar, y se preguntó, ¿por qué entonces no viene en nuestra ayuda? En la oración percibió místicamente la veracidad de lo que dice la Escritura en el Apocalipsis, que existe «el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche» (Ap 12,10)[6].
A la luz del Evangelio, constató cómo las acusaciones que percibía en su interior contra España, «no eran meras calumnias, […] no eran relaciones falsas; por el contrario eran verdaderas denuncias, fundadas sobre faltas graves sin corrección, sobre los más enormes crímenes sin satisfacción, y sobre escándalos sin reparación, los cuales por desgracia se hallan autorizados entre nosotros»[7].
A partir de esta experiencia interior, buscó luz en la Sagrada Escritura, y constató que los pecados de los hombres son como una nube (Lm 3,44), como un muro que impide que las oraciones lleguen a Dios y sean escuchadas. Luego, su misión como intercesor consistiría en destruir este muro. Primero reconoció con humildad y dolor estos pecados, y ofreció en reparación la preciosa sangre de Cristo, para que las oraciones del pueblo fiel pudieran llegar a Dios. Contribuyó de este modo a que las oraciones, que tan abundantemente se dirigían a Dios, llegaran ante El. A partir de entonces, una Iglesia exhausta por las divisiones internas y las persecuciones externas, se llenó de vitalidad, y en unos decenios surgieron más de 80 nuevas Congregaciones religiosas -fundadas por españoles- que llenaron de dinamismo misionero a la Iglesia en España.
Santa Teresa del Niño Jesús, faltada de todo tipo de dirección espiritual, encontró en los escritos de san Juan de la Cruz una verdadera luz para comprender el actuar de Dios en su alma. Dirá en su Autobiografía: «¡Cuántas luces he sacado de las obras de nuestro Padre san Juan de la Cruz…! A la edad de 17 y 18 años, no tenía otro alimento espiritual»[8]
Pero se encontrará al final de su vida, con un estado espiritual, posiblemente no descrito en las obras de san Juan de la Cruz. Ella sentirá en su interior, no la sequedad y la aridez que ha caracterizado su interioridad desde el ingreso en el Carmelo, sino que su alma está rodeada de  tinieblas: «Éstas adoptando la voz de los pecadores, me dicen burlándose de mí: “Sueñas con la luz, con una patria aromada con los más suaves perfumes; sueñas con la posesión eterna del Creador de todas esas maravillas; crees que un día saldrás de las nieblas que te rodean. ¡Adelante, adelante! Alégrate de la muerte, que te dará, no lo que tú esperas, sino una noche más profunda todavía, la noche de la nada”»[9]. A su vez «El razonamiento de los peores materialistas se impone a mi espíritu: algún día, la ciencia, haciendo sin cesar nuevos progresos, lo explicará todo naturalmente, y conoceremos la razón suprema de todo lo que existe […] Yo quiero hacer el bien después de mi muerte, ¡pero no podré!»[10]. Dirá en otra ocasión: «Y todos los santos, a los que tanto quiero, ¿dónde se han “metido?”. […] la verdad es que no entiendo ni jota. Pero, en fin…, tendré que cantar muy fuerte en mi corazón: “Después de la muerte la vida es inmortal”, de lo contrario, nada tendría sentido»[11]
Ella no discutirá estos pensamientos tenebrosos, «Los sufro a la fuerza, pero mientras los sufro no ceso de hacer actos de fe»[12], «corro hacia mi Jesús y le digo que estoy dispuesta a derramar hasta la última gota de mi sangre por confesar que existe un cielo; le digo que me alegro de no gozar de ese hermoso cielo aquí en la tierra para que él lo abra a los pobres incrédulos por toda la eternidad»[13].
A pesar de que las tinieblas de sus dudas sobre la fe atenazaban su espíritu, y su cuerpo se desintegraba en medio de grandes sufrimientos, ella, ya profundamente transfigurada en Cristo por la acción poderosa del Espíritu Santo,  no dejó de devolver a Dios profundo amor; y se abandonó confiadamente a su amor misericordioso,  dispuesta a sufrir cuanto Él dispusiera. Es como si de nuevo Jesús en el Calvario dijera, a través de ella, al Padre: «Dios no me abandonará»; […] ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡¡¡Vos que sois tan bueno!!! ¡Oh, sí, sois bueno lo sé! […] ¡Sí!, lo amo… ¡Dios mío…, te amo!»[14].
Santa Teresa del Niño Jesús participó con gran intensidad en la pasión y muerte de Cristo, luego Dios, a través de ella, hará participar a la Iglesia y a la humanidad de la resurrección de Cristo. Ésta es la razón del huracán de gracias que se cernieron sobre la Iglesia y la humanidad, después de su muerte.
Poco antes de que estallase en España la terrible persecución contra la Iglesia y la guerra entre hermanos (1936-1939), santa María Maravillas de Jesús se sintió llamada a fundar un convento en el Cerro de los Ángeles, «con el fin de acompañar al Corazón Divino en su soledad y de pedir e inmolarse por la salvación de las almas, especialmente por la salvación de nuestra España […] ya que España se salvaría por la oración»[15]. Este llamamiento lo confirmó en su homilía el obispo de Madrid, Mons. Leopoldo, el día de la inauguración del convento: «La función principal del Obispo, -dijo- es la Pontifical, esto es, ofrecer la Víctima del altar en la patena. Yo os ofrezco a vosotras como víctimas de España en la patena purísima de Nuestra Señora de los Ángeles. Sed siempre víctimas de expiación por nuestra España, orando y sacrificándoos sin cesar por su prosperidad cristiana. Que por vuestras oraciones desciendan las bendiciones del Corazón Divino sobre España, sobre el Rey y las Autoridades, sobre los Obispos y el Clero, sobre los Religiosos, sobre vuestra Orden […] en fin sobre todo el pueblo español»[16].
Estas palabras se harán realidad de una manera profundamente dolorosa, puesto que la M. Maravillas de Jesús sintió y sufrió en su interior los sentimientos malignos que tantos españoles tenían contra Dios, y que se materializaron en el asesinato de tantos sacerdotes, y en la quema de las iglesias… En cambio, la M. Maravillas de Jesús resistió estos espantosos sentimientos[17] y, al finalizar la guerra civil, fundó diez conventos más, donde acogió a muchas jóvenes llamadas a la vida contemplativa en el Carmelo, que prolongaron de forma particular el ser lámparas vivas de oración en bien de la Iglesia universal y de la Humanidad, pero de forma particular de España. Nadie como ella contribuyó a que la consagración de España al Sagrado Corazón realizada por Alfonso XIII, fuese una realidad
Como se ha visto, la variedad en la forma con que el Espíritu Santo forja a las almas intercesoras es muy diversa. Pero debería haber una misma actitud ante la acción que el Espíritu Santo obra en el alma: aceptar con verdadero espíritu de fe, con amor y humildad, el camino que Dios ha escogido para cada uno. A este respecto santa Teresa de Jesús decía: «el Señor, como conoce a todos para lo que son, da a cada uno su oficio, el que más ve conviene a su alma y al mismo Señor y al bien de los prójimos» (Camino 18,1.3). Aunque por senderos distintos, todos los caminos llevan al mismo lugar, es decir a la  conformación  con Cristo intercesor. Luego es cuando la oración del intercesor es profundamente eficaz, ya  que se hace realidad el pasaje evangélico «Dichosos los siervos, que el señor al venir encuentre despiertos; yo os aseguro que se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá» (Lc 12,37). Es entonces cuando el Señor hace lo que le pide el alma. Si le ruega que haya Obispos y sacerdotes santos, éstos reciben abundantes gracias que los santifican. Si pide por la extensión de la Iglesia, ésta se dilata por mil modos en la humanidad.
Ello aconteció con santa Teresa de Jesús. Sus oraciones eran agradables y aceptadas por Dios, de modo que el mismo Señor le dirá: «Pues era su esposa, que le pidiese, que me prometía que todo me lo concedería cuanto yo le pidiese» (CC 38). «¿Qué me pides tú que no haga yo, hija mía?» (CC 59, 2). Teresa suplicaba: «Ya, Señor, ya ¡haced que se sosiegue este mar! No ande siempre en tanta tempestad esta nave de la Iglesia, y salvadnos, Señor mío, que perecemos» (C 35,5). «Favoreced vuestra Iglesia. No permitáis ya más daños en la cristiandad, Señor. Dad ya luz a estas tinieblas» (C 3, 9). En los años posteriores a las ardientes peticiones de Teresa, los decretos del Concilio de Trento no se convirtieron en letra muerta. Gracias a los Papas reformadores y a los Obispos que fueron aplicando los decretos del Concilio, hubo una mejora del clero secular; las Órdenes religiosas se fueron reformando y otras  nuevas, como los Jesuitas, con gran impulso se implicaban en la recatolización de las regiones que habían caído bajo la influencia de la reforma protestante, así como en la  expansión del catolicismo por tierras de Asia,  África y  América.
Para que acontezca esta configuración con Cristo intercesor, el orante debe dejar que la llama del Espíritu Santo,  que arde pero no se quema, le consuma, como dice Benedicto XVI, «las escorias que corrompen y obstaculizan sus relaciones con Dios y con el prójimo»[18]. El Espíritu la debe dejar dispuesta a despegarse de toda cosa y de toda persona, teniendo una sola voluntad: la de Dios. Cuando ello acontece, se realiza la unión o el matrimonio espiritual, puesto que Dios no se da del todo, hasta que nosotros no nos damos del todo.
Ello se puede ver con gran claridad en la vida de santa Teresita. A pesar de sus deseos de ser únicamente para Dios, de amar a sus hermanas de comunidad, de ofrecer pequeños sacrificios por la salvación de las almas, no será hasta su profesión religiosa, cuando se librará de los apegos paternos: sea su padre enfermo, sus directores espirituales o ella misma. Sólo entonces se produjo en ella la unión. Esta tuvo lugar con la Ofrenda al Amor Misericordioso. Desde entonces la acción de Dios en ella, lleva tal celeridad que en muy poco tiempo fue consumida por el amor divino, de modo que su vida se convirtió en extraordinariamente fecunda para la Iglesia y para la humanidad.
Los grandes orantes son conscientes del poder que tiene un alma de oración, por ello animarán a otros a que lo sean. Dirá san Juan de la Cruz, en Cántico: «Grande es el poder y la porfía del amor, pues al mismo Dios prenda y liga. ¡Dichosa el alma que ama, pues tiene a Dios por prisionero, rendido a todo lo que ella quisiere! Porque tiene tal condición, que si le llevan por amor y por bien, le harán hacer cuanto quisieren; y si de otra manera, no hay que hablarle ni poder con él aunque hagan extremos; pero, por amor, en un cabello le ligan» (32, 1)
Puede ser tan poderosa ante Dios un alma de oración que puede influir en los destinos de las naciones. «El infierno sabe por experiencia que estas almas con su oración  trastornan el estado de las naciones. Sabe que burlan sus planes tenebrosos, lo confunden, lo derrotan y destruyen su reino. Sabe que los negocios del mundo se disponen, no según las miras de los políticos, sino, según estas almas lo arreglan con Dios en la oración. Y por fin sabe que el permiso que le concede el Altísimo para causar en el mundo mayores o menores males es siempre limitado según fuere la oración. […]  Es a veces una sola alma oscura y desconocida al mundo, pero que tiene las virtudes ordenadas en forma de un ejército formidable, la que le aterroriza, lo confunde y lo destruy[19]. Por ello, pondrá en boca de María «Hija mía, sé alma de oración. ¡Sí conocieras el poder y señorío de un alma de oración! A ella me rindo yo con ser la reina del universo, a ella se rinde mi Hijo, a ella se rinde el Padre, a ella se rinde el Omnipotente, a ella obedecen los ángeles, ante ella se estremecen y huyen despavoridos los demonios. Ella, en fin, manda en el cielo, en la tierra y en el abismo»[20].
Teresa del Niño Jesús en sus escritos autobiográficos ayudará a toda la Iglesia a descubrir la  importancia que el alma contemplativa tiene en el seno de la comunidad eclesial: «Comprendí que la Iglesia tenía un corazón y que este corazón estaba Ardiendo de AMOR.  Comprendí que sólo el amor era el que ponía en movimiento a los miembros de la Iglesia; que si el amor llegara apagarse, los apóstoles no anunciarían ya el Evangelio, los mártires se negarían a derramar su sangre… Comprendí que el AMOR encerraba todas las vocaciones, que el amor lo era todo, que el amaor abarcaba todos los tiempos y todos los lugares… en una palabra, ¡que el AMOR es eterno!.. […]  Sí, he hallado mi puesto en la Iglesia, y ese puesto, ¡Oh, Dios mío!, vos mismo me lo habéis dado….: en el corazón de la Iglesia mi Madre, yo seré  el amor!… ¡¡¡Así lo seré todo…., así mi sueño se verá realizado!!!» (Manuscrito B, 3v).
Edith Stein, la gran orante del siglo XX en el artículo: “La oración de la Iglesia” escribía«La obra de la salvación se realiza en la soledad y el silencio. En el diálogo silencioso del corazón con Dios se preparan las piedras vivas de las que está construido el reino de Dios y se modelan los instrumentos selectos que ayudan en la construcción. […]  ¿Qué podría ser la oración de la Iglesia, sino la entrega de los grandes amantes a Dios, que es el Amor mismo? La entrega de amor incondicional a Dios y la respuesta divina –la unión total y eterna- son la exaltación más grande que puede alcanzar un corazón humano, el estadio más alto de la vida de oración. Las almas que lo han alcanzado constituyen verdaderamente el corazón de la Iglesia, en cada una de ellas vive el amor sacerdotal de Jesús. Escondidas con Cristo en Dios no pueden sino transmitir a otros corazones el amor divino con el cual han sido colmadas, y de esa manera cooperan en el perfeccionamiento de todos y en el camino hacia la unión con Dios que fue y sigue siendo el gran deseo de Jesús»[22].

[1] Santa Teresa de Jesús, Obras Completas, Madrid: Ed. De Espiritualidad, 21976, 98. Vida13,18.
[2] Eulogio Pacho, Apogeo de la mística cristiana. Historia de la espiritualidad clásica española 1450-1650, Burgos, Ed. Monte Carmelo 2008, 1090.
[3] Santa Teresa de Jesús, 7 Moradas 4,9.
[4] San Juan de la Cruz, Obras Completas, Madrid: Ed. De Espiritualidad, 21980, 982-1000, Llama de amor viva B  3, 30-62.
[5] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual B, 29,2.
[6] Cf. Job 1,6; Za 3,1-5.
[7] Francisco Palau, Escritos, Monte Carmelo 1997 248.  Vida Solitaria, 24
[8] Santa Teresa  de Lisieux, Obras Completas, Burgos: Monte Carmelo 2006. Manuscrito A, 83r.
[9] Santa Teresa  de Lisieux280-281. Manuscrito C  7r-7v.
[10] Santa Teresa  de Lisieux980-981. Últimas Conversaciones, agosto.
[11] Santa Teresa  de Lisieux891. Últimas Conversaciones, 15.8.7.
[12] Santa Teresa  de Lisieux, 891. Últimas Conversaciones, agosto.
[13] Santa Teresa  de Lisieux280. Manuscrito C, 7r.
[14] Santa Teresa  de Lisieux, 944-947. Últimas Conversaciones, 30.9.
[15] Mª de Alvarado, Lámpara Viva. La Madre Maravillas de Jesús y el Cerro, Madrid 1994,39-40.
[16] Citado por María de Alvarado, Ibid., 88.
[17] En 1929 escribirá la M. Maravillas a su director espiritual: «empiezan a querer apuntar en el corazón esos sentimientos contra Él tan espantosos. Procuro pedir al Señor como puedo que me sostenga, que  siendo así y no desagradándole, que haga cuanto quiera, pues esto es lo único que a mí me importa […] es tan inmenso el dolor que produce que puedan brotar esas cosas en un corazón que, a pesar de todo, sólo quisiera vivir para amarle» Baldomero Jiménez Duque, Vida mística de la Madre Maravillas de Jesús. Su alma, Madrid: Ed. Edibesa 2002, 104.
[18] Benedicto XVI, Homilía de Pentecostés, 31-V-2009.
[19] Francisco Palau, Escritos, Ed. Monte Carmelo 1997, 49-50.  Lucha del alma con Dios. Carta de un director, 30.
[20] Francisco Palau, Escritos, Ed. Monte Carmelo 1997, 146-147. Lucha del alma con DiosIV, 30.
[22] Edith Stein, Caminos del silencio interior, Madrid, Ed. de Espiritualidad 1988, 81-82.