viernes, 4 de noviembre de 2016

Las grandes leyes de la oración de intercesión

Sumario:

  1. “Oramos, pero parece que Dios no nos escucha”; 2. El Espíritu Santo es quien nos debe enseñar a orar; 3. La fe y la confianza en Dios son esenciales para orar; 4. La oración debe ser perseverante hasta la inoportunidad; 5. Debemos orar con humildad; 6. Ser orante implica convertirse a la voluntad de Dios; 7. El perdón hace posible que la oración sea escuchada; 8. El orante debe amar a Dios de todo corazón; 9. El orante debe orar en la Iglesia y con la Iglesia

 Presentación 

Para que Dios nos conceda una efusión del Espíritu Santo que renueve la faz de la Iglesia y de la humanidad, debemos orar debidamente, por ello es necesario reflexionar sobre las grandes leyes de la oración cristiana, y conformar a ellas nuestra oración.

1.  “Oramos, pero parece que Dios no nos escucha”

 Jesús, en su ministerio público, enseñó a sus discípulos por todos los media la necesidad y la forma de orar.  Porque “Dios en su providencia tiene dispuesto no remediar nuestros males ni otorgarnos sus gracias sino mediante la oración” (LAD In., 8). Si la oración es la principal medicina capaz de renovar la Iglesia y la humanidad y concordia “es un riguroso deber nuestro el ofrecérsela y tanto más cuanto la tenemos en nuestras manos” (LAD In., 20).
La situación de violencia, de desunión, y la muerte de tantos inocentes hacen que clamemos a Dios para que nos conceda el don de la paz. Pero parece que El no escucha nuestra oración. La situación es cada vez más grave, la paz parece cada vez más lejos. Cabe preguntarnos lo mismo que se preguntó en el siglo XIX el bto. Francisco Palau: ¿Será que no oramos debidamente, que nuestras oraciones no son escuchadas por Dios? Por ello debemos revisar cómo oramos, para que el Señor nos llene de su Espíritu,  nos haga vivir en profundidad el Evangelio, y así podamos experimentar la Buena Noticia y, por fin, la paz llegue a las naciones  conseguida por medios pacíficos como el diálogo, el pacto y la negociación, llegando a un consenso aceptable para todos.
El Señor ha prometido que escucharía nuestra oración, y nos ha invitado a orar: “Yo os digo: pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; el que busca, halla; y al que llama se le abrirá” (Lc 11,9-11).
La fe nos enseña que no falta a Jesucristo ni el poder ni el querer” (LAD In., 4) Cristo en su vida y su muerte nos enseña el inmenso amor con que ama a todos los hombres. Este pueblo vive momentos semejantes a los que experimentaron los discípulos en el lago de Tiberiades (Mt 8,23-27): una fuerte borrasca de incomprensión tanto de dentro como de fuera produce profundas heridas entre unos y otros. Parece como si el Señor estuviera dormido, hasta el punto que, en nuestra oración, le hemos podido decir al Señor: ¿No te importa nuestra situación? (cf. Mc 4, 38).
El espera que nosotros, sus discípulos, le despertemos con nuestra oración, que le digamos: Señor, sálvanos, que perece la paz y la concordia en este pueblo” (cf Mt 8,25). Como escribe el P. Palau, para pronunciar estas palabras pocos instantes se necesitan; pero para decirlas debidamente, es necesario que las  precedan largas horas de oración, no basta recitarlas materialmente, sino que es menester conocer antes con claridad nuestra situación, dónde está El que debe salvarla, por qué  no la salva y por qué Jesús duerme tan fuerte, la necesidad de despertarle para que cese la tempestad, el modo de hacerlo; la fe y confianza que debemos tener de que nos oirá… para poder contemplar que la paz llega por fin a nuestras tierras (cf. LAD In., 39).
Por la fe sabemos que todo bien viene de Dios, y que la paz es un don que Dios nos puede conceder, a pesar de que esta situación de violencia hace décadas que dura, y parece no tener fin. Pero nosotros no debemos perder la esperanza, ni el amor hacia la comunidad humana que representamos ante Dios con nuestra oración. El Señor nos ha llamado a ser orantes al servicio de la Iglesia y de la humanidad. Para ello os ha liberado en buena parte de las exigencias del trabajo pastoral realizado aquí o en tierras de misión, os ha eximido de la tarea de educar a los niños y jóvenes de hoy, o de la exigencia profesional de atender a enfermos y moribundos. Con la llamada a la vida contemplativa, la Iglesia sólo os pide, con palabras de Santa Teresa “seamos tales para que valgan nuestras oraciones ante Dios” (cf. C 3,2).
Ciertamente, ser intercesores ante Dios en bien de la Iglesia y de la humanidad es una misión ardua. Uno de los apotegmas de los santos Padres recoge la respuesta del abad Agatón, cuando fue interrogado sobre la virtud que exigía más esfuerzo. Él respondió: “Creedme, yo pienso que no hay nada que exija mayor esfuerzo que rezar a Dios. Ya que cada vez que un hombre quiere orar, los enemigos buscan de disuadirle; saben efectivamente, que sólo puede resistir si ora a Dios. Sea cual sea el género de vida virtuosa que el hombre persiga, encontrará reposo si persevera en ella, pero la oración reclama el combate hasta el último respiro[1]. Orar por los hombres significa derramar la sangre del propio corazón por su bien.
Si Dios nos ha escogido para que sirvamos a la Iglesia y a la humanidad con la oración, es porque quiere escuchar nuestras peticiones en bien de todos. La promesa de que el Señor escucharía nuestra oración, “no la hizo solamente a los perfectos y santos, sino a todos absolutamente con tal de que estemos en estado de gracia, que pidamos con humildad, con fe o confianza, con perseverancia y cosas que convengan para nuestra salvación. (…) Jamás acabamos de creer a un Dios cuya palabra no puede faltar, y por eso nos quedamos pobres y perecemos de hambre. (…) Orar debidamente es obligar a la Omnipotencia de Dios a que ejecute lo que queremos. Con la oración nuestra voluntad se hace y es omnipotente” (LAD 4,17).
 La oración ferviente del justo tiene mucho poder nos dirá el apóstol Santiago, y nos exhortará a «orar unos por los otros» porque por la oración de unos sean salvos los otros (cf. St 5, 16ss). Todos los verdaderos orantes persuadidos por experiencia del gran poder de la oración, animarán y ayudarán a otros a convertirse en orantes, ya que cuanto mayor es el número de orantes verdaderos, más será escuchada su oración.  “En todas las épocas en que se ha visto la Iglesia en grandes aflicciones, necesidades y apuros, ha clamado al Señor y no ha podido dejar de ser oída porque «es imposible que las oraciones de muchos no alcancen lo que piden»” (LAD 3,10).

2. El Espíritu Santo es quien nos debe enseñar a orar

Mientras oramos de forma perseverante por el bien de la Iglesia y de la humanidad, el Espíritu Santo, que es nuestro auténtico maestro de oración, obra en nuestro interior y imprime en nosotros los rasgos de Cristo, el verdadero orante.
El Espíritu crea en nosotros un corazón filial capaz de dirigirse a Dios, que descubrimos como Padre. El Espíritu, al animar toda la vida del bautizado, la transforma en un «culto agradable a Dios», para ofrecer su existencia como “sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios, como vuestro culto auténtico” (Rm 12, 1). La presencia del Espíritu convertirá todo nuestro ser en piedras vivas de una casa de oración (cf. 1Cor 3,16). Luego podremos cumplir el mandato del Señor de orar constantemente, al convertir la oración en nuestra respiración como creyentes. Por ello el cristiano podrá orar en el Espíritu en todo tiempo y por cualquier motivo (cf. Ef 5,20), que incluso llegará a desbordar la vida del creyente.  El, como maestro de oración puede hacer de cualquier persona un verdadero orante[2].
El engendra en nosotros al hombre nuevo. Por medio de la oración recibimos la luz divina que nos hace reconocer la voluntad de Dios y nos ayuda a ponerla en práctica ayudados de su gracia, para que así nuestra oración sea cada vez más poderosa a los ojos de Dios.
El Espíritu de Dios es el intercesor en y por nosotros que Dios escucha y que constituye las arras de nuestra herencia como hijos de Dios; “lejos de desalentar la petición, la libra de la angustia, de la duda, del deseo de poseer, y la convierte en el camino que, incluso a través de los sufrimientos del tiempo presente, conduce a la seguridad de que nadie puede separarnos del amor de Dios en Jesucristo nuestro Señor[3].
El conoce las profundidades de Dios y lo más recóndito del interior del hombre (cf. 1Cor 2,10-11). No sólo nos inspira las peticiones oportunas agradables a Cristo y al Padre, sino que también infunde en nuestro corazón el ardor espiritual y el celo apostólico, nos hace sentir las necesidades de la Iglesia, nos impulsa a ser en la Iglesia corresponsables de la salvación de todos los hombres, y nos ayuda a reconocer a Cristo en los hermanos, especialmente en los más pequeños y en los últimos, que son sus predilectos[4].
 El Espíritu Santo no es sólo nuestro abogado, sino que también es dador de luz: “El abogado, El Espíritu Santo, que el Padre os enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os hará recordar todo lo que yo os he dicho” (Jn 14,26). El Espíritu transforma nuestra visión de las realidades, iluminándolas con una luz nueva, El nos cambia nuestra mirada para que veamos las realidades desde la perspectiva de Dios.
El Espíritu Santo no sólo es la fuente del mayor consuelo, sino que también nos invade de aflicción y nos hace llorar con gemidos y lágrimas, con el corazón roto. El es quien grita en nuestro corazón al Padre y a Cristo con «gemidos inenarrables» (Rm 8,26), es decir, con gemidos potentes y sinceros que no podemos traducir en palabras porque sobrepasan la inteligencia por su fervor, profundidad y autenticidad. Confiar en el Espíritu Santo equivale, por tanto, a orar incesantemente sin cansarse, porque El nos da la fuerza de perseverar con fervor en la oración sin nunca quedar hartos. El Espíritu Santo nos da la sabiduría y el gusto por la oración correcta, nos hace vigilantes en espera del Señor y nos hace atentos a los signos de los tiempos, que son signos de la presencia de Dios.
Por tanto, como escribe H. Schönweiss: “nuestra oración, al igual que la totalidad de nuestro ser cristiano, no se apoya en nosotros mismos. Siempre que oramos, el Espíritu de Dios está presente y endereza nuestra oración. En el fondo, nuestra oración, al igual que la fe, es don de Dios y obra de su Espíritu. Siempre que una oración sube hasta Dios, allí está presente el Espíritu Santo[5].
El Señor espera a que le pidamos su gracia debidamente, para que de nuevo El increpe a los vientos y al mar, y sobrevenga una gran bonanza (cf. Mt 8,26). Para orar debidamente necesitamos la ayuda del Espíritu Santo. Nosotros no sabemos pedir, “sólo pide bien y debidamente y con la fe necesaria cuando el Espíritu Santo, que conoce y sabe las necesidades (…), pide en nuestros corazones, nos mueve a pedir, nos enseña lo que hemos de pedir y hace que pidamos (cf. Rm 8,26)”  (LAD 4, 19).
Debemos suplicar al Espíritu Santo, que vivifica la Iglesia y renueva la faz de la tierra, que pida en nuestros corazones, porque “sólo alcanzamos cuando Vos sois el que pedís en nosotros. Sólo tienen nuestros deseos, suspiros y lágrimas un valor inestimable cuando proceden de Vos y sois Vos el que los inspiráis” (LAD 4,19). Y también infunda en nosotros un amor filial tan profundo que amemos a nuestro pueblo y a nuestra Iglesia como a las niñas de nuestros ojos (cf. LAD 4,4) y no admitamos reposo hasta alcanzar de Dios su misericordia.

3. La fe y la confianza en Dios son esenciales para orar

El fundamento de la oración cristiana es la fe. Por medio ella entramos en unas relaciones personales y familiares con Dios. Todo el contenido de la oración cristiana se alimenta de lo que la fe nos revela acerca de Dios y de Cristo su Hijo, por ella sabemos que Dios es nuestro Padre y quiere concedernos sus gracias y nos las dará si se las pedimos.  Como dice san Juan de la Cruz, “Dios sólo mira a la fe y pureza del corazón que ora” (3S 36,1). La fe es, pues, la fuente de la oración.  ¿Cómo le invocaremos, si no creemos en El?  Para que seamos orantes, creamos; y, para que la misma fe no pierda su fuerza, oremos: la fe derrama la oración, la oración derramada consigue la firmeza de la fe.
Si permanecemos asiduos en la oración ferviente, nuestra fe se hará cada vez más sólida que las montañas. El Espíritu Santo hará que crezca en nosotros  y que sea tan firme y confiada, que alcancemos de Dios todo cuánto le pidamos, porque “la fe es la que obra y alcanza en la oración, (esta) alcanza todo lo que cree y espera obtener y nada más” (LAD 4,24).
La verdadera oración va unida a la fe, y, por lo tanto, a la certeza de que será escuchada por Dios. “En la oración no podemos nunca olvidar a aquél a quien va dirigida, es decir, al Dios vivo y todopoderoso, para quien nada es imposible y de quien, por consiguiente, hay que esperarlo todo. Dudar de El equivaldría a hacerle injusticia, a no tomar en serio su divinidad y su esencia[6]. Todo está: “abarcado por la acción de Dios, penetrado por su voluntad y por su espíritu, gobernado por su poder. La certidumbre de que la oración será escuchada no se funda en supuestos humanos, sino únicamente en la fidelidad de Dios, que ha prometido que ninguna plegaria será vana, aunque sólo sea un grito de auxilio en medio de la desesperación. Es sorprendente cómo en el NT los gritos de socorro son escuchados en seguida por Jesús (Mt 8,25; 9,27;14,30; 15,22; Lc 23,42ss)[7].
Sabemos “que si pedimos (a Dios) algo según su voluntad, nos escucha. Y si sabemos que nos escucha en lo que le pedimos, sabemos que tenemos conseguido lo que le hayamos pedido” (1Jn 5,14-15). San Agustín nos enseña que tengamos confianza: “Tratamos con un Dios que es infinito en poder y riqueza. No le pidamos cosas ruines y mezquinas, sino cosas muy altas y grandes. (…) Aunque seamos pobres y miserables y muy indignos de los beneficios divinos, sin embargo, pidamos al Señor gracias muy grandes, porque así honramos a Dios y honramos su misericordia y su liberalidad, porque pedimos, apoyados en su fidelidad y en su bondad y en la promesa solemne que nos hizo de conceder todas las gracias a quien debidamente se las pidiere. Pediréis todo lo que queráis y todo se hará según vuestros deseos[8].
Debemos desear y pedir grandes cosas, sabiendo que pedimos al Omnipotente.  Santa María Magdalena de Pazzi afirma que “con este modo de orar se siente el Señor muy honrado y tanta consolación halla cuando vamos en busca de gracias, que no parece sino que El mismo nos lo agradece, pues de esta manera le damos ocasión y le abrimos el camino de hacernos beneficios y de satisfacer así las ansias que tiene de hacernos bien a todos[9]. O como san Juan Crisóstomo decía: “Con la oración abriremos para dicha nuestra el arca de los tesoros divinos”[10]Y en san Agustín la oración “es la llave y puerta del cielo… sube la oración y desciende la misericordia de Dios[11].
Al Señor siempre hemos de acudir con la confianza que proviene de la fe que tenemos en la bondad y en la fidelidad de Dios. Debemos tener una confianza firme e invencible, ya que se apoya en la Palabra del Señor que ha prometido escuchar la oración de aquellos que le imploran. Como sea nuestra confianza, así serán las gracias que recibiremos de Dios, como decía san Juan de la Cruz: “Porque esperanza de cielo tanto alcanza cuanto espera[12]. Más aún, podríamos decir que Dios nos concede mucho más de lo que le sepamos pedir: “Porque cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros” (Is 55,9).
Por ello, si Dios es todopoderoso y ha prometido que escucharía nuestras oraciones, y El nos concede mucho más de lo que sabemos pedir, pidamos con fe verdadera y perseverancia una gran efusión del Espíritu Santo que renueve la faz de cada Iglesia particular y de la humanidad entera; pero para que ello sea posible, debemos pedir el don por excelencia, el Espíritu Santo, que Dios da a los que se lo piden (cf. Lc 11,13). El Espíritu Santo con su acción misteriosa en el interior de cada hombre, hará surgir los grandes forjadores de la renovación de la Iglesia y de la humanidad según Dios.
El Señor, mucho más que nosotros, desea la renovación de la Iglesia y de la humanidad. Por ello la confianza de que Dios escuchará nuestra oración, debe ser tan firme que aleje de nosotros toda duda (cf. St 1,5). Las montañas de dificultades para que se realice la voluntad de Dios en nuestra Iglesia particular y en todos los pueblos de la tierra se podrán superar. Jesús nos asegura “que si tenéis fe y no vaciláis (…) «así se hará». Y todo cuanto pidáis con fe en la oración, lo recibiréis” (Mt 21, 21-22). María, en Caná de Galilea, con su fe sin vacilación, consiguió de su Hijo el milagro que le pidió (cf Jn 2, 1-11). Que Ella nos ayude a orar con fe absoluta en Jesucristo, sabiendo que “Dios es un Padre que ama a los suyos más que los padres de la tierra aman a sus hijos y, puesto que les ama, no puede dejar de escuchar sus súplicas y les dará lo que necesitan. El fundamento último de esta certeza que tiene el que ora de que su plegaria será escuchada es, pues, la certeza de la bondad paternal y del amor de Dios que Jesús da a los suyos[13].

 4. La oración debe ser perseverante hasta la inoportunidad

Jesús, a través de sus parábolas, nos invita a rezar perseverantes hasta la inoportunidad. En la parábola del amigo impertinente (cf. Lc 11,5-8), nos enseña a pedir confiadamente a Aquel que consideramos nuestro Amigo, pero también a ser audaces y perseverantes en ella. El orante debe liberarse de inhibiciones y timideces cuando dirige sus súplicas a Dios, porque debe recordar que es a Dios a quien suplica, a un Dios que no puede ser molestado y no considera inoportuna la oración insistente[14]. Sobre ello san Juan Crisóstomo escribirá: “Si a un hombre le pides continuamente se te tendrá por pesado y molesto; pero no es así Dios el cual se molesta precisamente cuando no le pides y si perseveras pidiendo, aún cuando inmediatamente no recibas, recibirás infaliblemente. Pues si encuentras la puerta cerrada, es justamente porque quiere obligarte a que llames, y si no te escucha enseguida es para que sigas pidiendo. Sigue pues, pidiendo e infaliblemente recibirás”[15].
En la parábola del juez inicuo y de la viuda inoportuna (Lc 18,1-8), Jesús nos inculca que debemos orar sin desfallecer, con una fe que no admite la duda, ya que “Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les hace esperar? Os digo que les hará justicia pronto. Pero cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?”(Lc 18, 6-8).
La no respuesta de Dios a nuestras súplicas, no es indiferencia, sino pedagogía divina. Debemos acostumbrarnos a las dilaciones de los beneficios que suplicamos a Dios. Ya que en la dilación Cristo purifica la fe y ensancha la caridad de los suplicantes. Dirá san Juan de la Cruz: “Y así ha de entender cualquier alma que, aunque Dios no acuda luego a su necesidad y ruego, que no por eso dejará de acudir en el tiempo oportuno el que es ayudador, como dice David, en las oportunidades y en la tribulación (Ps 9,10), si ella no desmayare y cesare” (can. 2, 4).
Por ello debemos orar con una fe confiada, con una perseverancia sin límites, clamando a Dios de día y de noche (cf. Lc 18,7), hasta la inoportunidad (cf. Lc 11,8), con la voluntad firme de no descansar ni dejar piedra en el cielo por remover hasta alcanzar que nuestra petición a favor de una renovación de la Iglesia y de la humanidad sea escuchada.

5. Debemos orar con humildad

La diferencia entre la oración cristiana y la magia, es que en esta última Dios no pasa de ser un juguete en manos de los hombres. Unas fórmulas y unos rituales determinados deberían obligar a Dios a que haga lo que quiere el hombre. En cambio “la petición cristiana -como dice Augusto Guerra- es totalmente distinta. Es la actitud más humilde que pueda tener el hombre. Se limita, en el fondo, a decir: o me das lo que te pido, o me quedo sin ello. No tengo poderes de brujo para obligarte a darme lo que te pido. Es cierto que la petición es tozuda y terca hasta el límite del aguante; vuelve erre que erre todos los días a pedir a Dios el pan y la paz, y el perdón. Pero es, al mismo tiempo, resignada: no puede hacer más que eso, pedir. Ahí acaba toda su fuerza. Lo demás lo deja en las manos de quien libremente dispone de la vida[16].
Dios resiste la oración del soberbio; en cambio la oración del humilde atraviesa las nubes (Si 35,17) y llega hasta Dios. Jesús nos lo enseña en la parábola del fariseo y del publicano. El orante israelita, en medio de la intensidad de su oración, no olvidaba nunca que se dirigía al Dios santo y omnipotente, y al que sólo podía dirigirse, en virtud de la gracia y de la bondad del mismo Dios[17]. Por ello la actitud del que ora ha de ser siempre humilde. El fariseo daba gracias a Dios porque no era como los otros hombres, en cambio el publicano “manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: ¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador! Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se enaltece, será humillado; y el que se humille será enaltecido“(Lc 18,13-14). Hamman sobre esta parábola escribe:
Una y otra oración expresan un estado de alma. El fariseo se justifica, su oración se concentra en sí mismo, por (este) mero hecho, se torna ineficaz. No es un llamamiento, ni siquiera una acción de gracias en el sentido de reconocimiento. No tiene el sentido de la dependencia ni del pecado. El publicano descubre en sí mismo una situación desesperada. Su balanza no está equilibrada; delante de Dios es sólo un pecador. Es un llamamiento a la misericordia divina, que se inspira sólo en la voluntad de salvar; Dios justifica por bondad al pecador, que no lo merece jamás. Delante de Dios el hombre no es nada, lo que es peor, es pecador. La humildad de su oración no hace, pues, sino expresar su situación ontológica y la lucidez de su conciencia esclarecida por la luz de Dios, que lo acoge[18].
También debemos orar con sumisión, como oraba Jesús al Padre: “puesto de rodillas oraba diciendo «Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya»” (Lc 22,41-42). Nos dirá el autor de la carta a los Hebreos, que Jesús “habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente” (Hb 5,7).

6. Ser orante implica convertirse a la voluntad de Dios

Para que Dios escuche nuestra oración debemos obrar según su voluntad. Esta era la convicción del pueblo de Israel expresado por el ciego de nacimiento curado por Jesús “Sabemos que Dios no escucha a los pecadores; mas, si uno es religioso y cumple su voluntad, a ése le escucha” (Jn 9,31).
Jesús nos dirá: “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Este es mi mandamiento; que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,7.10.12). San Juan insistirá en ello en su primera carta: “Cuanto pidamos lo recibimos de él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. Y este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó” (1Jn 3,22-23).
Escribirá Jean Corbon, el redactor del bello capítulo sobre la “oración cristiana” del Catecismo de la Iglesia Católica: “Se reza como se vive, pero se vive como se ama. El ágape divino es el criterio de todo. «Si nos amamos los unos a otros, Dios habita en nosotros y su amor es consumado en nosotros. En esto conocemos que vivimos en El, y El en nosotros, porque nos ha comunicado su Espíritu» (1 Jn 4,11-13). No podemos orar si, de una manera u otra, nuestro corazón está cerrado a los demás. Herimos así el Cuerpo de Cristo y «contristamos» el Espíritu e impedimos su acción en la sinergia de la oración[19]
El amor al prójimo es esencial para ser una persona orante: “Si alguno dice «amo a Dios»y aborrece a su hermano, es un mentiroso” (1Jn 4,20). Santa Teresa insiste en la necesidad de crecer en virtudes, en particular en el amor de unas con otras, en la humildad y en el desasimiento de todo,  para llegar a ser verdaderos orantes: “Torno a decir que para esto es menester no poner vuestro fundamento sólo en rezar y contemplar; porque si no procuráis virtudes y hay ejercicio de ellas siempre, os quedaréis enanas; y aun plega a Dios que sea sólo no crecer, porque ya sabéis que quien no crece, decrece; porque el amor tengo por imposible contentarse de estar en un ser, adonde le hay” (7M4,9).
Obrar en todo momento según la voluntad de Dios es algo que supera nuestras fuerzas humanas. Jean Lafrance escribe: “El hombre es incapaz de salir por sí mismo; choca con lo imposible. Lo ha ensayado todo, pero ha perdido la partida, pues el mal es más fuerte que él. Sobre todo, el mal viene de más lejos y de más arriba y sólo Aquel que ha atravesado victorioso las profundidades del infierno puede librarnos de él[20].
Macario el Grande, patriarca de Escitia y discípulo de san Antonio, afirma que el hombre, aunque dedique todas sus fuerzas espirituales para luchar contra sus pasiones, no puede conseguirlo:
Sólo el poder divino es capaz de suprimir radicalmente el pecado y el mal que de él se sigue. Pues es absolutamente imposible al hombre extirpar por sí mismo el pecado. Puede luchar, resistir, dar y recibir golpes; sólo Dios puede arrancar las malas raíces. (…) La única cosa en su poder es la resolución de darse a Dios, de pedirle e invocarle para que le purifique él mismo de Satanás y de sus operaciones, y que se digne venir a su alma por su gracia y reinar en ella, que él mismo cumpla en él sus propios mandamientos y su propia voluntad, que le confíe todas las virtudes que hacen al hombre justo[21].
Para que podamos establecer un diálogo con Dios, debemos desterrar de nosotros cualquier tipo de injusticia; al menos tener decididamente esta actitud. Como decía san Agustín: “A ti no te aleja de Dios más que la injusticia; derriba la pared intermedia del pecado y estarás con aquel a quien oras”. Las faltas que impiden a Dios escuchar la oración son: la desobediencia (Is 1,15-17; Dt 1,43-43), la falta de amor al prójimo (Is 58,3-10), la injusticia (Mi 3,1-4).
Dios, a través del tercer Isaías, invita a convertirnos de toda injusticia, opresión, egoísmo, maledicencia, compartiendo el pan con el hambriento, no apartándonos de nuestros semejantes en sus necesidades… Luego se podrá invocar a Dios y “te responderá, pedirás socorro y dirá: «Aquí estoy». Te guiará el Señor de continuo, hartará en las sequedades tu alma, dará vigor a tus huesos, y serás como huerto regado. Reedificarán de ti, tus ruinas antiguas, levantarás los cimientos de pasadas generaciones” (Is 58,9-11).
El reconocimiento de los pecados implica arrepentimiento y el propósito de conversión a Dios. Las Escrituras Sagradas utilizan los términos de «volver a Dios», buscarle, suponiendo por cierto que Dios se deja hallar de nuevo (Jr 29,13s; 36,7; 50,4s; Bar 4,28; Lm 3,40ss; Os 6,1ss; 14,3; Ml 3,7; Jb 8,5).
La intercesión va con frecuencia acompañada de actos expiatorios como es el ayuno. Éste confiere más fuerza a la oración (Neh 1,4; Esd 8,23; Jl 1, 14,212.15-17; Jer 14,12). El ayuno es considerado como expresión de una actitud humilde y arrepentida ante Dios, condición previa para toda oración. Jesús lo enseña explícitamente en la curación de un muchacho epiléptico: “Esta especie de demonios no se expulsa sino por la oración y el ayuno” (Mt 17,21).  El ayuno para Jesús “es un signo de fe y metanoia de los hijos respecto de su padre”[22].
El ayuno puede potenciar nuestra oración para alcanzar de Dios la renovación de la Iglesia y de la humanidad. Este ayuno no radica primordialmente en el ayuno de alimentos, sino de todo pensamiento y palabra que juzgue al hermano, de todo acto de soberbia que nos juzgue mejores que los demás, a semejanza de la oración del fariseo que no fue escuchada; en cambio, sí lo fue la oración del publicano porque se reconocía lo que era, un pobre pecador.  No basta orar a Dios, es preciso convertirnos, ayunando de todo lo que dificulta el advenimiento del bien de la Iglesia y de la comunidad humana que me ha sido encomendada.
El mensaje de Medjugorje, insta al ayuno  a pan y agua los miércoles y los viernes, para alcanzar de Dios las gracias para conjurar los grandes peligros que se ciernen sobre la Iglesia y la humanidad. Pero también para alcanzar la propia conversión, si en el alma anidan rencores, amarguras, resentimientos contra personas y tienen problemas de reconciliarse, que ore y ayune y verá en él una transformación interior, puesto que para reconcialirse hay que creer, orar, ayunar y confesarse. La oración reforzada con el ayuno, es poderosa para alcanzar la conversión de miembros de la propia familia, para alcanzar la paz en el seno de la familia. La oración con el ayuno pueden obtener de Dios lo que le suplicamos, puesto que el ayuno es muy poderoso para la oración de intercesión, ello ya lo dijo Jesús hay demonios que solamente salen por medio de la oración y el ayuno (Cf. Mt 17,21).

7. El perdón hace posible que la oración sea escuchada

El Dios de Jesús es el Dios de Israel, invocado como absolutamente Santo (Is 6,3). La santidad de Dios implica la santidad de cada miembro del pueblo elegido: “Vosotros seréis Santos, porque yo soy Santo” (Lv 11,45). Los cristianos creemos que la santidad divina ha entrado en la historia en la persona de Jesús de Nazaret. Pedro dirá en nombre de todos: “nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6,69). La santidad del Hijo de Dios será participada por sus discípulos: “Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad” (Jn 17,19). No hay santidad sin el amor al prójimo; por ello, Jesús, que amó a sus discípulos hasta el extremo (cf Jn 13,1), dio a sus discípulos el mandamiento nuevo: “que os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos”(Jn 13,34-35)
La exigencia del amor hasta el extremo implica el perdón y la reconciliación con el hermano; por ello Jesús pide a sus discípulos que estén siempre dispuestos a perdonar a los que les hayan ofendido, como Dios siempre está dispuesto a ofrecer su perdón. El discípulo es invitado a perdonar hasta setenta veces siete (Mt 18,22), incluso cuando el ofensor no pida perdón. El discípulo ha de estar dispuesto a dar el primer paso, cancelando la ofensa mediante el perdón ofrecido de “corazón” (cf. Mt 18,35). Porque el mismo discípulo sabe su necesidad de que Dios le perdone: “Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores” (Mt 6,12). Con la gracia de Dios el discípulo de Jesús perdonará al hermano y así podrá recibir también el perdón de Dios: “Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6, 14). Esta misma enseñanza nos da la parábola del siervo sin entrañas: “Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano” (Mt 18,35).
Debemos perdonar cualquier cosa a cualquier persona, ya que Jesús, además de exigirnos fe y confianza en Dios a toda prueba, nos exige perdón universal e incondicional. Por ello, para que Dios escuche nuestras oraciones, además de orar con humildad, fe y confianza, debemos perdonar a los demás “y cuando os pongáis de pie para orar, perdonad, si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre os perdone vuestras ofensas” (Mc 11,25). La fe y la oración están vinculadas al perdón de los unos a los otros.
Jean Corbon destaca la capital importancia de la vinculación entre el perdón y la oración: “Una celebración eucarística entraña tiempos de conversión y de reconciliación. Lo mismo que nuestra vida de oración. Al menos siete veces al día (cf. Mt 18,22), tenemos necesidad de ser perdonados. Los invitados a la Mesa del Señor son pecadores perdonados, con la condición de que se hayan perdonado los unos a los otros. Se comprende que sea la única petición sobre la cual insiste Jesús cuando nos enseña a rezar al Padre. Si no, no busquemos en otra parte las razones que nos impiden rezar[23].
Cuando el obispo se encuentra en situaciones profundamente dolorosas en la vida eclesial de su diócesis, o en otras instancias que le incumben de lleno, lo primero que se debería hacer, con la ayuda del Señor, es perdonar a los que han creado esta situación. “Hombre que a hombre guarda ira, ¿Cómo del Señor espera curación?” (Si 28,3). El perdón abre la puerta para que Dios entre en esa situación y nos ayude[24].
El P. Marcelino Iragui, este carmelita descalzo que tanto ha trabajado en la sanación interior de personas, aporta un testimonio bien elocuente:
Se me acercó una señora a pedir intercesión: «Por favor, ruegue por la conversión de mi hija, que ha perdido la fe en Dios y el respeto por sus padres. A mí no me escucha, ni me habla si no es para insultar». No era difícil entrever el resentimiento de esa madre hacia su propia hija. Por tanto, le dije: «Arrodíllate en presencia de Jesús, y perdona a tu hija de todo corazón. Luego piensa que el Señor ama y acepta a tu hija como es, y alábale de su parte». Horas más tarde, como empujada por una fuerza invisible, vino una joven muy desconcertada. Tres días antes –me dijo- había intentado suicidarse; pero un poder misterioso se lo impidió a última hora. No comprendía el porqué, pues su vida no tenía ningún sentido; sólo sentía rechazo por todo, incluso por sí misma y por Dios. Me encontraba ante una montaña. Viéndome impotente, la invité a orar conmigo. Y al poco rato el Señor tocó su corazón tan visiblemente que se confesó con verdadero arrepentimiento. Luego rezamos por la sanación de muchos recuerdos y heridas de su vida pasada. Y al fin comenzó a alabar a Dios, y prometió que lo haría el resto de su vida”.
La joven resultó ser hija de la señora que había pedido intercesión por la mañana. El maestro hizo uso de ese incidente hace años para enseñarme una de las más valiosas lecciones de mi vida. Mientras esa señora rehusaba el perdón total e incondicional a su propia hija, sus oraciones quedaban sin respuesta. Dios es fiel a sus leyes de amor. Cuando rehusamos perdonar, las manos de Dios quedan como atadas; el Todopoderoso no puede ayudarnos. El necesita nuestro perdón para que sus manos queden libres y pueda realizar sus milagros de amor. Apenas la madre perdonó a su hija y la ofreció al Señor con amor, no con rechazo, Dios intervino en la vida de ambas. Las dos entraron en la renovación y llevan años caminando juntas con Jesús”[25].
El P. Marcelino Iragui dice que, a partir de este incidente, se sintió llamado a perdonar explícitamente a todas las personas que un modo u otro le habían herido o lo habían rechazado desde el inicio de la vida hasta el momento presente. Luego presentó ante el Señor una por una estas personas y les ofreció su perdón, con palabras semejantes a estas: “X, una vez me sentí herido por ti, probablemente porque no te comprendí bien. Si no lo hice antes, ahora te perdono de todo corazón, y te pido perdón por haberte juzgado. Señor Jesús, que ves el pasado como el presente, sana cualquier herida que queda en mi y en X desde entonces. Que tu amor penetre plenamente esa parte de mi vida y de la suya. Amén[26]. Luego quemó la lista y a consecuencia de ello como él mismo dirá: “Quedé más libre para dejarme inundar por el amor de Dios, y seguramente que otras personas relacionadas a mí también[27].
En ocasiones puede sernos difícil perdonar a nuestro prójimo. Por ello debemos acudir a la oración, para que el Espíritu Santo nos infunda el Espíritu de Jesús, que perdonó a sus enemigos.  Nunca tendremos tanto que perdonar como el Señor, y El lo hizo. Con su ayuda, el odio, el rencor y el desamor se convertirán en perdón y amor. Con la ayuda de Dios debe surgir de nuestros corazones el perdón hacia todos aquellos que han perjudicado seriamente la vida eclesial o la vida de la comunidad humana a la que pertenezco. Sin que ello equivalga a nivelarlo todo, o a minimizar el mal, o a quitar valor a los condicionamientos históricos. Perdonar no es trivializar. El perdón es justamente heroico cuando es del todo clarividente. Y es fuente de reconciliación, porque se funda en la verdad de lo que fue y en la invitación real a lo que puede y debe ser.
Saber perdonar lo considerará Teresa de Jesús como la señal inequívoca de la verdadera oración y del auténtico contemplativo, porque Dios hace esta merced al alma. Si esta “no sale muy determinada y, si se le ofrece, lo pone por obra de perdonar cualquier injuria por grave que sea, no estas naderías que llaman injurias, no fíe mucho de su oración” (C 36,8). Porque “no puedo yo creer que alma que tan junto llega de la misma Misericordia, adonde conoce la que es y lo mucho que le ha perdonado Dios, deje de perdonar luego con facilidad y quede allanada en quedar muy bien con quien la injurió; porque tiene presente el regalo y merced que le ha hecho, adonde vio señales de grande amor, y alegrase se le ofrezca en qué le mostrar alguno” (C 36,12).
El contemplativo más que ningún otro miembro de la Iglesia, debe vivir alejado de todo pecado. Sirve a la Iglesia y a la humanidad en virtud de su consagración a Dios que exige vivir en específica pureza de corazón. Experimenta de modo peculiar la proclamación de Jesús: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios”(Mt 5,8). El pecado aleja de Dios y, hace que el sentido de su existencia, que es orar a Dios por la Iglesia y el mundo, se vuelva ineficaz.
Santa Teresa de Jesús, que había experimentado el mal espiritual que comporta todo pecado, escribió: “De los (pecados) veniales hacía poco caso, y esto fue lo que me destruyó” (V 4,7). Por ello dirá:
“Tened esta cuenta y aviso –que importa mucho- hasta que os veáis con tan gran determinación de no ofender al Señor, que perderíais mil vidas antes que hacer un pecado mortal, y de los veniales estéis con mucho cuidado  de no hacerlos; esto de advertencia, que de otra suerte, ¿quién estará sin hacer muchos?  (…) Mas pecado muy de advertencia, por chico que sea, Dios nos libre de él. ¡Cuánto más que no hay poco, siendo contra una tan gran Majestad y viendo que no está mirando! Que esto me parece a mí es pecado sobrepensado, y como quien dice: «Señor, aunque os pese, haré esto;  Ya veo que lo veis y sé que no lo queréis y lo entiendo; mas quiero más seguir mi antojo y apetito que no vuestra voluntad». Y que en cosa de esta suerte hay poco, a mí no me lo parece por leve que sea la culpa, sino mucho y muy mucho” (C 41,3).
Por ello es importante que el obispo, el sacerdote y quien quiera seguir de cerca al Señor le pida que le conceda el don de desarraigar el apego a todo pecado, y suplique a la Virgen María que le haga crecer en todo tipo de virtudes. Dios no dejará de escucharnos cumplidamente esta petición y con la ayuda eficaz de María, nuestra Madre y educadora, no dejará de alcanzarnos los dones para que se cumpla en nosotros la bienaventuranza evangélica: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de perfección y de santidad, porque serán saciados por Dios” (Mt 5, 6).
El obispo tiene tan alta misión en la Iglesia que no puede permitirse el lujo de vivir en pecado, y más cuando tiene tan a mano el sacramento de la reconciliación. Incluso debemos purificarnos de los sentimientos que surgen de lo más hondo de nuestro corazón cuando los otros nos hacen mal. Porque como escribió esta gran contemplativa que es Teresa Jesús: “Así los contemplativos han de llevar levantada la bandera de la humildad y sufrir cuantos golpes les dieren sin dar ninguno; porque su oficio es padecer como Cristo, llevar en alto la cruz, no la dejar de las manos por peligros en que se vean, ni que vean en él flaqueza en padecer; para eso le dan tan honroso oficio” (C18, 5).
No sólo se debe perdonar, sino también pedir perdón de las faltas que hayamos cometido con nuestro prójimo, y reconciliarnos con él. “Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tienen algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 5, 23-24). No es agradable a Dios un acto de culto llevado a acabo por quien no quiera reparar primero el daño causado al prójimo. El pecador, como el hijo pródigo, ha de tener conciencia de que sus pecados hieren al mismo tiempo su relación con Dios y con el prójimo, “Padre, he ofendido a Dios y te he ofendido a ti” (Lc 15,18).  En ocasiones el prójimo no llegará a perdonarnos, pero siempre podemos esperar el perdón de Dios, ya que solamente El es siempre misericordioso y dispuesto a cancelar los pecados y hará fiesta por ello: “convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado” (Lc 15, 32).

8. El orante debe amar a Dios de todo corazón

Además de amar al hermano, la voluntad de Dios es que le amemos con todo el corazón, con toda el alma, y con todas nuestras fuerzas (cf. Mc 12, 30). Por ello el verdadero orante debe tener una actitud de desasimiento de toda persona, cosa o criterio personal. La razón estriba en que “siendo la oración de nuestra parte escucha, acogida, respuesta, donación a cuanto Dios manifiesta, el orante debe sentirse libre para quedar disponible a la voluntad del Señor. El asimiento a cosa, personas y a sí mismo impiden cualquier actitud de entrega. Sin ella, la oración queda en palabras, en deseos ineficaces, en nada[28]. Quien ama de verdad a Dios, no rechaza las cosas ni las personas, pero si discierne las que más le favorecen y profundizan su encuentro con Dios.
Pero el proceso de desasimiento es progresivo, esta se realiza con la colaboración del que ora y la acción del Espíritu de Dios, que a través de las noches del sentido y del espíritu conducen a esta verdadera libertad interior para poder entregarse a Dios y dejarse transformar por El.
Los escritos de san Juan de la Cruz intentan llevar al cristiano a la vida de íntima unión con Dios, unión que sólo se puede realizar por un don divino, y por correspondencia del cristiano que ama a Dios con sinceridad de corazón. San Juan de la Cruz, en el Cántico espiritual, escribirá:
“Cuando Dios es amado, con grande facilidad acude a las peticiones de su amante. Y así lo dice él por san Juan, diciendo, «Si permaneciéres en mí, todo lo que quisiéredes pediréis, y hacerse ha» (15,17). De donde entonces le puede el alma de verdad llamar Amado,  cuando ella está entera con él, no teniendo su corazón asido a alguna cosa fuera de él; y así, de ordinario trae su pensamiento en él (…) Algunos llaman al Esposo Amado, y no es Amado de veras, porque no tienen  entero con él su corazón,  y así su petición no es en la presencia de Dios de tanto valor; por lo cual no alcanzan luego su petición, hasta que, continuando la oración, venga a tener su ánimo más continuo con Dios, y el corazón con él más entero con afección de amor, porque de Dios no se alcanza nada si no es por amor” (Can. 1, 13).
Escribe también san Juan de la Cruz, que para ser orante de veras se requiere: “sólo mirar que tu conciencia esté pura, y tu voluntad entera en Dios, y la mente de veras puesta en él” (3S 40,2). Por ello, cuando hay alguien que ama a Dios con puro amor y su voluntad está toda entera en Dios, su oración es extraordinariamente poderosa ante El. Un testimonio de ello es santa Teresa del Niño Jesús. Sus manuscritos reflejan la delicadeza de su amor a Dios, que estuvo presente tanto en las interminables sequedades de su alma, como en la dolorosa enfermedad de su padre, o la terrible noche de fe del final de sus días; por ello su vida es tan extraordinariamente fecunda. Teresa de Lisieux hace realidad las palabras de san Juan de la Cruz: “Es más precioso delante de Dios y del alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas” (Can. 29, 2).

9. El orante debe orar en la Iglesia y con la Iglesia

Otra de las condiciones de la oración es que sea realizada comunitariamente. “Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra a pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18 19-20).
El orante debe orar en la Iglesia y con la Iglesia. “Porque cuando pide la Iglesia o un enviado suyo, es Jesús el que pide en ella como cabeza y es el Espíritu Santo quien con gemidos inefables pide remedio por las necesidades del cuerpo que vivifica. El Espíritu Santo siempre pide bien y debidamente en el corazón de la Iglesia y de sus hijos, en quienes habita y domina. Y así el enviado por la Iglesia siempre alcanza” (LAD 5,84).
El ideal de la oración de la Iglesia está en la identificación de la oración de sus miembros con la de Cristo, por quien tenemos acceso al Padre. Por ello la Iglesia invitará buscar a Cristo penetrando cada vez más por la oración en su misterio, alaben a Dios y eleven súplicas con los mismos sentimientos con que oraba el divino Redentor.
 La santidad de los que oran hace posible una mayor identificación con Cristo orante al Padre. Por ello “cuanto más santa sea la asamblea, por la vida santa de todos sus miembros y de la comunidad en sí, más perfecta será la asimilación a Cristo orante y mediador entre Dios y los hombres. Pero por pobre y pecadora que sea una comunidad eclesial a causa, sobre todo, de las limitaciones de sus miembros, no por ello su oración deja de ser la oración de Cristo, autor de nuestra reconciliación[29]. Porque “en Cristo radica la dignidad de la oración cristiana, al participar ésta de la misma piedad para con el Padre y de la misma oración que el unigénito expresó con palabras humanas en su vida terrena y es continuada incesantemente por la Iglesia y por sus miembros en representación de todo el género humano y para su salvación[30].
La Iglesia cree en el poder de la oración celebrada en comunidad, aunque ésta esté reducida a la más mínima expresión, porque está segura de la presencia invisible de Cristo, que es el vínculo de la comunidad cristiana.


Siglas

Obras de santa Teresa de Jesús: C. Camino de Perfección; M. Moradas; V. Vida.
Obras de san Juan de la Cruz: Can. Cántico Espiritual; S. Subida al Monte Carmelo.
Otras siglas. LAD. Lucha del alma con Dios, Francisco Palau; LG Lumen Gentium; TAM. Tertio Millennio Adveniente de san Juan Pablo II.

Notas

[1] Citado por B. Bro, Aprendre a pregar. Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 1981, p. 83.
[2] Cf.  P. Jacquemont, “El Espíritu Santo, Maestro de oración”. Concilium, 179 (1982) 333-340.
[3] M. de Goedt, “La intercesión del Espíritu en la oración cristiana”. Concilium, 79 (1972) 331-342.
[4] Cf. J. Gámara,  “Oración”. en Diccionario teológico, el Dios cristiano, dirigido por Xabier Pikaza y Nereo Silanes, Ed. Secretariado Trinitario Salamanca, 1992, pp. 977-988.
[5]H. Schönweiss, “Oración” en Diccionario teológico del Nuevo Testamento. Dirigido porLothar Coenen, Erich Beyrenther, Hans Bietenhardm. Ed. Sígueme, Salamanca, 1993,  2ª ed., Vol. III,  pp. 212-225.
[6] Ibid., 214.  
[7]  Ibid.,  224.
[8] Citado por san Alfonso M. de Ligorio, El gran medio de la oración, Ed. Alonso, Madrid, 1979, p. 53.
[9] Ibid., 54.
[10]  Ibid., 55.
[11] Ibid., 84.
[12] San Juan de la Cruz. “Coplas «a lo divino»” en Obras Completas.  Ed. de Espiritualidad, Madrid, 1980, p. 106.
[13] H. Schönweiss, o.c., 213.
[14] Cf. J. Helewa, Orar, enseñanzas del Evangelio. Ed. Monte Carmelo, Burgos, 1994, p. 35.
[15]  Citado por san Alfonso M. de Ligorio, 104.
[16] A. Guerra, Oración cristiana, Sociologia-Teologia-Pedagogia. Ed. de Espiritualidad, Madrid, 1984, pp. 88-89
[17] H. Schönweiss,  o.c., 218.
[18] A. Hamman, La oración.  Ed. Herder, Barcelona, 1967, pp. 158-159.
[19] J. Corbon, “La Oración Cristiana”, Scripta Theologica 31 (1999/3)733-747, (741-742).
[20] J. Lafrance,  El poder de la oración. o.c., 129.
[21] Macario el Grande, Homilías, 3.4, citado por J. Lafrance, El poder de la oración, o.c.,110.
[22] A. Hamman, o.c., 148.
[23] J. Corbon, o.c., 744.
[24] Cf. M. Iragui, Encuentro con Jesús.  Ed. El Carmen, Vitoria, 1989, 3ª ed. p. 61.
[25] Ibid., 65-66.
[26] Ibid.,  67.
[27] Ibid., 67.
[28] A. Guerra, o.c., 142.
[29] J. López, La oración de las Horas, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca, 1984, p. 51.