viernes, 19 de junio de 2020

¿Cómo han orado los grandes intercesores de la Iglesia?




Nos dice la Sagrada Escritura: "Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente" (Mt 22,37).
Los grandes orantes son los que se han dejado trabajar por el Espíritu Santo hasta amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma, con toda su inteligencia, con todas sus energía y, han amado a los demás  desde el mismo amor de Cristo.
     Cada uno de ellos ha orado en favor de sus hermanos, poniendo todas sus capacidades hasta derramar la sangre del propio corazón. Santa Catalina de Siena, que se sentía responsable de los males de la Iglesia rogaba así al Señor: "Dulce Señor mío, vuelve generosamente tus ojos misericordiosos hacia este tu pueblo y al mismo tiempo que hacia el cuerpo místico de tu Iglesia; porque será mucho mayor su gloria si te apiadas de la inmensa multitud de tus criaturas, que si sólo te compadeces de mí, miserable, que tanto ofendí a tu Majestad. Y ¿cómo iba yo a poder consolarme, viéndome disfrutar de la vida al mismo tiempo que tu pueblo se hallaba sumido en la muerte, y contemplando en tu amable Esposa las tinieblas de los pecados, provocados precisamente por mis defectos, y los de tus restantes criaturas?” (II Lectura de maitines, domingo XIX, Sobre la Divina Providencia, cap. 4,13).
     Después de orar insistentemente por una persona con muchas lágrimas santa Catalina de Siena dirá: “¡Oh Amor, oh Amor! ¡Te he vencido con tu mismo amor! Es tu voluntad que te pida con ardientes ruegos, lo que tú solo por ti mismo puedes hacer por tu libre benignidad”[1].
     Santa Teresa de Jesús se dirigirá a Dios con plegarias ardientes en favor de la Iglesia  e  implorando la salvación de todos los hombres, el libro de las Exclamaciones es una buena muestra de ello: "Oh, Dios de mi alma, qué prisa nos damos de ofenderos y cómo os la dais Vos mayor a perdonarnos! ¿Qué causa hay, Señor, para tan desatinado atrevimiento?; ¿si es el haber ya entendido vuestra gran misericordia y olvidarnos de que es justa vuestra justicia? Cercáronme los dolores de la muerte (Sal 17, 5-6).  Oh, oh, oh: qué grave cosa es el pecado que bastó a matar a Dios con tantos dolores.  (...) ¡Oh cristianos verdaderos!, ayudad a llorar a vuestro Dios, que no es por solo Lázaro aquellas piadosas lágrimas, sino por los que no habían de querer resucitar, aunque su Majestad los diese voces (Jn 11,35) Resucitad a estos muertos; sean vuestras voces, Señor, tan poderosas que, aunque no os pidan la vida, se la deis. (...) ¡Oh dureza de corazones humanos! Ablándelos vuestra inmensa piedad, mi Dios” (n. 10).
     Teresa del Niño Jesús a los trece años, el día de Navidad, fue sanada de su extrema sensibilidad,  nos dice que a partir de entonces: “Sentí un gran deseo de trabajar  por la conversión de los pecadores, deseo que nunca había sentido tan vivamente... Sentí, en una palabra,  que entraba en mi corazón la caridad, la necesidad de olvidarme de mí misma por complacer a los demás. ¡Desde entonces fui dichosa!... Un domingo, contemplando una estampa de nuestro Señor crucificado, quedé profundamente impresionada al ver la sangre que caía de una de sus manos divinas. Experimenté una pena inmensa al pensar que aquella sangre caía al suelo sin que nadie se apresurase a recogerla; y resolví mantenerme en espíritu al pie de (La ) cruz para recibir el divino rocío que goteaba de ella, comprendiendo que luego tendría que derramarlo sobre las almas” (Ms. A, 45 v).
Hacia el final de su vida, la oración intercesora de Teresa de Lisieux se fue simplificando cada vez más: "Si (...) quisiera pedir para cada alma lo que necesita, los días se me harían demasiado cortos, y correría un gran riesgo de olvidar alguna cosa importante. Las almas sencillas no necesitan usar medios complicados. Como yo soy una de ellas, una mañana, durante mi acción de gracias, Jesús me inspiró un modo sencillo de cumplir mi misión. Me hizo comprender el sentido de estas palabras de los Cantares: «Atráeme, correremos tras el olor de tus perfumes». ¡Oh Jesús! No es, pues, ni siquiera necesario decir «¡Al atraerme a mí, atrae también a las almas que amo!» Esta simple palabra «Atráeme» basta. Lo comprendo Señor: Cuando un alma se ha dejado cautivar por el olor embriagador de vuestros perfumes, no podría correr sola; todas las almas que le son queridas se sienten llevadas tras de ella. Y esto se cumple sin violencia, sin esfuerzo, como una consecuencia natural de su propia atracción hacia vos" (Ms C 33v-34r).



[1] Citado Por Raimiro Gónzález, o.c., 317.