No son sólo unas palabras que
dirigen al Señor los contemplativos lo que hace posible que muchas personas de
todo el mundo se conviertan a la fe o progresen en la santidad, sino que debe
haber una vida del todo entregada al Señor, y eso lo podemos comprender a
través del testimonio y los escritos de
Edith Stein.
Ella era una filósofa
alemana de origen judío que conscientemente se hizo atea, pero que se sintió
llamada a ingresar al Carmel desde el
día de su conversión al catolicismo, después de leer el libro de la Vida de santa Teresa de
Jesús.
Progresivamente ella irá comprendiendo cada vez más que su servicio a
los hombres es desde el sacrificio, desde la oración, desde la vida interior,
más que con el apostolado de la palabra y de la pluma. Tres años antes de su
ingreso al Carmel hablando de su maestro Husserl, dice: “La oración y el
sacrificio son seguramente mucho más importantes que todo lo que podamos
decirle (...). Nosotros no tenemos que juzgar, sino que confiar en la insondable misericordia de Dios.
Después de cada encuentro, en el que percibo la impotencia del influjo directo,
se hace más patente en mí la urgencia
del propio holocausto" (Cta. 39, 16.2.1930). A los seis días de su
profesión solemne muere su maestro Husserl, reconociendo el gran amor de Dios y
el perdón de Cristo. Ella lo considerará como un fabuloso regalo de
profesión.
Cuando a la edad de 42 años pide poder ingresar en la Carmel de Colonia,
expresará los motivos de su vocación con estas palabras: "No nos puede
ayudar la actividad humana, sino la Pasión de Cristo. Mi deseo
es participar en ella". Para Edith la vida religiosa es un martirio
incruento para ganar a sus hermanos de raza (los judíos) para Cristo.
Una vez ha ingresado en el Carmelo se irá adentrando cada vez más en
la vocación contemplativa. En diversos escritos, muchos de ellos son
conferencias que ella daba a sus hermanas de comunidad, podemos acercarnos al
sentido de la vida contemplativa a partir de su reflexión profunda.
Ella considera que la vida contemplativa es estar "delante del
rostro del Dios vivo”, manteniéndose siempre atenta a sus indicaciones y
disponible a su servicio. Para que esta vocación se vaya haciendo realidad hay
que tener unas actitudes permanentes. Para ella son: caminar hacia el interior
de uno mismo, que como dirá ella: "es
la más profunda y rica fuente de felicidad", cultivando la vida de
oración, sin eso no es posible avanzar hasta la donación total al Señor. Además
dirá: "Quien ingrese en el Carmelo tiene que entregarse totalmente al Señor. Sólo la que
valore el sagrario, desde su lugarcito en el coro, más que todas las cosas del
mundo, puede vivir aquí; y aquí encontrará, sin duda alguna, una felicidad como
no la puede dar ninguna gloria del mundo.
Nuestro horario nos garantiza
horas de diálogo a solas con el Señor, y sobre ellas se fundamenta
nuestra vida"[1].
En estas horas de soledad, de diálogo con Dios, "se edifica a sí misma
para todos los demás; aquí encuentra ella descanso, claridad y paz; aquí se
solucionan todas las preguntas y dudas; aquí se conoce ella a sí misma; aquí
puede ella presentar su situación y recibir los tesoros de su gracia, de los que de buena gana podrá
repartir para los demás”[2]
Edith Stein penetró hondamente en la riqueza de la oración litúrgica
de la Iglesia ,
le ayudaron a ello su contacto con la orden benedictina y el movimiento de la
renovación litúrgica presente en el centro de Europa. Edith distinguía, pero no
contraponía ni separaba las diferentes formas de oración: la oración litúrgica
de la Iglesia
y la oración personal.
Ella siempre defendió la unidad y la complementariedad de estas dos
formas fundamentales de oración. Dirá:
"Todos necesitamos de estas horas en las que escuchamos en
silencio y dejamos que la
Palabra divina obre en nosotros hasta el momento en que ella
nos conceda ser fructíferos en la ofrenda de la alabanza y en la ofrenda de las
obras concretas. Todos nosotros necesitamos de las formas que nos han sido
transmitidas y de la participación en el culto divino público, para que de esa
manera nuestra vida interior sea motivada y conducida por rectos caminos y para
que allí encuentre sus modos de expresión convenientes. La solemne alabanza
divina tiene que tener también un lugar en este mundo, donde ha de alcanzar la
más grande perfección de la que los hombres son capaces. Sólo desde aquí puede
levantarse al cielo por el bien de toda la Iglesia , y transformar a sus miembros, despertar
la vida interior y animarla a la coherencia exterior. La oración pública, a su
vez, tiene que ser vivificada por dentro en tanto que deja espacio en las
moradas interiores del alma para una profundización silenciosa y recogida.
(...) Las moradas de la vida interior ofrecen un refugio contra ese peligro,
ellas son los lugares donde las almas están en presencia de Dios en silencio y
soledad, para convertirse en amor vivificante en el corazón de la Iglesia "[3].
Por ello: "no se trata de contraponer las formas libres de
oración como expresión de la piedad «subjetiva»
a la liturgia como forma «objetiva» de oración de la Iglesia : a través de cada
oración auténtica se produce algo en la Iglesia , y es la misma Iglesia la que ora en cada
alma, pues es el Espíritu Santo, que vive en ella, el que intercede por
nosotros con gemidos inefables (cf. Rm 8,26)”[4].
Ser servidora del amor es otro de los rasgos de toda vida contemplativa:
"Para las carmelitas, en sus condiciones de vida cotidiana, no
existe otra posibilidad de responder al amor de Dios si no es cumpliendo sus
obligaciones diarias, hasta las más pequeñas, con fidelidad; como un pequeño
sacrificio, que exige de un espíritu vital la estructuración de los días y de
toda la vida, hasta en sus detalles más pequeños, y esto llevado con alegría
día a día y año tras año; presentando al Señor todas las renuncias que exige la
convivencia constante con personas totalmente distintas, con una sonrisa de
amor; no dejando escapar ninguna ocasión de servir a los demás con amor. A todo
ello hay que añadir, finalmente, lo que Dios pide a cada alma como sacrificio
personal. Este es el "caminito", un ramo de florecillas
insignificantes que son depositadas cada día frente al Santísimo. Quizás un
martirio silencioso a lo largo de toda la vida y del cual nadie tiene noticia,
y a la vez es una fuente de paz profunda y de una alegría que nace del corazón;
y una fuente de gracia que brota en medio del mundo, sin que nosotros sepamos a
dónde se dirige y sin que los hombres que la reciben sepan de dónde viene”[5].
Estas palabras de Edith
Stein nos recuerdan otras de santa Teresa del Niño Jesús:
“¡Oh, Amado mío, así es como se consumirá mi vida!... No tengo otro
modo de probarte mi amor que arrojando flores, es decir, no desperdiciando ningún pequeño sacrificio, ninguna mirada, ninguna palabra,
aprovechando las más pequeñas cosas y haciéndolas por amor.... Quiero sufrir
por amor, y hasta gozar por amor, de esta manera arrojaré flores delante de tu
trono. No hallaré flor en mi camino que no deshoje para ti... Además, al
arrojar mis flores, cantaré (¿se podría llorar al ejecutar una acción tan
gozosa?), cantaré aun cuando tenga que coger mis flores de en medio de las
espinas. Y tanto más melodioso será mi canto, cuanto más largas y punzantes
sean las espinas. De qué te servirán, Jesús mis flores y mis cantos?... ¡Ah!,
Estoy segura de que esa lluvia perfumada, esos pétalos frágiles y sin ningún
valor, esos cantos de amor del más pequeño de los corazones te embelesarán. Sí,
esas nadas te complacerán, harán sonreír a la Iglesia triunfante, la
cual recogerá mis flores deshojadas por amor y las hará pasar
por tus manos divinas que recogerá mis flores deshojadas por amor, las
hará pasar por tus manos divinas, ¡oh Jesús! Y una vez esas flores hayan
cobrado a tu divino contacto un valor infinito, la Iglesia del cielo,
queriendo jugar con su niñito, las arrojará, también ella, sobre la Iglesia paciente para
apagar sus llamas, las arrojará sobre la Iglesia militante para hacer conseguir la
victoria...” (Ms B 4v).
Edith Stein
que había vivido de cerca los estragos de la I Guerra Mundial, ya que
como voluntaria de la Cruz
Roja estuvo unos meses atendiendo a soldados heridos en un
hospital de enfermedades infecciosas. Ante las amenazas de una nueva guerra
mundial, el domingo de Pascua de 1939
hizo ofrenda de su vida a Dios para evitar una nueva guerra mundial.
Pero la guerra mundial estalla aquel mismo año. Ella procurará vivir este acontecimiento con una
donación más profunda de si misma e intentará ayudar a sus hermanas para que
también lo hagan. En un escrito para conmemorar la fiesta de la Epifanía dirá:
"Cuanto más profundamente esté el alma unida a Dios, y cuanto más
desinteresadamente se haya entregado a su gracia, tanto más fuerte será su
influencia en la configuración de la Iglesia. Y viceversa, cuanto más profundamente
esté sumergida una época en la noche del
pecado y en la lejanía de Dios, tanto más necesita de almas que estén
íntimamente unidas a Él. (...). Hoy vivimos
en una época que necesita urgentemente de una renovación desde las fuentes
escondidas de las almas unidas a Dios.
Hay mucha gente que tiene puestas sus últimas esperanzas en esas fuentes
de la salvación. Esta es una amonestación muy seria: de cada una de nosotras se
exige una entrega total al Señor que nos ha llamado, para que pueda ser
renovada la faz de la tierra. En total confianza debemos abandonar la nuestra
alma a las inspiraciones del Espíritu Santo. No es necesario que experimentamos
«la epifanía» de nuestra
vida, sino que hemos de vivir en la certeza de fe que, lo que el Espíritu de Dios obra escondidamente en
nosotros, produce sus frutos en el reino celestial. Nosotros los veremos en la
eternidad"[6].
Ya que la donación incruenta
de todo su ser a la voluntad divina ya se havia producido, por ello Edith
conservará la paz y la serenidad cuando
los agentes de la Gestapo
la irán a buscar al convento por llevarla al campo de concentración. Ella dirá
a su hermana Rosa: “Ven, vamos por nuestro pueblo”. Edith con Cristo su Maestro
y su Esposo caminará con dignidad hacia la culminación de su holocausto. Su
caminar hacia la muerte lo hará con la
sencillez de la hija de Dios, repartiendo el consuelo que recibe de Dios entre
aquellos que con ella caminan hacia el
holocausto, sobre todo cuidando de los niños abandonados por sus madres
aterradas por la proximidad de la muerte.
Edith
morirá en las cámaras de gas, probablemente el 9 de agosto de 1942. La muerte
le será la puerta de entrada a la
Iglesia celestial, desde donde intercede por todos los que
buscan la verdad, por el pueblo judío, por la paz del mundo, por la
santificación de los contemplativos..., así como por toda Europa de la que es
co-patrona desde 1999.
[1]
Citado por Evaristo Renedo, “Edith Stein o Teresa Benedicta de la Cruz, O.C.D.
Su pensamiento sobre la vocación del Carmelo”, Revista Monte Carmelo,
Burgos,107 (1999) 351.
[2]
Ibid., 351.
[3]
Edith Stein, o.c., 84-85.
[4]
Ibid., 82.
[5]
Cit. E. Renedo, o.c., 351-352.
[6] Edith Stein, o.c., 131, 135.