En la
diversidad de familias religiosas que configuran la vida contemplativa, podemos
descubrir una extraordinaria diversidad, pero con una armonía interna, ya que
cada una de las familias contemplativas ponen el acento en alguna de las
dimensiones que Jesús vivió en su vida terrenal. Así unos procuran hacer vida
el amor que Cristo tenía hacia su madre María (los carmelitas, las
concepcionistas); otros ponen el acento en la lectura amorosa de la Escritura para escrutar
los designios de Dios sobre la propia vida, sobre la Iglesia o sobre nuestro
mundo (entre otros las monjas jerónimas); otros ponen el acento en la vida
penitencial de Jesús en el desierto (las monjas mínimas); otros en la vida de
pobreza y de fraternidad de Jesús con sus discípulos (las seguidoras de san
Francisco y santa Clara); otros en el diálogo de Jesús con el Padre acentuando
la vida de soledad (los cartujanos); otros procuran hacer vida la intercesión de Cristo en favor de su
Iglesia (el carmelo teresiano y las monjas dominicas); otros centran su
atención en la adoración de la
Eucaristía que Jesús nos dejó como memorial (las adoratrices
perpetuas y las esclavas del Santísimo Sacramento); otros en la celebración del
culto divino procurando unirse a la oración
de Cristo el único intercesor, y en la
espera de la venida de su Reino (los seguidores de la Regla de santo Benito.
El Magisterio de la Iglesia pide la fidelidad
al carisma del fundador/a, y tiene presente la bella diversidad de los
diferentes carismas que configuran la vida contemplativa. Ello se puede
observar en los diferentes mensajes, alocuciones de los Papas, o en otros
documentos del Magisterio de la
Iglesia tanto de hace cien años como actualmente, cuando han
hablado de la vida contemplativa en general o han dirigido un mensaje a una
Orden particular, tanto de Europa como de los otros continentes. En estos
textos se puede observar:
El Vaticano II, nos dice que la
vida contemplativa “pertenece a la plenitud de la presencia de la Iglesia ” (AG, 18) y se
espera de los institutos de vida contemplativa
que ofrezcan a Dios, “un eximio sacrificio de alabanzas, ilustran al
pueblo de Dios con úberrimos frutos de santidad, lo mueven con su ejemplo y lo
dilatan con misteriosa fecundidad apostólica” ( PC 7).
La misteriosa fecundidad de la
vida contemplativa, le viene porque: “Participa en la obra de la salvación de
Cristo, que no se puede realizar sin un
intenso espíritu de oración y sacrificio” (Juan XXIII a los carmelitas). “La oración
y la penitencia hacen bajar del cielo la abundancia de las gracias, que contribuyen
al progreso de la Iglesia
y a la salvación del género humano (Pío XI a los cartujanos). Hay “una relación íntima entre la oración y la
difusión del Reino de Dios, entre oración y conversión de los corazones” (Juan
Pablo II). Sed “verdaderos cooperadoras de la misión salvífica de Cristo
escogida expresión de amor” (Juan Pablo II). “Ayudan de una manera muy positiva
en la construcción de un mundo cada golpe más cristiano y más de Dios” (Pablo
VI a los cistercenses). La misteriosa fecundidad de la vida contemplativa, le
viene para que: “Participa en lo obra de la salvación de Cristo, que no se
puede realizar sin un intenso espíritu de oración y sacrificio” (Juan XXIII a
los carmelitas). “La oración y la penitencia hacen bajar del cielo la
abundancia de las gracias, que contribuyen al progreso de la Iglesia y a la salvación
del género humano (Pío XI a los cartujanos). Hay “una relación íntima entre la oración y la
difusión del Reino de Dios, entre oración y conversión de los corazones” (Juan
Pablo II). Son “verdaderas cooperadoras de la misión salvífica de Cristo
escogida expresión de amor” (Juan Pablo II). “Ayudan de una manera muy positiva
en la construcción de un mundo cada vez más cristiano y más de Dios” (Pablo VI
a los cistercienses). Son
“evangelizadoras con una misteriosa fecundidad apostólica” (Juan Pablo II). La oración de los contemplativos, no está pero
“circunscrita a ningún límite de tiempo, lugar o cosa; sino que se extiende
siempre y en todas partes en todo lo que implica al honor de su Esposo y el
bien de las almas” (Pío XII).
“En el corazón de los
contemplativos se decide la suerte de la Iglesia " (Pablo VI). Por eso “sentid cada
vez más vivamente vuestra responsabilidad en la edificación de la Iglesia ” (Juan Pablo
II). “Si llegasen a faltar estas almas,
si su vida desfalleciese y se secara, comportaría el empobrecimiento de las
energías de todo el Cuerpo Místico” (Pablo VI, a los trapenses). Por eso
“infundid con vuestra oración un nuevo aliento de vida a la Iglesia y en el hombre
actual” (Juan Pablo II) y tened “siempre un corazón fuerte y sano (que dé) vida
a todo el organismo de la
Iglesia local, y de la Iglesia universal” (Juan Pablo II,
Redentoristas). “Con vuestra oración y
vuestros sacrificios llegáis al corazón de cada diócesis y de cada comunidad
eclesial del continente, para que sobre ellas se derramen las bendiciones del
Señor. Eso será de gran consuelo para la acción pastoral de los obispos y
sacerdotes; alentará el apostolado de los religiosos y religiosas de vida
activa; favorecerá la práctica religiosa y el compromiso evangélico de todos
los fieles laicos” (Juan Pablo II).
Se podría decir en una palabra: la Iglesia espera de los
contemplativos que logren de Dios el don del Espíritu Santo (Lc 11,13), ya que
por medio del Espíritu Santo recibimos los dones de Dios que vivifican la Iglesia , la rejuvenecen y
la llenan de vigor misionero, y la hacen fecunda.
Pablo VI dirá en Evangelii
Nuntiandi (EN), el Espíritu Santo es “el agente principal de la
evangelización: El es quien impulsa a cada uno a anunciar el Evangelio y quien
en lo hondo de las conciencias hace aceptar y comprender la Palabra de salvación” (EN,
75). Por lo tanto, la Iglesia
espera de los contemplativos que se dejen modelar por la acción del Espíritu
Santo para que sean eficaces intercesores, con los mismos sentimientos de
Cristo, secunden la oración que con
gemidos inefables el Espíritu ora en lo más interior de la persona en bien de la Iglesia y de la humanidad,
pidiendo perseverantemente una nueva y
abundante efusión del Espíritu Santo sobre nuestra Iglesia y sobre la humanidad
entera, no sólo unos días al año, el tiempo que va de la solemnidad de la Ascensión hasta
Pentecostés, sino que el contemplativo y la contemplativa debe ser siempre como
María en el cenáculo, para que con ella y los santos invoquen constantemente un perenne Pentecostés para
que Dios envíe de nuevo el Espíritu Santo sobre la Iglesia y la humanidad,
para que renueve la faz de la tierra,
para que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.
Pero el día de
la semana por excelencia para vivir espiritualmente en el cenáculo e implorar
constantemente y conscientemente que venga el Espíritu a renovar la Iglesia es sin duda el
domingo, así nos lo remarcaba Juan Pablo II en su carta apostólica Dies
Domini: “Pentecostés no es sólo el acontecimiento originario, sino el
misterio que anima permanentemente a la Iglesia. Si este acontecimiento tiene su tiempo
litúrgico fuerte en la celebración anual con la que se concluye el «gran
domingo», éste, precisamente por su íntima conexión con el misterio pascual,
permanece también inscrito en el sentido profundo de cada domingo. La «Pascua
de la semana» se convierte así como en el «Pentecostés de la semana», donde los
cristianos reviven la experiencia gozosa del encuentro de los Apóstoles con el
Resucitado, dejándose vivificar por el soplo de su Espíritu” (n. 28).
La primera
referencia que el Evangelio de san Juan nos da María la Madre de Jesús es en las
bodas de Caná. Allí María se presenta como intercesora ante su Hijo para
lograrnos las gracias que los hombres y mujeres necesitamos. La última
imagen que de María nos ofrece lo Escritura en su vida terrenal, es de María en
medio de los discípulos perseverando en oración. Es la presencia orante en el
corazón de la Iglesia
naciente. Y María hasta el final de los tiempos permanece en el corazón
de la Iglesia
“implorando con sus súplicas el don del Espíritu Santo” (LG 59). En el corazón
de la Iglesia
la misión primordial de los contemplativos no es otra que unidos a María, en la
comunión de los santos, imploren constantemente a Dios el don del Espíritu
Santo.
Imploraremos, pues, constantemente este don por excelencia que Dios en
su amor nos quiere conceder si confiadamente y perseverantemente le suplicamos
hasta convertirnos en una constante invocación del Espíritu Santo, llegando a
tener una verdadera hambre de que el Espíritu Divino venga y embellezca la Iglesia hasta que un día
podamos participar en las bodas con el Cordero en la Parusía. Pero hasta
que no llegue este momento, pidamos a Dios que por medio de su Espíritu Santo
llene de sus dones a hombres y mujeres de buena voluntad para que trabajen en
la construcción del Reino que Jesús vino a inaugurar, donde los hambrientos
puedan comer, los ignorantes sean instruidos, los enfermos sanados, viviendo
todos como hermanos, honrando al Padre del cielo y reconociendo a Jesús como
nuestro hermano y salvador.