viernes, 19 de junio de 2020

Implorar el don del Espíritu Santo, el fin de la vida contemplativa






En la diversidad de familias religiosas que configuran la vida contemplativa, podemos descubrir una extraordinaria diversidad, pero con una armonía interna, ya que cada una de las familias contemplativas ponen el acento en alguna de las dimensiones que Jesús vivió en su vida terrenal. Así unos procuran hacer vida el amor que Cristo tenía hacia su madre María (los carmelitas, las concepcionistas); otros ponen el acento en la lectura amorosa de la Escritura para escrutar los designios de Dios sobre la propia vida, sobre la Iglesia o sobre nuestro mundo (entre otros las monjas jerónimas); otros ponen el acento en la vida penitencial de Jesús en el desierto (las monjas mínimas); otros en la vida de pobreza y de fraternidad de Jesús con sus discípulos (las seguidoras de san Francisco y santa Clara); otros en el diálogo de Jesús con el Padre acentuando la vida de soledad (los cartujanos); otros procuran hacer vida  la intercesión de Cristo en favor de su Iglesia (el carmelo teresiano y las monjas dominicas); otros centran su atención en la adoración de la Eucaristía que Jesús nos dejó como memorial (las adoratrices perpetuas y las esclavas del Santísimo Sacramento); otros en la celebración del culto divino procurando unirse a la oración  de Cristo el único intercesor, y en la  espera de la venida de su Reino (los seguidores de la Regla de santo Benito.
El Magisterio de la Iglesia pide la fidelidad al carisma del fundador/a, y tiene presente la bella diversidad de los diferentes carismas que configuran la vida contemplativa. Ello se puede observar en los diferentes mensajes, alocuciones de los Papas, o en otros documentos del Magisterio de la Iglesia tanto de hace cien años como actualmente, cuando han hablado de la vida contemplativa en general o han dirigido un mensaje a una Orden particular, tanto de Europa como de los otros continentes. En estos textos se puede observar:
El Vaticano II, nos dice que la vida contemplativa “pertenece a la plenitud de la presencia de la Iglesia” (AG, 18) y se espera de los institutos de vida contemplativa  que ofrezcan a Dios, “un eximio sacrificio de alabanzas, ilustran al pueblo de Dios con úberrimos frutos de santidad, lo mueven con su ejemplo y lo dilatan con misteriosa fecundidad apostólica” ( PC 7).
La misteriosa fecundidad de la vida contemplativa, le viene porque: “Participa en la obra de la salvación de Cristo, que no se puede  realizar sin un intenso espíritu de oración y sacrificio” (Juan XXIII a los carmelitas). “La oración y la penitencia hacen bajar del cielo la abundancia de las gracias, que contribuyen al progreso de la Iglesia y a la salvación del género humano (Pío XI a los cartujanos).  Hay “una relación íntima entre la oración y la difusión del Reino de Dios, entre oración y conversión de los corazones” (Juan Pablo II). Sed “verdaderos cooperadoras de la misión salvífica de Cristo escogida expresión de amor” (Juan Pablo II). “Ayudan de una manera muy positiva en la construcción de un mundo cada golpe más cristiano y más de Dios” (Pablo VI a los cistercenses). La misteriosa fecundidad de la vida contemplativa, le viene para que: “Participa en lo obra de la salvación de Cristo, que no se puede realizar sin un intenso espíritu de oración y sacrificio” (Juan XXIII a los carmelitas). “La oración y la penitencia hacen bajar del cielo la abundancia de las gracias, que contribuyen al progreso de la Iglesia y a la salvación del género humano (Pío XI a los cartujanos).  Hay “una relación íntima entre la oración y la difusión del Reino de Dios, entre oración y conversión de los corazones” (Juan Pablo II). Son “verdaderas cooperadoras de la misión salvífica de Cristo escogida expresión de amor” (Juan Pablo II). “Ayudan de una manera muy positiva en la construcción de un mundo cada vez más cristiano y más de Dios” (Pablo VI a los cistercienses).  Son “evangelizadoras con una misteriosa fecundidad apostólica” (Juan Pablo II).  La oración de los contemplativos, no está pero “circunscrita a ningún límite de tiempo, lugar o cosa; sino que se extiende siempre y en todas partes en todo lo que implica al honor de su Esposo y el bien de las almas” (Pío XII).
“En el corazón de los contemplativos se decide la suerte de la Iglesia" (Pablo VI). Por eso “sentid cada vez más vivamente vuestra responsabilidad en la edificación de la Iglesia” (Juan Pablo II).  “Si llegasen a faltar estas almas, si su vida desfalleciese y se secara, comportaría el empobrecimiento de las energías de todo el Cuerpo Místico” (Pablo VI, a los trapenses). Por eso “infundid con vuestra oración un nuevo aliento de vida a la Iglesia y en el hombre actual” (Juan Pablo II) y tened “siempre un corazón fuerte y sano (que dé) vida a todo el organismo de la Iglesia local, y de la Iglesia universal” (Juan Pablo II, Redentoristas).  “Con vuestra oración y vuestros sacrificios llegáis al corazón de cada diócesis y de cada comunidad eclesial del continente, para que sobre ellas se derramen las bendiciones del Señor. Eso será de gran consuelo para la acción pastoral de los obispos y sacerdotes; alentará el apostolado de los religiosos y religiosas de vida activa; favorecerá la práctica religiosa y el compromiso evangélico de todos los fieles laicos” (Juan Pablo II). 
Se podría decir en una palabra: la Iglesia espera de los contemplativos que logren de Dios el don del Espíritu Santo (Lc 11,13), ya que por medio del Espíritu Santo recibimos los dones de Dios que vivifican la Iglesia, la rejuvenecen y la llenan de vigor misionero, y la hacen fecunda.
Pablo VI dirá en Evangelii Nuntiandi (EN), el Espíritu Santo es “el agente principal de la evangelización: El es quien impulsa a cada uno a anunciar el Evangelio y quien en lo hondo de las conciencias hace aceptar y comprender la Palabra de salvación” (EN, 75). Por lo tanto, la Iglesia espera de los contemplativos que se dejen modelar por la acción del Espíritu Santo para que sean eficaces intercesores, con los mismos sentimientos de Cristo, secunden  la oración que con gemidos inefables el Espíritu ora en lo más interior de la persona en bien de la Iglesia y de la humanidad, pidiendo  perseverantemente una nueva y abundante efusión del Espíritu Santo sobre nuestra Iglesia y sobre la humanidad entera, no sólo unos días al año, el tiempo que va de la solemnidad de la Ascensión hasta Pentecostés, sino que el contemplativo y la contemplativa debe ser siempre como María en el cenáculo, para que con ella y los santos invoquen  constantemente un perenne Pentecostés para que Dios envíe de nuevo el Espíritu Santo sobre la Iglesia y la humanidad, para que  renueve la faz de la tierra, para que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.
Pero el día de la semana por excelencia para vivir espiritualmente en el cenáculo e implorar constantemente y conscientemente que venga el Espíritu a renovar la Iglesia es sin duda el domingo, así nos lo remarcaba Juan Pablo II en su carta apostólica Dies Domini: “Pentecostés no es sólo el acontecimiento originario, sino el misterio que anima permanentemente a la Iglesia. Si este acontecimiento tiene su tiempo litúrgico fuerte en la celebración anual con la que se concluye el «gran domingo», éste, precisamente por su íntima conexión con el misterio pascual, permanece también inscrito en el sentido profundo de cada domingo. La «Pascua de la semana» se convierte así como en el «Pentecostés de la semana», donde los cristianos reviven la experiencia gozosa del encuentro de los Apóstoles con el Resucitado, dejándose vivificar por el soplo de su Espíritu” (n. 28).
La primera referencia que el Evangelio de san Juan nos da María la Madre de Jesús es en las bodas de Caná. Allí María se presenta como intercesora ante su Hijo para lograrnos las gracias que los hombres y mujeres necesitamos. La última imagen que de María nos ofrece lo Escritura en su vida terrenal, es de María en medio de los discípulos perseverando en oración. Es la presencia orante en el corazón de la Iglesia naciente. Y María hasta el final de los tiempos permanece en el corazón de la Iglesia “implorando con sus súplicas el don del Espíritu Santo” (LG 59). En el corazón de la Iglesia la misión primordial de los contemplativos no es otra que unidos a María, en la comunión de los santos, imploren constantemente a Dios el don del Espíritu Santo. 
Imploraremos, pues, constantemente este don por excelencia que Dios en su amor nos quiere conceder si confiadamente y perseverantemente le suplicamos hasta convertirnos en una constante invocación del Espíritu Santo, llegando a tener una verdadera hambre de que el Espíritu Divino venga y embellezca la Iglesia hasta que un día podamos participar en las bodas con el Cordero en la Parusía. Pero hasta que no llegue este momento, pidamos a Dios que por medio de su Espíritu Santo llene de sus dones a hombres y mujeres de buena voluntad para que trabajen en la construcción del Reino que Jesús vino a inaugurar, donde los hambrientos puedan comer, los ignorantes sean instruidos, los enfermos sanados, viviendo todos como hermanos, honrando al Padre del cielo y reconociendo a Jesús como nuestro hermano y salvador.