Uno de los mejores
testimonios que poseemos sobre la importancia de la libertad afectiva para
progresar en la vida espiritual y luchar por sus intereses como si fueran
propios esta es santa Teresa de Jesús. Al no estar Teresa entera en su
fidelidad a los votos religiosos, aunque sólo fuera por pasatiempos de buenas
conversaciones de locutorio, por ello deberá pasar por un duro desierto
purificador hasta que Cristo de nuevo la despose en fidelidad (Cf. Os 2,21).
Porque Dios no comparte con nadie el amor del hombre. No se sienta a la mesa
con otros invitados. Se esconde entonces, haciendo, a la vez amargos los demás
amores[1].
Pero
Dios luchó por abrirse paso en el interior de Teresa, para ganársela como
amiga, poniendo en juego todas las invenciones de su amor, "forzando"
la voluntad de su criatura. Ella dirá de Dios: “No dejó nada por hacer”.
Pero el Señor no se impone violentamente.
Teresa
sabía que su vida tiene dueño, pero no daba el paso, este es el dolor que parte
a Teresa en dos. Por un lado va el convencimiento y por el otro la vida. No
sacrifica ni uno ni otro. Ella no renuncia a Dios. Pero no entra por el camino
de la totalidad. Se busca a sí misma, autoafirmándose. Esta es la razón de esa
“vida trabajosísima” que todavía, después de tantos años, no logra explicarse
cómo pudo pasarla.
Teresa constatará en su vida a un Dios
"ganoso" de ganarla, de tornarla a sí, cuya capacidad de sufrida
esperanza está muy por encima de la capacidad de pecado del hombre. A partir de
su experiencia ella podrá decir a los demás: "fíe de la bondad de Dios,
que es mayor que todos los males que podemos hacer y no se acuerda de nuestras
ingratitudes..." (V 19,17).
Dios hace a Teresa, a pesar de Teresa, contra
ella misma. Dios no obra porque el hombre le acoja, porque “sea bueno”.
Prescindiendo de la postura que adopte ella, Dios permanecerá siempre fiel a sí
mismo. El nunca se cansa de dar, ni agota sus misericordias. Ese Dios que le
castiga con mercedes (V 7,18) entablando con ella una curiosa lucha de
ofensa-perdón (V 19,17) de la que El sale siempre victorioso.
Hacia el final de la crisis existencial vemos que
multiplicaba sus esfuerzos y diligencias. "Me daba mucho a la oración y
hacía algunas y hartas diligencias para no le venir a ofender". "Buscaba
remedios, hacía diligencias". De la misma famosa amistad dice: "ya
yo misma lo había procurado (romper con ella)". Siempre con idéntico
resultado: la derrota. Y una sensación de cansancio y desaliento se le
apoderaba de todo el ser. Quería, pero no podía. Así introduce el relato de la
conversión definitiva: "Pues ya andaba mi alma cansada y, aunque
quería, declara sin fuerza, incapaz de sacar su vida adelante. Ni yo
pensé salir de ello". El Señor miraba "los deseos que muchas veces
tenía de servirle y la pena por no tener fortaleza en mí para ponerlo por obra”.
Tuvo
que llegar a esta experiencia extrema de pobreza para entrar definitivamente
por el camino del amor. Deponer su actitud de autosuficiencia y confiarse al
Señor. No esperar nada de sí. Esperar todo de Dios. Echarse a los pies de
Cristo para confesar su humilde sumisión, para "dejarse del todo a lo
que El hace" (V 6,4). Oraba Teresa a los pies del Cristo muy llagado,
"que no me había de levantar de allí hasta que hiciese lo que le
suplicaba".
Es en este momento de extrema pobreza e impotencia
donde se sitúa la intervención
fulgurante y renovada de Dios que conmina a Teresa con la fuerza del amor:
"Ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles"
(V 22,5). Sus infructuosos esfuerzos anteriores y la eficaz acción de Dios
ahora. Luego ella dirá: "Debía aguardar a que el Señor obrase, como lo
hizo, ni yo pensé salir con ello; porque ya yo misma lo había procurado... Ya
aquí el Señor me dio libertad y fuerza para ponerlo por obra"(V 22,7).
"Sea el Señor bendito por siempre, que en un punto me dio la libertad
que yo, con todas cuantas diligencias había hecho muchos años había, no pude
alcanzar conmigo" (V 22,8).
Dios le concedió el don de la libertad. “Después
que vi la gran hermosura del Señor, no veía a nadie que en su comparación me
pareciese bien, ni me ocupase; que con poner un poco los ojos de la
consideración de las excelencias y gracias que en este Señor veía” (V 37,4).
Es el encuentro con Dios lo que libera al hombre. La “visión” rompe en mil
trozos el hechizo que las cosas (todo lo que no es Dios) ejercían sobre el
hombre. Ella quedó curada para siempre. “Nunca más yo he podido asentar en
amistad a no ser con personas que aman a Dios y le sirven”. Dios acabó por
vencerla. O Teresa se rindió convencida
de que no podría "cobrar otro amigo mejor" (2M 1,4).
Apenas
empieza a gustar las delicias de la oración busca la soledad para el encuentro
con Dios. Busca la soledad para enmarcar su trato amistoso con Dios (V 5,1;
7,2). La comunicación de Dios por medio de las oraciones infusas acrecienta en
Teresa sus hambres innatas de soledad. “Desea ratos de soledad para gozar
más de aquel bien” (V 15, 14). Cada grado de oración operará un
acrecentamiento del deseo de soledad. La oración mística ha ordenado y
confirmado definitivamente el comportamiento de Teresa, su saber estar ante
Dios y frente a Dios.
Después de la gracia de la conversión que le
concedió la libertad interior, a las personas se las empieza a mirar y a querer
por lo que tienen de Dios. A partir de entonces Teresa es mujer de unidad y de
equilibrio. Poblada de hombres hermanos pero que vive en una profunda soledad
contemplativa. Dios llevó a Teresa a la soledad. La soledad teresiana coincide
cronológicamente con la presencia de Dios en su vida más fuertemente sentida y
experimentada.
La vida de Teresa nos dice que la soledad es destino
insoslayable con que el hombre se encuentra en su camino, piedra angular sobre la
que se asienta la “edificación” de su persona. Ella nos dirá: “Veía que no
me entendía nadie” (V 30,1). “Sólo hallaba remedio en alzar los ojos al
cielo y llamar a Dios.... para no confiar en nadie, porque no le hay que sea
estable sino Dios” (V 39,19). Todas las ayudas que del mundo nos pueden
venir son “unos palillos de romero seco”. En un momento crítico
escribirá: “El verdadero amigo del que hemos de hacer cuenta es Dios”
(Cta. 9-5-77, 191,7).
Después de haberse mostrado Teresa de Jesús fiel a
la voluntad de Dios, en medio de mil dificultades, tanto en los afectos del corazón como en las
obras, cuando ya ha hace unos años que ha iniciado la reforma teresiana, y ha
aceptado ser priora de la
Encarnación , porque esta es la voluntad de Jesús, es cuando
le es concedido el don del matrimonio espiritual. Cuando va a recibir el pan eucarístico, experimenta que Cristo le
dice: “Mira este clavo, que es señal que
serás mi esposa desde hoy; hasta ahora no lo habías merecido; de aquí en
adelante, no sólo como Criador y como
Rey y tu Dios mirarás mi honra, sino como verdadera esposa mía, mi honra es ya
tuyo y la tuya mía”(CC 25).
En medio de todas las dificultades y tormentas en
que se vio envuelta su obra fundacional, Teresa se mantuvo fiel a su Señor y
Esposo hasta el final de sus días, y en la hora suprema de la muerte, cuando se
pone de manifiesto la realidad de cada hombre o mujer, surgió en ella con gran ímpetu su vivencia esponsal con
Cristo: “¡Señor mío y Esposo mío ¡Ya es
llegada la hora tan deseada! ¡Tiempo es que nos veamos, Amado mío y Señor mío!
Ya es tiempo de caminar. ¡Vamos muy enhorabuena! Cúmplase vuestra voluntad. ¡Ya
es llegada la hora en que yo salga deste destierro y mi alma goce en uno de
Vos, que tanto he deseado”[2].
A partir de su experiencia espiritual Teresa concibe
lo divino como relación amorosa, como alteridad que se proyecta sobre nosotros,
con amor que se busca y se dona, por ello lo nupcial preside todo el diálogo
religioso teresiano. Este es un diálogo de amantes; lo divino y lo humano se
relacionan a través de Cristo mediador, bajo el prisma de una mediación
esponsalicia. La imagen nupcial recorre toda la doctrina teresiana, de una
búsqueda amorosa y de un encuentro gozoso. La vida humana es por tanto tiempo
de una aventura amorosa, es el espacio donde el ser humano se abre a un futuro
en donde los límites de su finitud se perderán en lo infinito del amor de Dios,
con quien de alguna manera ha de terminar identificándose al ser transformado
maravillosamente en El, sin perder la identidad de criatura frente a su Creador[3].
Para que este desposorio del alma con Dios se
realice no es necesario que exista ninguna experiencia mística de tipo
sentimental, sino que tiene lugar en la practica de las virtudes cristianas.
Las distintas etapas de la espiritualidad cristiana tendrán un claro matiz
esponsalicio hasta la culminación del así llamado matrimonio espiritual, ya que
para Teresa la vida cristiana son unas nupcias sagradas.
San
Juan de la cruz también vivió personalmente la dolorosa purificación del
espíritu. Las terribles noches del espíritu, descritas en sus libros: Subida del Monte Carmelo y Noche
Oscura no dejan de ser en algunos
aspectos autobiográficos. En la noche de su vida personal, estando preso en
Toledo, surge una luz, se le concede el don de vivir una dimensión de la gracia
bautismal, la conciencia de que el alma es esposa de Cristo. A partir de
entonces su vida quedará transformada radicalmente, mirará a Dios, la creación,
la humanidad con ojos de enamorado.
Juan
de la Cruz caminará en pos de Cristo hasta la unión del
alma esposa con Dios, descrito magistralmente en sus poemas: Cántico, Llama. Rebosante de gozo exclamará: “Míos
son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos, y
míos los pecadores; los ángeles son
míos, y la Madre
de Dios y todas las cosas son mías, y el mismo Dios es mío y para mí, porque
Cristo es mío y todo para mí. Pues, ¿qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo
esto, y todo es para ti. No te pongas en menos ni repares en meajas que caen de la mesa de tu padre. Sal fuera y
gloríate en tu gloria; escóndete en ella y goza, y alcanzarás las peticiones de
tu corazón”[4].
Esta conciencia de los bienes que Dios le da en el Hijo, lo recibió por su
perseverancia en la vida de oración, incluso en las circunstancias más
difíciles, que no le faltaron en su vida, por ello podrá decir: “Quien huye de la oración, huye de todo lo
bueno”[5].
En Teresa de Jesús, Juan de la cruz..., se hace
realidad que “la oración es la forma que
instaura la relación del hombre con Dios, (...) es precisamente un lugar
privilegiado para acoger y personalizar la revelación (...) –que- es en
definitiva una invitación a la comunión profunda con Dios, a la participación
en su verdad y su vida, a un diálogo de palabras y obra, diálogo de vida que se
manifiesta y alcanza la plenitud en Cristo y en el don del Espíritu”[6].
Ellos personalizan una realidad teológica, Cristo,
sabiduría increada como Verbo de Dios que se hace accesible en el tiempo
mediante la encarnación, es el esposo de
la humanidad, que busca establecer con nosotros una verdadera comunidad de
vida.
El bautismo
nos sumerge de tal manera en Cristo que se establece entre él y el cristiano
una verdadera y auténtica alianza, que alcanza a toda la naturaleza humana. El
nuevo miembro es incorporado por el bautismo a la Iglesia que es esposa de
Cristo, por ello cada miembro bautizado, hombre o mujer es esposa de Cristo,
esta vivencia tanto la vive Juan de la
Cruz como Teresa de Jesús.
Esta dimensión del alma esposa de Cristo por el
bautismo está presente en los Padres de la Iglesia. Juan
Crisóstomo, en sus Catequesis
bautismales, refiriéndose al bautismo dirá:
“Lo que aquí acontece es de orden espiritual y
nuestro esposo, llevado por su amor a los hombres, corre a salvar nuestras
almas. Que uno sea feo o deforme, pobre hasta el último extremo de la miseria
(...) el esposo no lo discute, no se informa, no pide cuentas. Lo que hay es un
don gratuito, generosidad y gracia de parte del Amo, sólo me pide una cosa:
olvido del pasado y buen propósito en lo porvenir. ¿Has visto que exceso de
gracia?, ¿Has visto a que esposo se unen las almas dóciles a su llamada? (...)
Ningún hombre no aceptaría nunca derramar la sangre por la esposa con la que se
ha de unir. Pero el Señor amoroso, adaptándose a la bondad que le es propia, ya
ha aceptado este sacrificio grande e insólito por la solicitud que tiene hacia
su esposa, para santificarla con su propia sangre y purificarla con el baño del
bautismo, teniendo ante suyo a la
Iglesia gloriosa”[7].
Se podría afirmar que la vivencia de los místicos no
es más que el testimonio del desarrollo de la gracia bautismal en el cristiano,
entre ellas el desposorio del bautizado con Cristo.
Los
sacerdotes y religiosos también han establecido con Jesús una relación de
fraternidad y de amistad, pero tan intensa que todos los demás amores han
palidecido ante esta relación de amor del Hermano con sus hermanos, del Amigo
con sus amigos, pero ello no sin antes haber experimentado una profunda
purificación.
Hay
sacerdotes y religiosos que en su vida particular han debido atravesar cañadas
oscuras, muy oscuras, han experimentado la presencia de Cristo el Hermano, el
Amigo leal, que no sólo les acompaña
sino que se El se hacía mucho más presente
cuanto más dolorosa es la circunstancia en la que viven.
Angel Moreno, en su bello libro “Pan de
Eucaristía”, da su testimonio, que podrían hacer suyo muchos obispos, ya que la
adoración eucarística con la presencia del Amigo, del Hermano, ha colmado su
soledad.
“Llegué
a Buenafuente, lugar monástico desde el siglo XII, recién ordenado sacerdote,
con veinticuatro años. (...) Mis jornadas eran desiertas, sin presencia humana,
entre recios combates conmigo mismo, que consolaba con sorbos de silencio y soledad,
abriendo mi puerta a todos los que llegaban por una u otra causa. (...) Todos
eran buena noticia humana. En estas circunstancias, recuerdo de manera muy viva
lo que significaba un rato de oración ante el sagrario, solo en la iglesia
vacía y heladora. Se daba el caso de días seguidos sin recibir ninguna visita.
En el invierno hubo temporadas de no poder salir de casa por la nieve. Las
monjas detrás de sus celosías, y mi madre mis únicas relaciones posibles, más
había sentimientos que no podía compartir con ellas. Los dos vecinos se
acostaban a las ocho de la tarde. Doy fe de lo que significa creer en la
presencia real, viva de Jesús, de tú amigo, que respondía a mi necesidad más
sentida, la de poder hablar con otro de amistad o de las dificultades y esperanzas.
Después, en mis viajes de un lado para otro, encontrarme con la Eucaristía era hacerlo
con el amigo que me libraba del sentimiento solitario.
¡Qué difícil es vivir y pasar las jornadas por empeño, por
disciplina, para no deteriorar la propia imagen, por coherencia con el
misterio, por coincidencia con el papel que se debe asumir! ¡Qué distinto es
sentirse relacionado, querido, estimulado por la presencia de un tú amigo! Para
mí, en esos momentos tuvo especial realismo la presencia sacramental de
Jesucristo en la
Eucaristía. (...) La Eucaristía
se convertía en alivio en medio de la debilidad, en acompañamiento
íntimo, peregrino amigo a través de los páramos solitarios. Esta relación fue
para mí el Tú esencial, necesario para poder atravesar mis desiertos, externos
e internos, la presencia viva y favorable de alguien que, fuera de mí mismo, me
hacía sentirme persona”[8].
También la presencia
del Amigo en las circunstancias duras de un campo de concentración nazi puede consolar de tal forma, que el bto Tito
Brandasma podrá decir a Jesús:
“Cuando
te miro, buen Jesús, advierto
en
ti el amor del más querido amigo,
y
siento que al amarte yo, consigo
el
mayor galardón, el bien más cierto
(...)
¡Quedaté, mi Jesús! Que, en mi desgracia,
jamás
el corazón llore tu ausencia:
¡que
todo lo hace fácil tu presencia
y
todo lo embelleces con tu gracia![9]
El vivir la castidad de forma radical hace
que la vida de la persona consagrada a Dios sea profundamente fecunda en bien
de la Iglesia
y de la humanidad, ya que al abnegarse en esta dimensión tan íntima y profunda
de toda persona humana por amor a Cristo (Mt 19,12), va afianzando la unión del
creyente con Jesucristo, quien le hace partícipe de su vida de unión con el
Padre; y, así, el Señor se puede valer de él o de ella como instrumento para
que la vida desbordante de que es poseedor
renueve la Iglesia
y la humanidad. Jesucristo, como bien lo describe Francisco Contreras: “Es
el Viviente por los siglos (Ap 1,18); posee en sí mismo la fuente de la vida y
concede esta abundancia a la
Iglesia. Está pletórico de vida y la derrama copiosamente.
(...) El Señor domina la vida porque es suya y le pertenece. Al mismo tiempo,
comunica interminablemente la vida, que le colma y le rebosa. Como una fuente
está llena de agua y la difunde sin parar, así el Señor, eterna plenitud de
la vida, es de forma inseparable, el don
y el donante de la vida para la
Iglesia (Ap 7,17)(...) (El Señor) pondrá en movimiento la
historia; será su empuje decisivo, su motor íntimo y poderoso que logrará
hacerla avanzar definitivamente; combatirá con la energía de su resurrección y
con el apoyo incondicional de los suyos, los cristianos leales, contra las
fuerzas del mal; las derrotará estrepitosamente y conseguirá, por fin, hacer
desembocar esta historia en la plenitud realizada en su meta escatológica”[10].
Que la unión esponsal
con Cristo hace posible que nuestra vida sea fecunda para luchar contra
las fuerzas del mal es algo que
comprendió profundamente Edith Stein. Ella de joven soñó en el matrimonio, pero
una vez descubrió en que medida Jesús podía saciar su alma deseosa de amor al
leer la Vida
de Santa Teresa de Jesús, todo su deseo fue ser toda de Cristo vivido en
clave esponsal. Cuando estalló la II Guerra Mundial, ante
la impotencia del mal que caía sobre su pueblo y sobre la humanidad entera
exhortará a todas sus hermanas de comunidad a vivir con radicalidad la
castidad, pobreza y obediencia para que sus vidas fueran fecundas para bien de la Iglesia y de la humanidad.
Esta plática que dirigió a sus hermanas de comunidad en el día de la renovación
de los votos de 1939 muestra en que medida la castidad junto con la vivencia
radical de los demás votos religiosos puede ser fuente de vida para la
humanidad en los momentos más oscuros de su historia:
“El
mundo está en llamas; el fuego puede hacer presa también en nuestra casa; pero en lo alto, por
encima de todas las llamas, se elevará la Cruz. Ellas no pueden
destruirla. Ella es el camino que va de la tierra al cielo y quien la abraza
creyente, amante, esperanzado, se eleva hasta el seno mismo de la Trinidad. ¡El mundo está en llamas! ¿Te apremia
extinguirlas? Contempla la
Cruz. Desde el corazón abierto brota la sangre del Salvador.
Ella apaga las llamas del infierno. Libera tu corazón por el fiel cumplimiento
de tus votos y entonces se derramará en él el caudal del Amor divino hasta
inundar todos los confines de la tierra. ¿Oyes los gemidos de los heridos en
los campos de batalla del Este y del Oeste? Tú no eres médico, ni tampoco
enfermera, ni puedes vendar sus heridas. Tú estás recogida en tu celda y no
puedes acudir a ellos. Oyes el grito agonizante de los moribundos y quisieras
ser sacerdote y estar a su lado. Te conmueve la aflicción de las viudas y los
huérfanos y tu querrías ser el Ángel de la Consolación y
ayudarles. Mira hacia el Crucificado. Si estás unida a él, como una novia en el
fiel cumplimiento de tus santos votos, es tu/su sangre preciosa la que se
derrama. Unida a él, eres como él omnipresente. Tú no puedes ayudar aquí o allí
como el médico, la enfermera o el sacerdote; pero con la fuerza de la Cruz puedes estar en todos
los frentes, en todos los lugares de aflicción. Tu Amor misericordioso, Amor
del corazón divino, te lleva a todas partes donde se derrama su sangre preciosa,
suavizante, santificante, salvadora. Los ojos del Crucificado te contemplan
interrogantes, examinadores. ¿Quieres cerrar nuevamente tu alianza con el
Crucificado? ¿Qué le responderás? «¿Señor, a dónde iremos? Sólo Tú
tiene palabras de vida eterna».
¡¡¡ AVE CRUZ, SPES UNICA!!!”[11].
[1] Este capítulo en lo que hace referencia a
Teresa de Jesús buena parte pertenece al libro de Maximiliano Herráiz, Solo
Dios basta, Madrid Ed. de Espiritualidad 1982.
[2] Citado por Efrén de la M. de Dios y
Otge Steggink, Tiempo y vida de santa
Teresa, Madrid, BAC, 1977, n. 383,
983.
[3] Secundino Castro, Cristología teresiana, Madrid, Ed. de Espiritualidad, 1978,
342-348.
[4] Juan de la cruz, Dichos de luz y de amor, n. 31.
[5] Ibid.
n. 185.
[6] J. Castellano, o.c., 63.
[7] Joan Cristóstom, Catequesis baptismals, Tractat sobre el sacerdoci (Col. Clàssics del Cristianisme, 14),
Barcelona, Ed. Facultat de Teologia de Catalunya i
Fundació Enciclopèdia catalana, 1990, 85-90.
[8] Angel Moreno, Pan de Eucaristía, (Col. BAC 2000, 30), Madrid, 121-122.
[9] Citado por Ismael Martínez ”Y tras la
noche la libertad, El beato Tito Brandsma, o.carm, (Suplementos Vida Nueva,
1883 (27-II-1993) contraportada.
[10]
Francisco Contreras Molina, El Señor de la vida. Lectura cristológica del
Apocalipsis” (col. Biblioteca de estudios bíblicos, 76), Salamanca: Ed. Sígueme 1991, p. 13.
[11] Edith Stein. Los
caminos del silencio interior. Madrid: Ed. de Espiritualidad 31988,
pp. 108-110.