viernes, 19 de junio de 2020

La fecundidad de la vida contemplativa en la Iglesia


                       
           

Con motivo del Quinto Centenario del nacimiento de santa Teresa de Jesús, en este escrito se  intenta mostrar la importancia capital de la vida contemplativa en la Iglesia, tanto para su renovación, como para  la superación de los grandes retos que la Iglesia encuentra en su peregrinar terreno, para que no deje de anunciar la Buena Nueva del Evangelio a toda la humanidad. 
              
               1. La vida contemplativa prolonga en la Iglesia  la oración de Jesús y de María
              
               Todo cristiano que quiere ser fiel a las enseñanzas del su Maestro debe orar. El Espíritu de Dios ha suscitado en el seno de la Iglesia a las órdenes contemplativas que prolongan la oración de Jesús de una manera singular. Los contemplativos, partícipes de la oración intercesora de Jesús ante el Padre,  interceden por todos los miembros del Cuerpo místico a fin de que  sean consagrados en la verdad (Jn 17,19), se amen (Jn 15,12),  estén unidos para que el mundo pueda creer que Jesucristo ha sido enviado por el Padre (Jn 17,21) y sean liberados del Maligno (Mt 6,13; Jn 17,15). A su vez interceden para que los pastores no desfallezcan en su fe, ayuden a sus hermanos a permanecer firmes en ella  (Lc 22, 32);  Dios dé más operarios para proclamar la buena Nueva del Evangelio (Lc 10, 2). Y con Cristo acompañan  cada día, hasta el fin de su existencia, a los evangelizadores para que sean fecundos el anuncio y la vivencia de la Buena Nueva del Evangelio, de modo que haya discípulos de Jesucristo en todos los lugares de la Tierra (Mt 28, 20 – 21), y estos, libres de temor, puedan servir a Dios con santidad y justicia (Lc 1,74-75). 
                La vida contemplativa también prolonga la vida orante de María. Una antífona de las primeras vísperas de la Asunción de María expresa la misión de los contemplativos respecto a la humanidad: “Por Eva se cerraron a los hombres las puertas del paraíso, y por María Virgen se han vuelto a  abrir a todos”. En el devenir histórico, los pecados que cometen los hombres y mujeres cierran a la humanidad poder gozar de las bendiciones de Dios. El contemplativo es el que, como María al pie de la Cruz, ofrece al Padre con viva fe el sacrificio redentor de su Hijo, para alcanzar de este modo su perdón. Y, como María en el Cenáculo, invoca al Padre para que por los méritos de su Hijo sea concedido el don del Espíritu Santo a la Iglesia, a fin de que  la purifique, la vivifique y la haga fecunda, de modo que  sus hijos por doquier expandan la buena nueva del Evangelio.

               2. Las Órdenes contemplativas en las encrucijadas de la historia de la Iglesia

               El mismo Espíritu Santo, a través de la historia de la salvación, ha suscitado a hombres y mujeres para que, mediante actos de fe como el realizado por María, la Virgen de Nazaret, abran las compuertas del cielo, y la humanidad experimente la misericordia de Dios. Hombres y mujeres como Agustín de Hipona, Benito de Nursia, Francisco y Clara de Asís, Domingo de Guzmán, Catalina de Siena, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Francisco Palau, Teresa de Lisieux... han  sido los grandes orantes de la cristiandad que han alcanzado para la Iglesia y la Humanidad torrentes de gracia divina.
Ellos, persuadidos del grande poder de la oración, han animado y ayudado a muchos otros a convertirse en hombres y mujeres orantes, ya que, cuanto mayor sea el número de verdaderos orantes, más escuchada será por Dios la oración que se le dirige. En el transcurso de los siglos estos hombres y mujeres, con su oración, su testimonio y su doctrina, han ayudado y nos ayudan a vivir el mandamiento del Señor, de orar siempre sin desfallecer por el bien de la Iglesia universal y de toda la humanidad, pero también por la Iglesia particular y la comunidad humana a la que pertenecen.
Cada familia religiosa contemplativa recibe la herencia y el testimonio de alguno de los grandes orantes del cristianismo. A partir del contexto histórico en el que han surgido las Ordenes contemplativas, se puede constatar  que la oración ha sido el gran medio que ha utilizado el Espíritu Santo para salvar y renovar a la Iglesia tanto de los pecados internos como de las persecuciones externas, que en cada recodo de la historia han intentado hacerla desaparecer de la faz de la tierra.
               La vibrante oración de las comunidades cristianas venció la persecución generada por el judaísmo. Los mártires y los monjes en el desierto alcanzaron de Dios con su oración que las grandes persecuciones durante el imperio romano, acabaran con la conversión de éste al cristianismo, que se convirtió en la religión oficial del imperio.
Ante la caída del imperio romano surge vibrante hacia  Dios la gran oración de Agustín de Hipona (354-430). El, gran doctor de la plegaria cristiana, nos recordará el fundamento cristológico de dicha oración. Es Cristo, quien “ora en nosotros, ora por nosotros, y es orado por nosotros. Ora por nosotros como nuestro sacerdote; ora en nosotros como nuestra cabeza. Es orado  por nosotros como nuestro Dios”. Para san Agustín orar es amar. Él mismo fundó una orden orante, las canónigas de san Agustín. A lo largo de los siglos han nacido otras órdenes contemplativas que se han inspirado en su doctrina y ejemplo, entre ellas las monjas agustinas, las agustinas recoletas, las agustinas descalzas…
               Bajo las invasiones de los bárbaros, el Espíritu Santo hará de Benito de Nursia (480-547) un hombre profundamente sumergido en la vivencia de la oración, alimentada por la Biblia y por la tradición monástica. En la Regla, exhortará a sus monjes a no anteponer nada a la oración comunitaria, calificada por él como la Obra de Dios, porque es sacramento del Cristo orante presente en la Iglesia. El orante, junto con su comunidad, se vincula a la oración de toda la Iglesia que se une a Jesucristo, el gran adorador e intercesor ante el Padre.  San Benito y sus  monjes orantes y misioneros consiguieron de Dios gracia abundante para que tuviera lugar la conversión de los pueblos bárbaros al cristianismo. Los monjes benedictinos serán capitales en la Reconquista de España del dominio del islam. La eficacia de su oración recae en dar a Dios un culto digno, de modo que sus peticiones son escuchadas. Ya que, como dice San Juan de la Cruz, si a Dios “le llevan por amor y por bien, le harán hacer cuanto quisieren” (Cántico Espiritual, can 32, 1).  El alto ideal de san Benito ha suscitado a lo largo de los siglos distintas reformas en la familia benedictina, entre ellas el Císter, fundado por san Roberto y sus compañeros en 1098 y afianzado por san Bernardo de Claraval (1091-1153).
               En el siglo XI, Bruno (1030-1101), canónigo y maestro teólogo de Reims, se sentirá impulsado por el Espíritu de Dios a vivir solo con Dios en la soledad. Junto con otros compañeros fundará la que devendrá la Gran Cartuja. El cartujo, según san Bruno,  debe nutrir su contemplación de la fuente de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres, para que crezca en un conocimiento lleno de amor y en un amor lleno de conocimiento. El cartujo, dentro del Cuerpo místico, vive un amor apasionado por Dios y como consecuencia un amor apasionado por todos  los hombres.
Durante la Edad Media nuevas Órdenes contemplativas ayudarán a fortalecer la fe de la Iglesia, a superar los tiempos convulsos y a hacer frente a las herejías que surjan.  Entre los santos fundadores de la Edad Media se encuentra  santo Domingo de Guzmán (1170-1221). Nos dicen sus contemporáneos que sólo “hablaba de Dios o con Dios”. Esta comunión con Dios en la oración hará de él un hombre muy sensible a los gemidos de la historia humana y compasivo con los pobres y los pecadores. Domingo será dado por Dios a la Iglesia para sembrar en el mundo la verdad y la luz de su Palabra, ahuyentando las tinieblas y trayendo la luz, por ello será destructor de herejías. Domingo sabe que su Orden de predicadores no será eficaz si no va acompañada por la oración; por ello fundará las monjas dominicas. Estas alcanzarán  de Dios grandes vocaciones, que fortalecerán a toda la Iglesia católica en la verdadera fe, que será ante todo el objetivo de la gran labor teológica de santo Tomás de Aquino. “Él iluminó al Cuerpo místico de la santa Iglesia, ahuyentando la oscuridad de las herejías”. Catalina de Siena (1347-1380) será la gran discípula de santo Domingo, dada por Dios junto con santa Brígida de Suecia (1303-1373) en el Cisma de Occidente. Ella de niña contempló una visión a Cristo con los símbolos del papado. Ella no dejará de interceder constantemente por la Iglesia,  convirtiéndose en una verdadera maestra  en el arte de interceder por la jerarquía eclesial. Tendrá un duro morir, y ofrecerá sus sufrimientos para alcanzar de Dios su misericordia para bien de la Iglesia.
San Francisco (1181/2-1226), querrá hacer vida el Evangelio sin glosa, y considerará que todo debe estar subordinado a la oración, ya que es la fuente y la raíz del amor a Dios y a los hermanos. Francisco será llamado por Dios a reconstruir la Iglesia en ruinas, a través de la vida apostólica. Clara de Asís (1193-1253) colaborará en la edificación de la Santa Iglesia desde la vida contemplativa, intercediendo por sus necesidades desde una profunda comunión con ella, y  amará a la Iglesia con la certeza que ella es la depositaria de la presencia que su Señor prometió, y la garante de que en ella somos el cuerpo de Cristo Cabeza.  La intercesión de Clara atraerá la salvación de Dios en situaciones críticas, porque sabrá asociar  a las hermanas a su oración, y a orar unidas como si fueran un solo corazón. Cuando será  asediada la ciudad de Asís, santa Clara dirá a sus hermanas: “Muchos bienes hemos recibido de esta ciudad, y por ello debemos rogar a Dios que la salve”.  Entonces la comunidad iniciará una intercesión penitencial con ayuno hasta que el duelo se torne en cantos de fiesta, y el ejército que asediaba Asís, huirá en desbandada. El mismo papa Gregorio IX acudirá a su intercesión siempre que se vea en peligro, llamándola  madre de mi salvación, y le pedirá que no deje de interceder en  favor de la Iglesia. Los monasterios bajo la misma regla e ideal de Clara y Francisco se han expandido por todo el mundo, a través de diversas ramas de la misma familia. Entre ellas están las monjas capuchinas, fundadas en Nápoles en 1538 por la venerable María Laurentia Longo (1463-1542).
               En la época de las cruzadas, hombres que irán a conquistar Tierra Santa se quedarán allí para vivir una vida de oración. A finales del  siglo XII unos cruzados latinos se establecerán en la montaña del Carmelo cerca de la fuente de Elías. Allí edificarán una capilla en honor a la Virgen María. De esta pequeña semilla nacerá la Orden del Carmelo que se caracterizará por su devoción a la Madre de Jesús. El Carmelo es todo de María ha sido el lema que ha configurado a la Orden Carmelitana desde sus inicios. A lo largo de los siglos los carmelitas han comprendido que la fuente del más puro amor a la Virgen Santísima es el amor que Cristo tiene a su Madre. Por eso el carmelita procura que sea Cristo quien en él o en ella amen y honre a la Virgen María. El carmelita sigue a  Cristo, teniendo por modelo a su primera y mejor discípula, la Virgen María. Incluso se podría decir que los carmelitas, en el Cuerpo Místico, tienen por misión reflejar la gran belleza interior de María. Desde el siglo XIII ha dado a la Iglesia grandes santos que se han distinguido por su profunda vida interior, entre ellos: Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Magdalena de Pazzi, Teresa del Niño Jesús...
Será un fenómeno común del Occidente cristiano que en distintos lugares surjan grupos de ermitaños, desconectados del monaquismo tradicional. Vinculados a este movimiento, en el siglo XIV aparecen los Jerónimos, que desearán imitar la vida austera de san Jerónimo. La Orden Jerónima,  tendrá  como fundamento de su vida el estudio amoroso de la Sagrada Escritura y la alabanza divina, cumpliendo así el fin esencial de la creación: alabar, glorificar y dar gracias a Dios.
               Francisco de Paula (1416- 1507)  desde muy  joven buscará saciar su sed de Dios en la vida eremítica. Otros seguirán su ejemplo, y a los diecinueve años iniciará la fundación de la que sería la Orden Mínima. El carisma que recibirá del Espíritu Santo será participar en la expiación redentora de Cristo. Así la “Regla de vida” de las monjas Mínimas a través de una ascesis austera de contenido propiamente cuaresmal, tiene como objetivo liberarse de todo aquello que las pueda alejar de Dios y poder convertirse en  profetas de la Pascua, siendo luz y camino de salvación para muchas otras personas.  
          Santa Beatriz de Silva (1424-1491),  a la vez que experimentará la ayuda de la Virgen en una difícil circunstancia, la instará a fundar en su honor la Orden de la Purísima Concepción, con el mismo hábito blanco y azul que ella llevaba. Después de vivir 30 años en la comunidad cisterciense de santo Domingo el Real en Toledo. Murió el mismo día que iba a recibir el hábito de la nueva Orden, por ella fundada. Se fue al cielo para guiar mejor a varias generaciones de vírgenes que consagrarían a Dios su amor y su pureza en honor a la Virgen Inmaculada. El carisma de las Concepcionistas franciscanas es penetrar por la contemplación en las más secretas cámaras de la mariología viva, con el deseo de ser, como María, mujeres de oración en favor de la Iglesia y de la humanidad.
               En los críticos momentos de la reforma protestante que parecía que iba engullir a toda Europa, Dios dio a la Iglesia dos grandes orantes y maestros del espíritu: santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, para que enseñaran el camino de la unión con Dios, para que en el orante Cristo mismo sea quien interceda ante el Padre en bien de la Iglesia.  
Santa Teresa de Jesús (1515-1582) descubrirá el  valor de la oración en su propia vida. Ella observará que, cuando abandona la oración, su vida cristiana y religiosa se desintegra; pero que, cuando ora y pide que intercedan por ella, se da en ella una transformación profunda que la ayuda a vivir radicalmente el seguimiento de Cristo. Esta es la medicina que necesitaba la Iglesia de su tiempo y de todo tiempo. A medida que se dejará transformar por Cristo, deja de pensar en si misma y acoge  los anhelos y preocupaciones de Jesús, que es la grave situación eclesial y la expansión de la Iglesia. Por su unión con Cristo podrá relacionarse vivencialmente con la Santísima Trinidad, con la Virgen María, con san José… No sólo recibirá la ayuda del clero secular y de distintas órdenes religiosas para fundar la Reforma del Carmelo Descalzo (dominicos, carmelitas, jesuitas, franciscanos), sino que El Espíritu Santo le hará participar de la pujanza espiritual y de la  sabiduría de los grandes fundadores de Órdenes contemplativas[1]. Por san Agustín, Teresa es consciente de la posibilidad real de una verdadera conversión a Dios, a pesar de su falta de correspondencia a la gracia. De Benito de Nursia, heredará desde la comunión de los santos, el dirigirse a Dios con gran reverencia y, en la oración conformar la mente a los labios, así como la sabiduría para organizar la vida de las Carmelitas descalzas. Con santa Clara y  san Pedro de Alcántara el fundar en pobreza, para liberarse de la tiranía de algunos patrones, e intercederá a Dios por la Iglesia no desde la saciedad de bienes, como dice el salmista (Slm 62,6), sino desde una vida pobre como la de Jesús. De santa Catalina de Siena recibirá el orar constantemente por la Iglesia, en particular por los sacerdotes, decisión que se convertirá en ella, en algo institucional. 
La misión que Dios le dará a Teresa de Jesús, no es sólo de orar,  con todo su ser por el bien de la Iglesia, sino también la de formar mujeres orantes y liberarlas de todo aquello que pueda impedirles la realización de este servicio eclesial. Instruirá a sus monjas a no desear nunca les gracias místicas y, caso de recibirlas, las instruirá sobre el modo comportarse en ellas: deben agradecer a Dios sus gracias y sentirse inmerecedoras de las mismas, olvidarse de si mismas  y de su provecho, abandonarse en manos de Dios y desear sólo contentarle haciendo su voluntad.  Educará a sus monjas para que procuren crecer en las grandes virtudes (amor al prójimo, desasimiento y humildad), ya que de otro modo se quedarán enanas en la vida espiritual (7 M 4,9), y sus oraciones no serán escuchadas por Dios. Sin la humildad, el Espíritu Santo no puede obrar en el alma y realizar en el orante la plena configuración con Cristo, el gran Intercesor. Sin desasirse tanto de las cosas como de las personas, Dios no se entregará a ellas, ya que Dios no se da a si mismo con todos sus dones hasta que no nos demos del todo a Él.
Les enseñará a vivir la vida religiosa en clave esponsal, y a buscar en la oración una relación de amistad cada vez más íntima con Cristo, su Esposo, donde “toda la memoria se le va en cómo más contentarle, y en qué o por dónde mostrará el amor que le tiene” (7M 4,6), tomando las cosas de su Esposo como propias, como una esposa vela por la honra de su Esposo. De este modo se irán adentrando en las diversas moradas hasta el centro del alma donde habita Dios Trinidad, donde se realiza el matrimonio espiritual. Hay en este estado espiritual “tanta amistad, que manden a veces -como dicen- y cumplir El lo que ella le pide, como ella hace lo que El la manda, y mucho mejor, porque es poderoso y puede cuanto quiere y no deja de querer” (C 32,12). Santa Teresa de Jesús, consciente de que Dios lo puede todo, no dejará de decir a sus monjas: “¿Qué nos cuesta pedir mucho, pues pedimos al poderoso?” (C 42,4). Por ello no tratará “con Dios negocios de poca importancia” (C 1,5). Sus oraciones serán aceptas a Dios, de modo que el mismo Señor le dirá “pues era su esposa, que le pidiese, que me prometía que todo me lo concedería cuanto yo le pidiese” (CC 38). “¿Qué me pides tú que no haga yo, hija mía?” (CC 59, 2). Teresa suplicaba: “Favoreced vuestra Iglesia. No permitáis ya más daños en la cristiandad, Señor. Dad ya luz a estas tinieblas” (C 3, 9). En los años posteriores a las ardientes peticiones de Teresa, los decretos del Concilio de Trento no se convertirán en letra muerta. Gracias a los Papas reformadores y a los Obispos que irán aplicando los decretos del Concilio, habrá una mejora del clero secular; las Órdenes religiosas se irán reformando y surgirán otras  nuevas, como los jesuitas, que con gran impulso, se implicarán en la recatolización de las regiones que habían caído bajo la influencia de la reforma protestante y en la  expansión del catolicismo por tierras de Asia,  África y  América.
               San Juan de la Cruz (1542-1591) colaborará desde el inicio en la Reforma de Teresa de Jesús. Se le considera padre del Carmelo-Teresiano. Como confesor de monjas, se dedicará abnegadamente a la  formación de mujeres orantes. Los escritos de santa Teresa de Jesús y de san Juan de la Cruz son complementarios. Mientras que los de santa Teresa son luz y ayuda para todos aquellos orantes, que mientras oran, experimentan gracias místicas, que tienen por objetivo acelerar  la unión con Dios para poder así ser más fecunda su oración en bien de la Iglesia;  por su parte los escritos de san Juan de la Cruz dan luz, ante todo, a  aquellos orantes a los que el Señor lleva por caminos de sequedad y oscuridad hacia la unión con Dios, como fue el caso de santa Teresa del Niño Jesús.
               Del Carmelo Teresiano surgirán grandes intercesores de la Iglesia que, como Teresa de Jesús, participarán de forma particular en la dimensión intercesora de Jesucristo. El beato Francisco Palau alcanzó misericordia de Dios para la Iglesia, precisamente cuando el liberalismo la quería confinar al ámbito privado. Ante el desafío de la muerte de Dios y el ateismo militante Dios dará a la Iglesia a santa Teresa de Lisieux y la beata Isabel de la Trinidad. Para hacer frente al nazismo hará surgir la intercesión de Teresa Benedicta de la Cruz y del beato Tito Brandsma (O. Carm). Santa Maravillas de Jesús será elegida por Dios para ofrecer una oblación y oración constante por España y evitar que vuelva ensangrentarse en guerras civiles.
               A través de sus escritos, Teresa de Jesús intentará  persuadir a todos de la importancia de la oración. Algunos de los que se han dejado enseñar por ella han sido grandes santos, como san Francisco de Sales (1567-1622). Él que era hombre de profunda oración, le fue concedido el don de que sus palabras llenas de sabiduría fueran extraordinariamente fecundas. Enseñó a muchos a ser orantes, de forma especial a las monjas de la Visitación (salesas) por él fundadas junto con santa Juana Francisca  de Chantal (1572-1641), la cual vivió con gran heroísmo la vida de oración.
               En los momentos tempestuosos de la invasión francesa en Italia surgirá una nueva congregación contemplativa fundada por la beata M. María Magdalena Sordini (1770-1824). Cuando era novicia en las Franciscanas de Ischia de Castro, el Señor le manifestará  su voluntad de que ella funde una orden que deberá dedicarse a la Adoración de Jesús Sacramentado. Pero  no será hasta veinte años más tarde, que al ser elegida abadesa podrá llevar a cabo esta voluntad del Señor, logrando de Pío VII el permiso para salir del convento. Pero tardará aún siete años en poder hacer la nueva fundación, que sufrirá un gran quebranto con la invasión francesa. El mismo Pío VII le pedirá a M. Magdalena Sordini que en la adoración al Santísimo Sacramento rogasen especialmente por las necesidades de la Iglesia y del santo Padre. Espíritu que se perpetúa en sus hijas, las Adoratrices Perpetúas, que no anteponen nada al culto y a la adoración -día y noche- del Santísimo Sacramento, para reparar las ofensas e ingratitudes y sacrilegios que recibe Jesús en el Santísimo Sacramento, así como para interceder, con interrumpida adoración y alabanza, por la Iglesia y  por la humanidad.
También en el siglo XX en Andalucía la M. María Rosario del Espíritu Santo (1909-1960), que desde muy joven, contemplando como el Señor se había encarnado y hecho uno de nosotros,  surgirá en ella el deseo de fundar  una orden  contemplativa que no deje nunca solo al Señor, adorándolo  día y noche. Eso no será posible hasta los años cuarenta, en que fundará en Málaga la primera casa de la congregación de las Esclavas del Santísimo Sacramento y de la Inmaculada. Tendrán como carisma la adoración perpetua y reparadora del Santísimo Sacramento en unión íntima con la Virgen Inmaculada, intercediendo ante el Señor por las necesidades de la Iglesia y de la humanidad, desde el amor y la inmolación.   
La vida contemplativa es tan preciosa y necesaria para la Iglesia, que el Espíritu no sólo ha convertido en árboles fecundos las órdenes fundadas por los grandes orantes que se han difundido por todo el mundo, sino que ha dado nuevo florecimiento a  Órdenes contemplativas a las que se consideraba extintas  o a punto de serlo, además el mismo Espíritu hace surgir nuevas comunidades monásticas en la Iglesia, entre ellas las monjas de Belén.
               Los Papas no han dejado de recordar la fecundidad apostólica inherente a la vida contemplativa. Pablo VI  recordará: “La Iglesia tiene necesidad de almas de poderosa vida interior dedicadas exclusivamente a recogerse en Dios, a abrazar en el amor de las cosas de lo alto. Si llegaran a faltar estas almas, si su vida desfalleciera y se secara, conllevaría el empobrecimiento de las energías de todo el Cuerpo Místico”. Incluso llegará a decir: “En el corazón de los contemplativos se decide la suerte de la Iglesia". Juan Pablo II dirá: “hay una relación íntima entre la oración y la difusión del Reino de Dios, entre oración y conversión de los corazones”.
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Siglas: C (Camino de Perfección), CC (Cuentas de Conciencia), M (Moradas o Castillo interior) de santa Teresa de Jesús.




[1] El P. Arintero, gran eclesiólogo, decía: “Los santos […] revierten sobre la Iglesia la santidad que de ella reciben; y en proporción con su misma santidad, derivan de  santificados en santificadores, desbordando sobre los otros fieles, comiembros suyos, y sobre todo el organismo viviente de la Iglesia, la pujanza a que ha llegado su espíritu" Marcelino Llamera, Los Santos en la vida de la Iglesia,  Ed. San Esteban, Salamanca 1992, 14.