viernes, 19 de junio de 2020

La necesidad más urgente, una nueva efusión del Espíritu Santo




La función originaria de la vida contemplativa en bien de la Iglesia, es también la necesidad más urgente que hoy tiene. La Iglesia para llevar a cabo los grandes retos evangelizadores a los cuales  debe hacer frente no lo puede hacer sin su impulso divino.  Ya que la Iglesia no se apoya sobre la buena voluntad, ni en fuerzas físicas ni económicas,  ni en la capacidad organizativa de sus miembros. La Iglesia se sostiene sobre la promesa de Cristo, “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Además Jesucristo nos ha  dado otro protector, el Espíritu Santo que defiende, anima y vivifica su Iglesia por eso “las fuerzas del reino de la muerte no la podrán dominar”(Mt 16, 18).    
    La Iglesia nace, crece y evangeliza bajo el impulso del Espíritu, más que con organizaciones, estrategias y planificaciones. Por ello lo que necesita nuestra Iglesia particular y universal en palabras de Anthony de Mello: “No es una nueva legislación, ni una nueva teología, ni de nuevas estructuras, ni de una nueva liturgia; todo eso sin el Espíritu Santo, es como un cadáver sin alma. Lo que necesitamos urgentemente es que alguien nos arranque nuestro corazón de piedra y nos dé un corazón de carne; necesitamos de alguien que nos infunda nuevo entusiasmo e inspiración, nuevo coraje y vigor espiritual. Necesitamos perseverar en nuestra tarea sin desánimo ni cinismo de ningún tipo, con una nueva fe en el futuro y en los hombres por quien trabajamos. En otras palabras: necesitamos una nueva efusión del Espíritu Santo. Por decirlo de una forma más concreta: necesitamos hombres llenos del Espíritu Santo, ya que a través de los hombres actúa el Espíritu y viene a nosotros la Salvación (...) Dios no nos ha salvado por medio de un  <<plan de salvación>>, sino por medio de un hombre, Jesucristo, un hombre lleno del poder del Espíritu... El Espíritu Santo no desciende sobre los edificios, sino sobre los hombres; es a los hombres a los que unge y no a sus proyectos; es en la alma y en el corazón de los hombres donde habita, no en las modernas máquinas. Por eso, decir que lo que más urgentemente necesita la Iglesia es una nueva efusión del Espíritu es tanto como decir que necesita todo un ejército de hombres llenos de espíritu”[1].
      La necesidad de un nuevo Pentecostés se hace sentir en toda la Iglesia, desde que Juan XXIII tuvo la valentía de pedir al Señor que enviase sobre la Iglesia y el mundo un nuevo Pentecostés, ha crecido entre los fieles el deseo de recibir el Espíritu Santo. Hoy más que nunca hay una conciencia más viva del Espíritu Santo y de su actuación en el mundo, en la Iglesia y el hombre. Escribía al año 1975 Pablo VI: "Nosotros vivimos en la Iglesia un momento privilegiado del Espíritu. Por todas partes se trata de conocerlo mejor, tal como lo revela la Escritura. Uno se siente feliz de estar bajo su moción. Se hace asamblea en torno a El. Quiere dejarse conducir por El"  (EN, 75).
     Ante la grave problemática que vive nuestro mundo y  la Iglesia, sólo una nueva efusión del Espíritu Santo nos puede hacer mirar el futuro con esperanza. Así lo  expresaba Pablo VI al año 1975:  "No es que los efectos de Pentecostés hayan dejado de ser actuales a lo largo de la historia de la Iglesia, pero son tan grandes las necesidades y los peligros de nuestro siglo, son tan vastos los horizontes de una humanidad conducida hacia una coexistencia mundial que luego  se ve incapaz de realizar, que esa misma humanidad no puede tener salvación sino en una nueva efusión del don de Dios. Venga, pues, el Espíritu Creador a renovar la faz de la tierra”[2].
  En distintas ocasiones Pablo VI, repitió que "La renovación de la Iglesia, providencialmente iniciada y modelada por el Concilio Vaticano II, no puede llegar a concretarse sin el Espíritu Santo, es decir, sin su auxilio y su vida"[3].
     Implorar que Dios nos conceda una efusión del Espíritu Santo es ante todo la misión por excelencia de los contemplativos. Ya que por medio del Espíritu Santo recibimos  los dones de Dios que vivifican la Iglesia, la rejuvenecen y la llenan de vigor misionero y la hacen fecunda. Estos dones son los que se espera que nos alcancen los contemplativos con sus oraciones y su vida totalmente entregada a Dios en la contemplación. Ya que como afirmaba Pablo VI en Evangelii Nuntiandi: “No hay ninguna evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo, ya que el es quien impulsa a cada uno a anunciar el Evangelio y que en fondo de las conciencias, hace aceptar y comprender la palabra de salvación” (n. 75).    
   ¿Pero que podemos hacer para que el Espíritu Santo renueve la Iglesia? El Espíritu Santo es algo que nosotros no podemos producir con nuestros esfuerzos, ni tampoco puede ser merecido, no podemos hacer nada por obtenerlo, porque es puro don de Dios.
    Ante el Espíritu Santo la única actitud que podemos tener es invocarlo con profunda humildad y reverencia abriéndole nuestros corazones en la oración, invocarlo con una gran esperanza, ya que -como dice san Juan de la Cruz-, recibimos aquello que somos capaces de esperar de Dios. Por ello desde una profunda fe creemos que el Espíritu puede renovar  la faz de la humanidad y de la Iglesia.
     Perseveremos pues, por puro amor a la Iglesia y a la humanidad, en esta oración noche y día, días y años hasta que se haga realidad la renovación de la Iglesia y de la humanidad, aunque por el momento todo parezca indicar que no se cumple lo que anhelamos, debemos esperarlo porque de cierto que vendrá sin retraso (cf. Ha 2, 2-3).  Si Dios que “amó tanto el mundo que dio su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16), ¿cómo no nos enviará su Espíritu para que acabe lo obra de Cristo en el mundo? Él es el don por excelencia que el Padre nos quiere conceder: “¡Cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden” (Lc 11,12).
   Después de qué los apóstoles junto a María la Madre del Señor implorasen con perseverancia, fe y fervor la venida del Espíritu Santo,  Dios en el día de Pentecostés envió su Espíritu sobre la Iglesia para santificarla indefinidamente. Con la fuerza del Espíritu la Iglesia inició su irrefrenable marcha en la historia, para conducir a la humanidad al encuentro de Cristo en la Parusía. 
     Sin embargo, para que Dios nos conceda una gran efusión de su Espíritu que renueve la Iglesia, la rejuvenezca, ha de primeramente bendecir y alabar a Dios, reconociendo los beneficios que nos ha concedido a lo largo de la historia de la Iglesia y de la humanidad y pedir perdón de los pecados de los hijos de la Iglesia y de la misma humanidad. Ya que los pecados tanto colectivos como personales impiden que nuestras oraciones lleguen hasta Dios, porque son como un muro entre  Dios y el pueblo suplicante (cf. Is 59,2). Por ello si queremos  que Dios nos conceda una gran efusión de su Espíritu, es necesario primero reconciliar nuestro mundo, nuestra Iglesia con Dios. Ello no se puede hacer sin ofrecer el valor infinito del sacrificio de Cristo en la Cruz, hecho  realidad en la Eucaristía, en reparación por nuestros pecados personales y colectivos[4]
Por voluntad divina no estamos solos en nuestra oración de intercesión ante Dios para obtener de El una nueva efusión de su Espiritu que renueve la Iglesia y la faz de la tierra, ya que junto a nosotros ora Cristo, el mediador entre Dios y los hombres. Pero también podemos invocar la intercesión de la Virgen María, de los santos y de los ángeles, como nos dirá el Concilio,  ello “no dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito  y de la superabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de Éste, depende totalmente de ella, y de la misma saca todo su poder (...) La bondad de Dios se difunde de distintas maneras sobre las criaturas, así también la mediación única del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas diversas clases de cooperación” (LG 60.62).
La Iglesia en Portugal ha experimentado en su historia la intercesión poderosa de la Virgen Maria ante Dios, ello de una forma particular con las apariciones de la Virgen en Fátima en un momento muy difícil tanto en el ámbito civil como eclesial para Portugal. En aquellos momentos los cristianos portugueses  acudieron a la Virgen Inmaculada, patrona de Portugal, para implorar su ayuda. Estas oraciones fueron más escuchadas de lo que podía esperar ningún portugués que en aquellas horas tristes de persecución eclesial y de guerra mundial imploraban la ayuda de la Virgen María, ya que Fátima se convertirá en fuente de bienes celestiales no sólo para Portugal sino para el mundo entero. Por ello debemos implorar con toda confianza la intercesión de la Virgen Inmaculada para que nos alcance de su Hijo el ser liberados del peligro del Islam, para que la Iglesia se evangelice para que pueda ser evangelizadora, para que dé nuevo vigor al pueblo portugués para afrontar con ánimo los retos que le depara el tercer milenio y lo libere de todo mal, y para que en el mundo reine la paz y la justicia, la fe en Dios y en su Hijo Jesucristo.
 También debemos implorar la intercesión de san José, que es el bienaventurado más amado de Dios después de la Virgen María, para que él que cuidó en todo tiempo de la familia de Nazaret en todas sus necesidades, ahora defienda, proteja y cuide son su celestial patrocinio a la Iglesia de Cristo que peregrina por tierras Portugal y al pueblo portugués. Y en el actual momento de profunda crisis vocacional alcance de Dios vocaciones abundantes de especial consagración para proveer a las necesidades de cada  comunidad eclesial.
Junto a la intercesión de la Virgen Maria y de san José recurramos a la intercesión sobre todo de los santos que son hijos de la Iglesia en Portugal y de toda Europa, para que nos alcancen la gracia que cada uno de los miembros de nuestras comunidades cristianas descubran cuales son los designios de Dios sobre ellos, correspondan a estos designios divinos,  ayuden a la edificación de la comunidad eclesial y comuniquen la Buena Nueva a los demás.
Nuestra Iglesia regada en sus inicios por la sangre de los mártires, junto con tantos mártires del siglo XX, quienes perseguidos a causa de su fe prefirieron morir antes que abdicar de su fe en Cristo,  nos alcancen de Dios  con gran abundancia el don de la fe para todos, a la vez que el don de fortaleza para perseverar en la fe hasta la muerte. Ambos dones los alcancen de Dios nuestros mártires  de forma particular para nuestros  niños y  jóvenes, y ellos acogiendo la fe en Cristo la vivan con gozo en nuestras comunidades y la trasmitan a las nuevas generaciones.
La Iglesia a lo largo de los siglos ha implorado piadosamente el auxilio de los ángeles y se ha beneficiado de su ayuda misterios y poderosa. Por ello debemos pedir la intercesión de los ángeles del cielo en particular del arcángel san Miguel, junto con los ángeles custodios de las personas y de las ciudades, para que ellos nos protejan con su poderosa valimiento del espíritu del mal, nos guarden  en nuestros caminos, presenten nuestras oraciones ante Dios y nos ayuden a no desfallecer en nuestra misión de intercesores hasta que Dios muestre su gran misericordia concediéndonos una gran efusión del Espíritu Santo que renueve y llene de vitalidad a nuestra Iglesia.
Una vez Dios nos conceda una nueva efusión de su Espíritu, del interior de los creyentes saldrán fuentes de agua viva, que renovaran, rejuvenecerán y llenaran de vigor misionero a la Iglesia.
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[1] A. de Mello, Contacto con Dios, Santander, Sal Terrae, cap 1.
[2]  Pablo VI, Exhortación apostólica Gaudete in Domino,  (9-V-1975), n.62.
[3] Pablo VI lo dijo por primera vez en el año 1981, con motivo de cumplirse 1600 años del Concilio Ecuménico de Constantinopla. Concilio en el que se declaró la divinidad del Espíritu Santo.
[4] Cf. “Europa o vuelve a ser cristiana o se hará musulmana” pp. 26-28