La función originaria de la vida contemplativa en bien de la Iglesia , es también la
necesidad más urgente que hoy tiene. La Iglesia para llevar a cabo los grandes
retos evangelizadores a los cuales debe
hacer frente no lo puede hacer sin su impulso divino. Ya que la Iglesia no se apoya sobre la buena voluntad, ni
en fuerzas físicas ni económicas, ni en
la capacidad organizativa de sus miembros. La Iglesia se sostiene sobre
la promesa de Cristo, “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo” (Mt 28,20). Además Jesucristo nos ha
dado otro protector, el Espíritu Santo que defiende, anima y vivifica su
Iglesia por eso “las fuerzas del reino de la muerte no la podrán dominar”(Mt
16, 18).
La
necesidad de un nuevo Pentecostés se hace sentir en toda la Iglesia , desde que Juan
XXIII tuvo la valentía de pedir al Señor que enviase sobre la Iglesia y el mundo un
nuevo Pentecostés, ha crecido entre los fieles el deseo de recibir el Espíritu
Santo. Hoy más que nunca hay una conciencia más viva del Espíritu Santo y de su
actuación en el mundo, en la
Iglesia y el hombre. Escribía al año 1975 Pablo VI: "Nosotros vivimos en la
Iglesia un momento privilegiado del Espíritu. Por todas
partes se trata de conocerlo mejor, tal como lo revela la Escritura. Uno se
siente feliz de estar bajo su moción. Se hace asamblea en torno a El. Quiere
dejarse conducir por El" (EN, 75).
Ante la grave problemática que vive nuestro
mundo y la Iglesia , sólo una nueva
efusión del Espíritu Santo nos puede hacer mirar el futuro con esperanza. Así
lo expresaba Pablo VI al año 1975: "No es que los efectos de Pentecostés
hayan dejado de ser actuales a lo largo de la historia de la Iglesia , pero son tan
grandes las necesidades y los peligros de nuestro siglo, son tan vastos los
horizontes de una humanidad conducida hacia una coexistencia mundial que
luego se ve incapaz de realizar, que esa
misma humanidad no puede tener salvación sino en una nueva efusión del don de
Dios. Venga, pues, el Espíritu Creador a renovar la faz de la tierra”[2].
En distintas ocasiones
Pablo VI, repitió que "La renovación de la Iglesia , providencialmente
iniciada y modelada por el Concilio Vaticano II, no puede llegar a concretarse
sin el Espíritu Santo, es decir, sin su auxilio y su vida"[3].
Implorar que Dios nos
conceda una efusión del Espíritu Santo es ante todo la misión por excelencia de
los contemplativos. Ya que por medio del Espíritu Santo recibimos los dones de Dios que vivifican la Iglesia , la rejuvenecen y
la llenan de vigor misionero y la hacen fecunda. Estos dones son los que se
espera que nos alcancen los contemplativos con sus oraciones y su vida
totalmente entregada a Dios en la contemplación. Ya que como afirmaba Pablo VI
en Evangelii Nuntiandi: “No hay ninguna evangelización posible sin la acción
del Espíritu Santo, ya que el es quien impulsa a cada uno a anunciar el
Evangelio y que en fondo de las conciencias, hace aceptar y comprender la
palabra de salvación” (n. 75).
¿Pero que podemos hacer
para que el Espíritu Santo renueve la Iglesia ? El Espíritu Santo es algo que nosotros
no podemos producir con nuestros esfuerzos, ni tampoco puede ser merecido, no
podemos hacer nada por obtenerlo, porque es puro don de Dios.
Ante el Espíritu Santo la única actitud que podemos tener es invocarlo
con profunda humildad y reverencia abriéndole nuestros corazones en la oración,
invocarlo con una gran esperanza, ya que -como dice san Juan de la Cruz-, recibimos aquello
que somos capaces de esperar de Dios. Por ello desde una profunda fe creemos
que el Espíritu puede renovar la faz de
la humanidad y de la Iglesia.
Perseveremos pues, por puro amor a la Iglesia y a la humanidad,
en esta oración noche y día, días y años hasta que se haga realidad la
renovación de la Iglesia
y de la humanidad, aunque por el momento todo parezca indicar que no se cumple
lo que anhelamos, debemos esperarlo porque de cierto que vendrá sin retraso
(cf. Ha 2, 2-3). Si Dios que “amó tanto
el mundo que dio su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca,
sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16), ¿cómo no nos enviará su Espíritu para
que acabe lo obra de Cristo en el mundo? Él es el don por excelencia que el
Padre nos quiere conceder: “¡Cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu
Santo a los que le piden” (Lc 11,12).
Después de qué los apóstoles junto a María la Madre del Señor implorasen
con perseverancia, fe y fervor la venida del Espíritu Santo, Dios en el día de Pentecostés envió su
Espíritu sobre la Iglesia
para santificarla indefinidamente. Con la fuerza del Espíritu la Iglesia inició su
irrefrenable marcha en la historia, para conducir a la humanidad al encuentro
de Cristo en la Parusía.
Sin embargo, para que Dios nos
conceda una gran efusión de su Espíritu que renueve la Iglesia , la rejuvenezca,
ha de primeramente bendecir y alabar a Dios, reconociendo los beneficios que
nos ha concedido a lo largo de la historia de la Iglesia y de la humanidad
y pedir perdón de los pecados de los hijos de la Iglesia y de la misma
humanidad. Ya que los pecados tanto colectivos como personales impiden que
nuestras oraciones lleguen hasta Dios, porque son como un muro entre Dios y el pueblo suplicante (cf. Is
59,2). Por ello si queremos que Dios nos
conceda una gran efusión de su Espíritu, es necesario primero reconciliar
nuestro mundo, nuestra Iglesia con Dios. Ello no se puede hacer sin ofrecer el
valor infinito del sacrificio de Cristo en la Cruz , hecho
realidad en la
Eucaristía , en reparación por nuestros pecados personales y
colectivos[4]
Por voluntad divina no estamos solos en nuestra oración de intercesión
ante Dios para obtener de El una nueva efusión de su Espiritu que renueve la Iglesia y la faz de la
tierra, ya que junto a nosotros ora Cristo, el mediador entre Dios y los
hombres. Pero también podemos invocar la intercesión de la Virgen María , de los
santos y de los ángeles, como nos dirá el Concilio, ello “no dimana de una necesidad ineludible,
sino del divino beneplácito y de la
superabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de Éste,
depende totalmente de ella, y de la misma saca todo su poder (...) La bondad de
Dios se difunde de distintas maneras sobre las criaturas, así también la
mediación única del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas
diversas clases de cooperación” (LG 60.62).
También debemos implorar la
intercesión de san José, que es el bienaventurado más amado de Dios después de la Virgen María , para
que él que cuidó en todo tiempo de la familia de Nazaret en todas sus
necesidades, ahora defienda, proteja y cuide son su celestial patrocinio a la Iglesia de Cristo que
peregrina por tierras Portugal y al pueblo portugués. Y en el actual momento de
profunda crisis vocacional alcance de Dios vocaciones abundantes de especial
consagración para proveer a las necesidades de cada comunidad eclesial.
Junto a la intercesión de la Virgen Maria y de san José recurramos a la
intercesión sobre todo de los santos que son hijos de la Iglesia en Portugal y de
toda Europa, para que nos alcancen la gracia que cada uno de los miembros de
nuestras comunidades cristianas descubran cuales son los designios de Dios sobre
ellos, correspondan a estos designios divinos,
ayuden a la edificación de la comunidad eclesial y comuniquen la Buena Nueva a los
demás.
Nuestra Iglesia regada en sus inicios por la sangre de los mártires,
junto con tantos mártires del siglo XX, quienes perseguidos a causa de su fe
prefirieron morir antes que abdicar de su fe en Cristo, nos alcancen de Dios con gran abundancia el don de la fe para
todos, a la vez que el don de fortaleza para perseverar en la fe hasta la
muerte. Ambos dones los alcancen de Dios nuestros mártires de forma particular para nuestros niños y
jóvenes, y ellos acogiendo la fe en Cristo la vivan con gozo en nuestras
comunidades y la trasmitan a las nuevas generaciones.
Una vez Dios nos conceda una nueva efusión de su Espíritu, del
interior de los creyentes saldrán fuentes de agua viva, que renovaran,
rejuvenecerán y llenaran de vigor misionero a la Iglesia.
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[1] A.
de Mello, Contacto con Dios, Santander,
Sal Terrae, cap 1.
[2]
Pablo
VI, Exhortación apostólica Gaudete in
Domino, (9-V-1975), n.62.
[3]
Pablo VI lo dijo por primera vez en el año 1981, con motivo de cumplirse 1600
años del Concilio Ecuménico de Constantinopla. Concilio en el que se declaró la
divinidad del Espíritu Santo.
[4] Cf. “Europa o vuelve a ser cristiana o se hará
musulmana” pp. 26-28