En
el transcurso de la historia de la Iglesia se ha ido ahondando y elaborando doctrina acerca de la inhabitación de la
Santísima Trinidad en el alma del que ama de verdad a Jesús y es fiel en el
cumplimiento de su mensaje (cf. Jn 14, 23).
La
inhabitación de Dios Trinidad en el alma del justo ha sido estudiada desde
diversas vertientes, todas coinciden en que es una presencia nueva o una nueva
relación que el bautizado establece con la Trinidad. Pero si analizamos la
presencia de la Santísima Trinidad en el alma, no solo por inmensidad sino por
gracia, esta tiene un inicio, el día del Bautismo.
En la liturgia bautismal, después de diversos exorcismos en
los que se conmina al espíritu del mal para que deje al catecúmeno que
libremente quiere ser bautizado, el sacerdote en el rito bautismal suplica:
“Dios nuestro te ha dignado llamarte a su templo santo, para que seas así
templo del Dios vivo y el Espíritu Santo habite en ti”.[1] Al
catecúmeno se le bautiza en la fe de la Iglesia, con la triple infusión del
agua, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Es entonces
cuando la Trinidad Santísima toma posesión del bautizado y hace en él su
morada. Pero esta gracia que recibe el bautizado necesita desplegar toda su
virtualidad.
Por
el sacramento del Bautismo Dios Trinidad establece su morada en el bautizado.
Desde el principio Dios Trinidad obra a lo grande, a lo divino, se da del todo
al alma. Le concede la filiación divina, la unión con Cristo, el don del
Espíritu, la participación de la naturaleza divina, el desposorio, la
inhabitación trinitaria, la incorporación a la Iglesia… Todo ello le es dado
gratuitamente en el Bautismo, y a cada uno de los bautizados. Ello es de una
magnificencia que sobrepasa todos los cálculos humanos.
Estos dones que son dados graciosamente por la Trinidad
Santa se expandirán en el alma del bautizado a través del Espíritu Santo. Ello se
dará en la medida en que el bautizado, personalice esta fe, con una decisión personal, consciente, libre, y colabore
en el desarrollo de la plenitud de su vida espiritual. A través de su fidelidad
a la acción del Espíritu Santo llegará a la madurez cristiana, cuando la gracia bautismal llegue a su pleno desarrollo en profundidad y en
intensidad, que es vida trinitaria.
Dios irá al paso del alma, en la maduración
humana, afectiva y espiritual de cada bautizado, hasta que llegue el momento en
que él irá al paso de Dios. Ello nos lo recuerda san Juan de la Cruz en el
único pasaje en que nos habla del Bautismo: “Este desposorio que se hizo en la
Cruz […] se hizo de una vez, dando Dios al alma la primera gracia, lo cual se
hace en el bautismo con cada alma. Mas […] uno se hace al paso del alma, y así
va poco a poco; y el otro, al paso de Dios y así hácese de una vez”.[2]
La labor más importante que debe hacer el
bautizado es no oponer resistencia a que la gracia bautismal se vaya
desarrollando de forma expansiva en su interior, pero esta acabará
manifestándose en el exterior. Bajo el impulso del Espíritu crecerá en edad, sabiduría
y gracia, hasta llegar a la estatura de Cristo.
El despliegue total
del dinamismo inherente a la gracia bautismal, se podrá realizar solo por medio
de la acción de las tres divinas Personas, en el interior más profundo del
bautizado. Pero Dios Trinidad ha querido hacer participar en su consecución a
sus criaturas. Al dar el Bautismo al bautizando por medio de la Iglesia, quiere
que sus miembros, tanto los que ya viven en la Jerusalén celestial, o los que
peregrinan en la Iglesia militante, participen ayudándole, para que viva la
vida intratrinitaria en toda su expansión posible en esta tierra. Para que
luego pueda ayudar a los demás bautizados a que se dé en ellos la plena
expansión de la gracia bautismal. Como veremos ampliamente no es necesario que
el bautizado haya entrado en la Iglesia celestial para ayudar a los demás a
vivir vida trinitaria.
El
Espíritu Santo nunca perderá cuidado del bautizado, será el que tendrá el
cuidado de transformarlo en Cristo. Lo hará por muchos medios, pero el principal
será la vida litúrgica de la Iglesia. Los sacramentos que en ella recibirá
significarán una inmersión permanente y creciente en el misterio de Cristo, ya
que el Espíritu actúa en ellos y se comunica en ellos, para transfigurarnos en
Cristo, ante todo en la Eucaristía.
El designio del Padre es que todos
los hombres sean hijos suyos por medio de su Hijo. Él nos eligió antes de la
creación del mundo y nos predestinó a ser hijos adoptivos (Ef 1, 4-5). Dios mismo
es el que desea llevar a todas las almas a la unión. San Juan de la Cruz lo
describirá en Llama: pues él dijo (Jn
14, 23) que en el que le amase vendrían el Padre, Hijo y Espíritu Santo, y
harían morada en él; lo cual había de ser haciéndole a él vivir y morar en el
Padre, Hijo y Espíritu Santo en vida de Dios,
La inhabitación de la Trinidad es el tercer grado[3] de
presencia divina en el alma, si lo miramos desde la perspectiva de Dios
Trinidad que se dona para inhabitar en el creyente. Ello no quiere significar
que la Trinidad no esté presente en el alma, y que venga a ella cuando ya ha
llegado a la madurez de la vida cristiana. A ello se han dado diversas
respuestas, acogemos la aportación que nos ofrecen los grandes místicos y
maestros del Carmelo. Dirá san Juan de la Cruz, “para saber hallar este Esposo
(cual en esta vida se puede), que el Verbo, juntamente con el Padre y el
Espíritu Santo, está esencialmente en el íntimo centro del alma escondido; por
tanto, el alma que por unión de amor le ha de hallar, conviénele salir y
esconderse de todas las cosas criadas según la voluntad y entrarse en sumo
recogimiento dentro de sí misma, comunicándose allí con Dios en amoroso y
afectuoso trato” (C A, I, 4).
Escribirá el beato Eugenio del Niño Jesús sobre la
presencia por gracia en el alma:
“La
gracia, en efecto, producida por la presencia de inmensidad, es una
participación de la naturaleza divina que hace entrar al alma, como a hijo de
Dios, en el ciclo de la vida trinitaria. Esta gracia, en consecuencia, crea,
entre el alma y Dios, nuevas relaciones, distintas de las que produce la
presencia de inmensidad […], Dios reside en esta alma como en el templo de sus
predilecciones en la tierra, pues «sus delicias son estar con los hijos de los
hombres». Por el hecho de engendrarle a la vida sobrenatural, mediante el don
de la gracia, comunica Dios al alma su vida, como un padre a su hijo, y con la
vida le hace partícipe de sus secretos y tesoros”.[4]
Es Dios Trinidad que se comunica al hombre personalmente,
le trasforma y le asume en la vida divina. Que el Santo de Fontiveros lo describirá
a partir del pasaje evangélico: “pues él dijo (Jn. 14, 23) que en el que le
amase vendrían el Padre, Hijo y Espíritu Santo, y harían morada en él; lo cual
había de ser haciéndole a él vivir y morar en el Padre, Hijo y Espíritu Santo
en vida de Dios” (Ll pról. 2).
Santa Teresa de Jesús, después de un largo ejercicio
espiritual de correspondencia a la acción del Espíritu Santo, encontrará a Dios
Trinidad en el hondón del alma. Por ello cuando escriba Las Moradas, para hablar del alma usará el símil del castillo con
muchas moradas, en la morada central está Dios Trinidad. En el ingreso a las séptimas moradas, ocurre algo nuevo.
Dirá Tomás Álvarez: “por el lado de lo humano emergen, en lo más profundo del
hombre, ciertas capas subliminales y primordiales que solo ahora se estrenan,
por estar reservadas o destinadas para conectar con «lo divino» […] que se hace
presente y operante desde ese «hondón» del espíritu creado”.[5]
La inhabitación
trinitaria “es un diálogo de conocimiento y de amor por el que Dios habita en
el hombre, o dicho con mayor precisión, hace «habitar» al hombre en Sí mismo”.[6] El
alma, cuando le es dado entrar en la morada de Dios Trinidad, desde allí
ingresa en la vida intratrinitaria. Ello se puede deducir de la experiencia y
la palabra interior que santa Teresa de Jesús escuchó del Señor: “Así me
parecía mi alma que se henchía de aquella divinidad y por cierta manera gozaba
en sí y tenía las tres personas. También entendí: «No trabajes tú de tenerme a
Mí encerrado en ti, sino de encerrarte tú en Mí». Parecíame que de dentro de mi
alma –que estaban y veía yo estas tres Personas– se comunicaban a todo lo
criado, no haciendo falta ni faltando de estar conmigo”.[7]
Esta presencia afectiva o mística de Dios[8]
“se inicia con una intervención extraordinaria de Dios, en un instante preciso
de la vida espiritual, que da lugar a la mutua entrega, la cual ya no es
solamente de dones sino de toda la persona” .[9]
Tiene lugar no solo a través del ejercicio de las virtudes teologales, que son
medios inmediatos de unión con Cristo, sino de forma experiencial, “lo cual
implica una nueva iniciativa gratuita de Dios, que ha venido preparando y
disponiendo al alma por las purificaciones pasivas. Entonces, en el máximo
ejercicio y expansión de la vida teologal, la Trinidad[10]
morará en modo manifiesto, aunque todavía oculto con respecto a la presencia
que se dará en la visión beatífica”[11].
En la inhabitación se prolongan las procesiones divinas en
el ser humano[12]
de modo que el Espíritu Santo, que es el amor con que el Padre ama al Hijo, es
también el amor por el que ama a las criaturas. “[El] misterio trinitario se
prolonga hasta nosotros y nosotros entramos a participar en la vida trinitaria”[13].
En virtud de la inhabitación, la Santísima Trinidad ocupa
el centro, transforma al hombre y crea en él una fuente de dinamismo
santificador. De este modo la presencia de las divinas Personas comporta la
transformación del ser humano de forma radical e íntima. Por ello recibe el
nombre de “unión transformante”, si tenemos en cuenta el efecto divinizante de
esta presencia en el alma. Recibe también el nombre de matrimonio místico, «no ya entendido como un acto y momento
concreto sino como una situación existencial habitual del alma”[14].
Dirá san Juan de la Cruz sobre el matrimonio espiritual:
“El cual
es mucho más sin comparación que el desposorio espiritual, porque es una
transformación total en el Amado, en que se entregan ambas las partes por total
posesión de la una a la otra, con cierta consumación de unión de amor, en que está
el alma hecha divina y Dios por participación, cuanto se puede en esta vida. Y
así […] como en la consumación del matrimonio carnal son dos en una carne, como
dice la divina Escritura (Gn 2, 24), así también, consumado este matrimonio
espiritual entre Dios y el alma, son dos naturalezas en un espíritu y amor” (C
B 20, 3).
Es el Espíritu Santo el aposentador, el que prepara la
morada interior del cristiano para que pueda habitar de forma nueva en él Dios
Uno y Trino. Es decir, el Espíritu Santo, juntamente con el Padre y el Hijo,
mora real y personalmente en el cristiano. Esta nueva presencia de Dios no es
coexistencia, sino penetración y transformación en Dios[15].
Al cristiano que se le concede la máxima presencia de la Trinidad que es
posible en nuestra condición de viadores, por medio de su inhabitación en el
alma, goza de las Personas divinas y de sus comunicaciones[16].
No solo se profesa el dogma del Dios Uno y Trino, sino que
se vive de esta verdad. Dirá V.M. Capdevila: “Dios se da personalmente al hombre,
lo transforma interiormente, lo diviniza o cristifica: esta transformación es
una nueva manera de ser lo que capacita para caminar en la caridad […],
conducido por el Espíritu […]. El justo no tiene esta manera de ser y de actuar
por nacimiento (como las aptitudes innatas) ni puede adquirirla por la
repetición de actos (como los hábitos adquiridos). Está en él (inhaerere) únicamente por don de Dios (infundere) […] Dios es santidad,
belleza, luz, amor… Al dársenos nos santifica, nos ilumina, nos embellece, nos
enciende en su fuego de amor”[17].
La Trinidad Santísima se comunica al alma del cristiano con
rasgos propios de cada una de las Personas divinas. De esta suerte queda
vinculado directamente en la procesión eterna del Verbo, de encarnación,
predicación y muerte martirial en la cruz, para cumplir la obra del Padre (cf.
Jn 17, 4) de ser testimonio de la verdad (cf. Jn 18, 17), y así colaborar con
Cristo en el retorno de toda la humanidad al Padre (cf. Jn 12, 32).
[2] S. Juan de la Cruz, Cántico espiritual (B), XXIII, 6.
[3] San Juan
de la Cruz habla de los tres tipos de presencia divina en el alma, que en
síntesis son: «a/ presencia esencial, por
el cual está en toda alma, aun en el “mayor pecador del mundo”, y en todas las
criaturas; b/ presencia por gracia,
por la cual Dios mora agradado y satisfecho en el alma; c/ presencia por afección espiritual, que es la que se da en la vida
mística o perfecta» (cf. J.M. Faraone, La inhabitación trinitaria según san Juan de
la Cruz, Roma 2002, 447).
Para santo Tomás de Aquino «Dios
está en todas las cosas por presencia, esencia y potencia, está especialmente
en los santos por la gracia (Deus
specialiter est in sanctis per gratiam) y está en Cristo por la unión» (In I Sent., d. 37, q. 1. a.2. Citado por
V. M. Capdevila, Liberación y divinización del hombre.
Teología de la gracia, 185).
[7] S. Teresa de Jesús, Cuentas de Conciencia 15 (Medina 30.6.1571).
[8] Es la
relación vital del alma con Dios caracterizada por la unión con Cristo y la
acción transformante del Espíritu.
[10] La
enseñanza de los Padres contiene dos afirmaciones fundamentales: que Dios
inhabita sustancialmente en el alma de los justos, y que las tres divinas
Personas inhabitan en común y sin diferencia ninguna, aunque en ocasiones
atribuyan la inhabitación al Espíritu Santo. S. Agustín,
clarifica la inseparabilidad de la Trinidad: «En nadie habita el Espíritu Santo
sin el Padre y el Hijo, como no habita el Hijo sin el Padre y el Espíritu, ni
el Padre sin las otras dos personas; pues es inseparable su habitación por ser
inseparable su operación» (Sermo 71,
20, 33; PL 38, 463). Citado por E. Llamas,
«Inhabitación trinitaria», en X. Pikaza–
N. Silanes, ed., Diccionario
Teológico. El Dios cristiano, Salamanca 1992, 691-710 (698).
[12] Cf. N. SILANÉS, «Misión,
misiones», en X. Pikaza– N. Silanes,
ed., Diccionario Teológico. El Dios cristiano,
Salamanca 1992, 879-890 (887).
[13] V. Rodríguez, «Inhabitación de la SS.
Trinidad en el alma en gracia», 5.
[15] Cf. V. Rodríguez, «Inhabitación de la SS. Trinidad en el alma en gracia», La Ciencia Tomista 269 (1959) 5-115
(83).
[16] Después
de presentar la teología de la divinización del hombre en Occidente, V.M. Capdevila concluye: «La luz divina en el
cristiano, ¿es una realidad creada, como afirmamos los occidentales, o es la
misma realidad divina en nosotros, como dicen nuestros hermanos de Oriente? No
creemos que sea una cuestión para dirimir sino un misterio para contemplar en
el silencio de la adoración» (Liberación
y divinización del hombre, II, 235).
[17] V.M. Capdevila, Liberación y divinización del hombre Teología de la gracia. Estudio Sistemático,
II, Salamanca 1994, 234.