Es una
experiencia y luego una enseñanza unánime de los santos del Carmelo, Dios
no se da a sí mismo con todos sus dones hasta que nos demos del todo a Él.
Santa Teresa de Jesús nos lo recuerda en Camino
de Perfección: “como es Señor, consigo trae la libertad, y como nos ama,
hácese a nuestra medida […]. Y como Él no ha de forzar nuestra voluntad, toma
lo que le damos, mas no se da a Sí del todo hasta que nos damos del todo. […],
ni obra en el alma como cuando del todo sin embarazo es suya” (C 28, 11-28).
Uno de los “Avisos espirituales” de San Juan de la Cruz
tiene el mismo sentido: “El alma que quiere que Dios se le entregue todo, se ha
de entregar toda, sin dejar nada para sí”. Ello lo explicará más extensamente
en Subida:
“Porque eso me da que
una ave esté asida a un hilo delgado que a uno grueso, porque, aunque sea
delgado, tan asida se estará a él como al grueso, en tanto que no le quebrare
para volar. Verdad es que el delgado es más fácil de quebrar; pero, por fácil
que es, si no le quiebra, no volará. Y así es el alma que tiene asimiento en
alguna cosa, que, aunque más virtud tenga, no llegará a la libertad de la
divina unión. […] Y así es lástima ver algunas almas como unas ricas naos
cargadas de riquezas, y obras, y ejercicios espirituales, y virtudes, y
mercedes que Dios las hace, y por no tener ánimo para acabar con algún
gustillo, o asimiento, o afición -que todo es uno-, nunca van adelante, ni llegan
al puerto de la perfección, que no estaba en más que dar un buen vuelo y acabar
de quebrar aquel hilo de asimiento o quitar aquella pegada rémora, de apetito”
(S 1, 4-11).
En Santa Teresa de Jesús, mujer muy dotada para la
relación humana, el impedimento para la divina unión era ante todo los
pasatiempos de buenas conversaciones en el locutorio. Teresa intenta sentar a la misma mesa a los dos contrarios, vida espiritual
y pasatiempos sensuales, Dios y criaturas (V 7,17), con el paradójico resultado
de no gozar de ninguno. Dios no comparte con nadie el amor del hombre. No se
sienta a la mesa con otros invitados. Se esconde entonces, haciendo, a la vez,
amargos los demás amores.
A Teresa, que por naturaleza era agradecida, la estrategia de Dios para
ganársela es atacarla por donde era vulnerable. Dios le castiga con mercedes (V
7,18), ella quiere corresponder a este amor, pero se siente impotente. Tuvo que
llegar a esta experiencia extrema de pobreza, para desconfiar de sí y confiar
solo en Dios. Suplicará Teresa a los pies del Cristo muy llagado, “que no me
había de levantar de allí hasta que hiciese lo que le suplicaba” (V 9, 3). Es
en este momento de extrema pobreza e impotencia donde se sitúa la
intervención fulgurante y renovada de Dios que conmina a Teresa con la fuerza
del amor: “Ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles”
(V 22,5). “Sea el Señor bendito por siempre, que en un punto me dio la libertad
que yo, con todas cuantas diligencias había hecho muchos años había, no pude
alcanzar conmigo” (V 22,8).
Dios le concedió el don de la libertad. “Después que vi la gran hermosura
del Señor, no veía a nadie que en su comparación me pareciese bien, ni me
ocupase; que con poner un poco los ojos de la consideración de las excelencias
y gracias que en este Señor veía” (V 37,4). Es el encuentro con Dios lo que
libera al hombre. La «visión» rompe en mil trozos el hechizo que las cosas
(todo lo que no es Dios) ejercían sobre el hombre. Ella quedó curada para
siempre. “Nunca más yo he podido asentar en amistad a no ser con personas que
aman a Dios y le sirven”. Dios acabó por vencerla. O Teresa se rindió
convencida de que no podría “cobrar otro amigo mejor” (2M 1,4).
El forcejeo anterior ha tenido por finalidad preparar, ablandar y disponer
su voluntad a fin de que quiera recibir a Dios. Y Él se da. Se vuelca inmediata
y abundantemente. La «conversión» de Teresa señala su ingreso en la vida
mística, es el comienzo del aceleramiento de la comunicación divina que estaba
como bloqueada por su mayor o menor resistencia anterior. El protagonismo
divino se hace absorbente. “Pues comenzando a quitar ocasiones y a darme más a
la oración, comenzó el Señor a hacerme las mercedes, como quien deseaba -a lo
que pareció- que yo las quisiese recibir” (V 23,1). Dios da, se da. El hombre
recibe. Estas son las coordenadas sobre las que avanza la vida de Teresa de
Jesús y, si hemos de creer su testimonio, la vida de todo hombre. Coordenadas
que el progreso de la vida espiritual irá perfeccionando ininterrumpidamente,
reduciendo a Dios y al hombre a sus puestos respectivos propios: dar y recibir,
hacer y “padecer”.
La pedagogía divina conduce a Teresa, de una actitud “conquistadora” a otra
de humilde acogida. Ante un Dios que se le da, Teresa descubre que ella debe
ser sola de Dios. A Dios no se le dan cosas, ni se le consagran tiempos. Es la
persona en su integridad la que debe entrar en posesión de Dios.
De la biografía de san Juan de la Cruz no conocemos falta moral alguna que
pudiera impedir la divina unión con Dios. Sus biógrafos dicen que en su primera
misa fue confirmado en gracia. El gran escritor de teología mística que fue
Baldomero Jiménez Duque afirmará: “La documentación abundosísima que sobre él
poseemos obliga a asegurar que Juan de la Cruz es uno de esos hombres en los
que parece que no pecó Adán. Verdaderamente fue un hombre celestial y divino
según parece, dijo la santa”[1].
A pesar de no existir faltas morales que
impidan la unión con Dios, san Juan de la Cruz nos es un ejemplo de que, a
pesar de ello, el hombre debe pasar por grandes purificaciones hasta que se
produzca el matrimonio espiritual, y el ingreso en la vida intratrinitaria, es
decir debe pasar de la imagen a la semejanza con Dios.
Los Padres griegos –comenta T. Spidlík–
“establecen una distinción entre la «imagen» y la «semejanza»; la «imagen» es
inicial; la perfección está en la «semejanza». Por consiguiente, la vida
espiritual consiste en pasar de la imagen a la semejanza”[2].
El bautizado está llamado a pasar, mediante el
combate espiritual, de la imagen restaurada en el Bautismo a una semejanza cada
vez mayor con Cristo. Sobre ello dirá Diadoco de Foticé: “Todo hombre ha sido
creado según la imagen de Dios; alcanzar la semejanza divina se le concede a
quien somete su libertad a Dios por medio de un gran amor”[3].
Esta
semejanza es obra del Espíritu Santo, sin su acción le es imposible al ser
humano, erradicar de sí las raíces profundas del pecado y habilitar el alma
para acoger la presencia transformante de la Trinidad. Dirá J. M. Faraone:
Para extirpar el mal,
es necesaria una intervención drástica en el más profundo ser del hombre. Pero
el hombre no puede llegar a tanto: ni tan profundamente ni tan radicalmente. Se
hace imprescindible la acción divina, porque ha de darse una muerte,
aniquilación y desasimiento, una destrucción radical del hombre viejo, y un
renacer a nueva vida, una resurrección. Dios redime y sana capas tan hondas que
el hombre sentirá la purificación “en la profunda sustancia del espíritu”[4].
Por mayores esfuerzos que fray Juan de la Cruz
haga, a pesar de su extraordinario amor a Dios, y vivir una vida tan
penitencial, no tiene capacidad para arrancar las últimas raíces de sus
defectos que impiden la unión. Es necesario que el mismo Espíritu Santo lo
realice. Lo recordará el mismo san Juan de la Cruz: “por más que el alma se
ayude, no puede ella activamente purificarse de manera que esté dispuesta en la
menor parte para la divina unión de perfección de amor, si Dios no toma la mano
y la purga en aquel fuego oscuro para ella” (1N 3, 3).
La purificación o despojo que el Espíritu
Santo debe obrar en fray Juan está relacionado no solo con las imperfecciones
que él deba purgar y “el grado de amor de unión a que Dios la quiere levantar”
(1N 14, 5). Y fray Juan será una de “las almas que han de pasar a tan dichoso y
alto estado como es la unión de amor, por muy apriesa que Dios las lleve, harto
tiempo suelen durar en estas sequedades y tentaciones ordinariamente” (I N
14,6).
No conocemos falta
alguna de tipo moral que debilitara la adhesión en el seguimiento de Jesucristo
por parte del beato Francisco Palau. El motivo por el cual tardara tanto en
entrar en el dinamismo místico hasta vivir vida trinitaria, lo podríamos situar,
a semejanza de san Juan de la Cruz, en las profundas purificaciones que debe
sufrir el alma para hacerla capaz de la unión con Dios.
A la edad de 53
años, cuando al beato Francisco Palau, religioso exclaustrado y sacerdote
célibe, no le da miedo expresar sus sentimientos más íntimos, confesará: “Yo deseaba como todos, amar y ser
amado, amar y ser correspondido en mi amor” (MR 8, 21).
Durante su infancia y su juventud buscó
su cosa amada “en la tierra, y no hallando en ella criatura alguna capaz de satisfacer
mis apetitos la busqué en el cielo” (MR 15,2), Será a los 21 años
cuando ingresará en el Carmelo descalzo: “A los 21 años de edad, al desprenderse el corazón de los objetos
extraños al verdadero amor, al dejar las cosas que no merecen los afectos del
corazón, me hallé en una situación horrible: impulsado por el amor buscaba mi
cosa Amada en Dios: más ¡Ay!, yo no la conocía, y ella no se revelaba. No
obstante, la pasión del amor no estaba en mí ociosa, sino que crecía de año en
año hasta devorar el corazón” (MR
10,14). “Y fui al claustro, por si acaso allí te encontrara.
Yo, aunque muy a oscuras, te buscaba a ti: estaba persuadido de que sólo una
belleza infinita podía saciar y calmar los ardores de mi corazón. ¡Cuán lejos
estaba entonces de creer que fueses lo que eres! La soledad, sin ti, lejos de
calmar la pasión del amor, la fomenta: y el claustro ensanchó mi corazón,
encendió mayor llama en el amor. Pero no conociéndote sino como se conoce una
persona extranjera, mi tormento era sin comparación más cruel en la soledad del
claustro que en el bullicio del mundo” (MR 22,14).
Los
revolucionarios le quemaron su convento y por las leyes desamortizadoras deberá
vivir el resto de su vida como exclaustrado, por obediencia a sus superiores se
ordenó sacerdote, la búsqueda de su amada continuó a través del ejercicio del
ministerio sacerdotal. “La amaba, y mi amor buscaba ocasiones para
acreditarse ante sus ojos como verdadero amante ofreciéndole la vida, pero ella
no quiso el sacrificio de mi sangre; y se manifestaba en medio de la más oscura
noche, y entre las tinieblas se presentaba encubierta, y tan de lejos que ni su
bulto y menos su sombra dejaba ver. Y no obstante, el amor la buscaba, resuelto
a todo sacrificio por ella” (MR 15,3).
“Desde los 21 años de mi edad hasta los 33,
cosa extraña, yo amaba con tal pasión, que busqué mil ocasiones para acreditar
que daba y ofrecía mi vida y mi sangre en testimonio de mi lealtad; y la Amada
me salvó la vida mil veces expuesta a los peligros de una guerra tal cual la
sostuvo España, mi patria, contra sí misma. «Yo te amo -decía a mi Amada- acepta mi
sangre en prueba de la verdad de mi amor». Soy vivo porque mi Amada no aceptó
el sacrifico. Cosa rara: yo no la conocía, y la buscaba, pero entre velos la
miraba gloriosa en el empíreo; y creyendo que sólo allí podía verla, deseaba
acabara pronto mi vida sacrificada y consagrada a su amor” (MR 10,14).
La situación de España empeorará y tendrá que
exiliarse a Francia, allí dedicará su vida a interceder en favor de la Iglesia
a la que ama más que a las niñas de sus ojos. No solo ora sino que reflexiona
sobre el misterio de la Iglesia, pero durante años no pudo tener de la Iglesia
más que una noción muy abstracta, por otro lado él seguía buscando a su cosa
amada. Pero es en esta época en la que entra en una profunda noche interior,
que él describe con trazos bien expresivos:
“Y a los 31 años de mi edad empecé a morir viviendo y a vivir muriendo,
una vida tan horrorosa a mi vista, tan amarga, que me horripila mis carnes al
escribirlo: Dios entregó mi alma en poder de los demonios; y parece tenían
fuerza de mí cuanto les placía. Y esta vida duró hasta la edad de 50 años, esto
es, 17 años seguidos, sin un día de luz ni de interrupción. En este tiempo el
amor no sólo se extinguió, sino que levantando siempre más sus llamas, llegó a
tal exceso que ya no me fue posible soportar más mi situación. Yo amaba con
pasión, y, cosa extraña, ni conocía a mi Amada ni esta se relacionaba
conmigo” (MR 10,15).
Estuvo en
diversas ocasiones a punto de ser asesinado, pero la Providencia divina le
protegía la vida:
“Perdidas las esperanzas de morir por tu amor, hallándome en la flor de
mi edad, no pudiendo soportar la llama del amor que ardía dentro de mi pecho viviendo
entre los hombres, me resolví en mi edad viril vivir solitario en los
desiertos. Te llamé y no me respondiste, te busqué dentro el seno de los
montes, en medio de los bosques, sobre la cima de las peñas solitarias, y no te
hallé. En la soledad del monte marchité mi virilidad en busca de ti; […] ¿Dónde
estabas entonces? ¡Ah, estabas tan cerca y yo no lo sabía, estabas dentro de mí
mismo y yo te buscaba tan lejos! ¿Por qué no te hiciste visible?” (MR 22, 16).
Después de 40
años de búsqueda ya no esperaba que pudiera conocer su cosa amada en este mundo: “Por fin, estaba yo muy lejos de
pensar que en esta vida miserable la cosa amada se comunicara con su amante; y
bastó un día una sola palabra salida de sus labios para que mi corazón la
conociera” (MR
10,16).
Se le revela la
Iglesia como una persona mística, primero figurada en una bellísima joven que
el Padre le da por Hija. ”Por fin, pasados cuarenta años en busca de ti, te hallé. Te hallé
porque tú me saliste al encuentro, te hallé porque tú te distes a conocer” (MR 22,17). En sus soliloquios con la
Iglesia ésta le dirá: “-si no me conocías, ¿por qué me buscabas? ¿Cómo podías hallarme ni ir en
busca de mí? –me dijo- Mi Amada”. A lo cual él responderá: “-Mí corazón amaba lo
infinitamente bello, pero de esta belleza no tenía más que una idea confusa; la
buscaba porque sabía existía. ¿Por qué no te diste a conocer más temprano?” (MR 22,17).
En la oración
comprenderá que la revelación de la Iglesia como persona mística se debía
realizar progresivamente.
“Yo [la Iglesia] soy un objeto infinitamente bello,
bueno amable y deleitable; el corazón humano es cosa tan pequeña con respeto a
mí, que no cabe dentro tanta grandeza, y por esto yo me he manifestado poco a
poco y bajo mil formas y maneras; y ahora me manifiesto casi sin velos, porque
tu entendimiento está ya dispuesto a recibir mi presencia en idea, especie,
forma, figura o imagen. No obstante todos estos preparativos, apenas crees; tan
pequeño es el individuo con respeto a objeto tan grandioso. Yo soy Dios y tus
prójimos, yo soy en Cristo cabeza el gran cuerpo moral de su Iglesia cuyos
miembros son todos los predestinados a la gloria; y este cuerpo moral es tan
grandioso, que no cabe en el entendimiento humano sino apenas la idea, figura o
imagen, y para ésta es aún preciso ensancharle, dilatarle y engrandecerle, cuya
operación no puede hacerse sino con tiempo, poco a poco, cooperando el amante.
A proporción que entre la idea, noticia o imagen de mí en el entendimiento, el
corazón se dilata, se ensancha y se dispone para unirse conmigo en amor; y ésta
es también obra del tiempo” (MR 22,18).
El Espíritu Santo
purificará hasta lo más profundo de Teresa de todo amor humano. En el Carmelo
ha luchado por no apegarse de nuevo a sus hermanas carnales, ni a otras
hermanas de la comunidad. Tampoco se ha podido apegar a director espiritual
alguno. Ha luchado fortalecida por el Espíritu Santo para ser libre de todo
apego humano y dar todo su amor a Jesús.
Pero Teresa creía
que podía compaginar el amor filial a su padre con el seguimiento de Jesús, sin
que este amor fuera purificado para poderlo amar desde Él. Escribirá a su
padre, en el inicio de su estancia en el Carmelo: “Jesús, el Rey del cielo, al
tomarme para sí, no me ha quitado a mi santo Rey de la tierra. ¡No!, si mi
papaíto querido así lo quiere y no me encuentra demasiado indigna, yo seré siempre:
la Reina de Papá”[5].
Todo el período del
noviciado estará marcado por la prueba de la humillación de su padre, que le
llega al fondo del corazón. El contacto con Dios en la oración y la lectura de
su Palabra es lo que permite a Teresa ver con claridad cómo debe obrar en la
prueba y el sufrimiento de su padre. Escribe a Celina: “Ahora somos huérfanas,
pero podemos decir con amor: «Padre nuestro, que estás en los cielos». ¡Sí, nos
queda todavía el único todo de nuestras almas!”[6]
Santa Teresa del Niño Jesús se ha preparado a conciencia
para su profesión religiosa. Pero para que tenga lugar el «matrimonio
espiritual», como unión transformante, no debe haber apego a nada ni a nadie.
El día de su profesión religiosa, el 8 de septiembre de 1890, cuando realizará
plena inmolación de sí misma, comprometiéndose a seguir a Jesús para siempre en
el Carmelo descalzo, después de un retiro de gran aridez, se encontrará
abandonada a sus fuerzas. Teresa echará de menos a su padre espiritual, que
está en el Canadá, el obispo de Bayeux no puede asistir por estar enfermo,
pero, sobre todo, siente y llora la ausencia de su padre, el Sr. Martin. Esta
dolorosa purificación alcanza su objetivo: “El día de mis bodas estuve
realmente huérfana de padre en la tierra, pero pudiendo mirar con confianza al
cielo y decir con toda verdad: «Padre nuestro, que estás en el cielo»”
(Ms A 75v).
Dos días después de su toma de velo, escribirá a su hermana
Celina: “Jesús ha dirigido este asunto, solo Él, y yo he reconocido su toque de amor […] Jesús me quiere huérfana, quiere que yo esté sola con
Él solo para unirse más íntimamente a mí; y quiere también darme en la Patria
las alegrías tan legítimas que
me negó en el destierro...”[7].
Una vez ha entrado en la eternidad a su padre, lo volverá a
recuperar desde la comunión de los santos. Así se lo explicaba a su hermana
Leonia: “La muerte de papá no me parece una muerte, sino una verdadera vida. Vuelvo a encontrarle después de
seis años de ausencia, lo siento en torno a mí mirándome y protegiéndome...” [8]
En la profesión religiosa, consideramos que en
Teresa no se ha dado el «matrimonio espiritual», porque no había entregado a
Dios el afecto filial. En el día de su profesión religiosa se lo entregará de
veras, de modo que el profundo amor filial y la ternura que sentía hacia su
padre lo dirigirá a Dios Padre, no buscando ya más sustitutos de padre, acogiendo
de verdad las palabras de Jesús: “Ni
tampoco llaméis «padre» a nadie en este mundo, porque vuestro único padre es el
que está en el cielo” (Mt 23, 9).
A partir de su
profesión religiosa, cuando Teresa ya se ha dado del todo a Dios, luego Dios se
dará a ella del todo, es decir la hará entrar en la vida intratrinitaria. Pero
para que ello tenga lugar, debe ser tierra buena, por el amor y el
conocimiento. Teresa debe ser consciente de que es posible la inhabitación
trinitaria en esta vida, y debe dejar actuar al Espíritu Santo en ella para que
vaya adquiriendo las actitudes necesarias para poder acoger la vida trinitaria
que le será donada.
La enfermedad de su padre predispone a Teresa a abandonarse
en Dios, con toda la carga que supone para ella a nivel psicológico, y a nivel
espiritual vivido en clave teologal. En lo más profundo de la prueba de su
padre, Teresa descubre, iluminada por el Espíritu Santo, que esta tiene
sentido, ya que le da capacidad de poder decir con verdad: “Padre nuestro, que
estás en el cielo”[9].
De este modo se realiza en ella una unión personal con Cristo para que, hija en
el Hijo, pueda decir desde Él Abba, Padre.
La prueba vivida
desde la fe, iluminada y fortalecida por el Espíritu Santo, lo ha hecho
posible. Por ello puede decir: “Sí, los tres años del martirio de papá me
parecen los más preciosos, los más fructíferos de toda nuestra vida. No los
cambiaría por todos los éxtasis y revelaciones de los santos. Mi corazón rebosa
de gratitud al pensar en ese tesoro que debe de despertar una santa envidia en
los ángeles de la corte celestial...” (Ms A 73r)
Ahora el horizonte
de Teresa es el Dios amor, que ha llegado a darnos a su mismo Hijo, y hacia Él
se sentirá atraída irresistiblemente.