LOS CONTEMPLATIVOS, LOS GRANDES ORANTES POR LA PAZ
1. La paz, un don de
Dios; 2. La oración es la principal fuerza de la Iglesia para conseguir la paz; 3.
Los cristianos comprometidos a orar por la paz; 4. Los orantes pueden alcanzar
de Dios el don de la paz; 5. El poder ante Dios de un alma verdaderamente
orante; 6. Edith Stein, la fecundidad de una
vida ofrecida por la paz
Acaba de
estallar una nueva guerra de consecuencias incalculables, las tropas rusas han
invadido Ucrania, otros países europeos son amenazados. Ante esta grave
situación, nos proponemos profundizar sobre la luz que nos aporta la Biblia y
el testimonio de los Santos, ante todo los contemplativos. Para que nos sea alimento
y aliento para orar sin descanso hasta alcanzar de Dios el don de la paz tan
necesaria.
La
aspiración a la paz es inherente a la naturaleza humana. El deseo de la paz ha instado
a los hombres de todos los tiempos y a los creyentes de todas las épocas, por
ello este anhelo está presente en las diversas religiones. Para los
cristianos, Jesucristo, Hijo de Aquel que tiene “pensamientos de paz y no de
aflicción” (Jr 29,11), es “nuestra paz” (Ef 2, 14).
La paz es
un don de Dios. Esta convicción está presente en las Sagradas Escrituras, tanto
en el Antiguo como en el Nuevo Testamento[1].
La Biblia,
como palabra revelada, nos dice que nuestro Dios es un Dios de paz (cf. 1Co
14,33; Rm 15,33), de una paz que supera todo conocimiento (cf. Fl 4,7). Él
tiene designios de paz sobre nosotros y no de aflicción (Cf Jr 29,11). Dios nos
quiere bendecir a cada uno de nosotros con el don de la paz (Nn 6,26), una paz
que no sólo se extienda hasta los confines de cada pueblo (Jos 21,44; 1Re
5,18), sino que abarque a toda la tierra (Lv 26,6). Dios quiere la paz para
todos: “Paz, paz al de lejos y al de cerca" (Is 57,19). Por ello,
como dice el profeta Isaías: "Qué hermosos son sobre los montes los
pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia
salvación, que dice a Sion «Ya reina Dios»” (Is 52,7).
Jesús es
el portador definitivo de la paz (Mt 1,1-17; Mt 21, 1ss.). Dios ha asumido
nuestra condición humana para darnos la paz, su paz. La paz es el don que el
Resucitado entrega a sus discípulos: “Paz con vosotros” (Jn 20,20); de
esta forma se hará realidad la promesa que el Maestro les hizo antes de su
Pasión y su muerte, “Os dejo la paz, mi paz os doy” (Jn 14,27). Sus
primeras palabras a los discípulos después de su resurrección fueron: “Paz a
vosotros” (Jn 20.21.26). “Cristo es nuestra paz” recordaba Pablo VI “si
la paz es posible en Cristo y por Cristo, ella es posible entre los hombres y
para los hombres”[2]. Como escribe José Luis Achótegui: “Desde
una perspectiva creyente, la paz se vislumbra como un horizonte que es objeto
de esperanza porque ha sido objeto de promesa por parte de Dios y lleva su
sello de garantía con una actuación definitiva en la experiencia histórica de
Jesús de Nazaret”[3].
2. La oración es la principal fuerza de
la Iglesia para conseguir la paz
Los cristianos, como discípulos de Cristo,
tenemos la obligación especial de trabajar para llevar al mundo la paz. Para
que ésta sea una realidad debemos orar a Aquel que nos la puede conceder. Orar
por la paz no significa evadirse de la historia, sino afrontarla pidiendo
auxilio a Dios y fundamentando en Él la verdadera fraternidad.
Con el deseo de evitar una tercera guerra mundial
que se cernía en el horizonte, Juan Pablo II en un mensaje de la jornada por la
paz dijo:
"La fe nos enseña que la paz es un
don de Dios en Jesucristo, un don que habrá de expresarse en la plegaria hacia
Aquel que tiene en sus manos los destinos de los pueblos […] La paz depende
básicamente de este poder (que está por encima de nuestras fuerzas humanas),
que nosotros llamamos Dios, y que como cristianos creemos que se ha revelado en
Cristo. […] La convicción de que la paz va más allá de los esfuerzos humanos,
-particularmente en el trance por el que hoy atraviesa el mundo- y, por
consiguiente, que su fuente y realización han de ser vistas en aquella realidad
que nos sobrepasa a todos. Esta es la razón por la cual cada uno de nosotros
reza por la paz"[4].
Juan Pablo II, en otro momento particularmente
difícil, por la delicada situación mundial después de los atentados del 11 de
septiembre en EEUU, la guerra de Afganistán, y el recrudecimiento de los
conflictos árabo-israelíes, volvió a insistir en la necesidad de orar por la
paz:
“La oración por la paz no es un elemento que «viene después» del
compromiso por la paz. Al contrario, está en el corazón mismo del esfuerzo por
la edificación de una paz en orden, en la justicia y en la libertad. Orar por
la paz significa abrir el corazón humano a la irrupción del poder renovador de
Dios. Con la fuente vivificante de su gracia, Dios puede abrir caminos a la paz
allí donde parece que sólo hay obstáculos y obstrucciones; puede reforzar y
ampliar la solidaridad de la familia humana, a pesar de prolongadas historias
de divisiones y de luchas. […] Orar por la paz significa rogar para alcanzar el
perdón de Dios y para crecer, al mismo tiempo, en la valentía
que es necesaria en quien quiere, a su vez, perdonar las ofensas recibidas”[5].
La oración que surge de un corazón que ama a Dios
y a los hermanos es un arma poderosa ante Dios para alcanzar la paz. “Sí, la
paz es posible, si sabemos «velar y orar» (Mc 14,38). […] La oración es la
única arma de la Iglesia para lograr la paz. […] Sí, la paz es posible, pues es
un don de Dios. Las religiones tienen una apremiante vocación a la paz”[6].
3. Los cristianos comprometidos a orar por la paz
La oración es la única arma de la Iglesia
para lograr la paz. Para que Dios conceda el don de la paz, es necesario que
haya muchos que lo supliquen de forma conveniente. Los Obispos, los presbíteros
en razón de su ministerio, los contemplativos en razón de su carisma, son los
más capacitados por el Espíritu Santo para interceder en nombre de todos.
No sólo ellos sino todo cristiano en razón de su bautismo participa del
sacerdocio real de Cristo y por ello puede presentar ante Jesucristo las
necesidades propias, las de su pueblo y de la humanidad entera, para que Él las
presente a su vez al Padre eterno.
Para contribuir a que el orante secunde la
cristificación por la acción poderosa del Espíritu Santo, para que sea Cristo
en el orante el que interceda ante el Padre por las necesidades del propio país
y de toda la humanidad, se muestran diversos modos del actuar del Espíritu
Santo en almas orantes, de modo particular la realizada en el gran intercesor
de la Iglesia, el beato Francisco Palau, y en la gran orante por la paz, santa
Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein).
Si un orante que se ha dejado forjar por la
acción del Espíritu Santo es poderoso ante el Señor, de modo que el mismo Dios
cede a la voluntad del orante, ¡cuánto más poderosa será ante Dios la
intercesión de comunidades orantes!
4. Los orantes pueden alcanzar de Dios
el don de la paz
Dios ha prometido escuchar la oración de
los que le suplican: “Todo cuanto en la oración pidáis con fe, lo conseguiréis”
(Mt 21,22). “Creed que habéis recibido ya todo lo que pedís en la oración y
lo conseguiréis” (Mc 11, 24).
Dios, en
su providencia, ha llamado a algunos para que dediquen su vida a la oración, a
ser intercesores ante Él en bien de todos sus hermanos. Por ello, para la
renovación de la Iglesia y de la sociedad, así como para la consecución de la
paz y el fin de la violencia, es de vital importancia que los monjes y
monjas vivan con radicalidad su vocación de orantes. Pío XI en la Constitución Apostólica Umbratilem del
8 de julio de 1924 afirmó: “Aquellos cuyo celo asiduo se consagra a la
oración y a la penitencia, contribuyen al progreso de la Iglesia y a la
salvación del género humano mucho más que los operarios aplicados a cultivar el
campo del Señor; porque si no hiciesen descender del cielo la abundancia de las
gracias divinas para regar la tierra, los operarios evangélicos no retirarían
de su trabajo más que frutos muy escasos”[7].
Y no sólo serían escasos los frutos, tanto de los
que trabajan en la Iglesia como de los que luchan por la paz, sino que muchos
se retirarían de este servicio. Santa Teresa de Lisieux descubrirá que la
vocación del contemplativo es ser en el corazón de la Iglesia y de la humanidad
el amor:
“Comprendí que sólo el amor era el que ponía en movimiento a los
miembros de la Iglesia; que, si el amor llegara a apagarse, los apóstoles no
anunciarían ya el Evangelio, los mártires se negarían a derramar su sangre.
Comprendí que el AMOR encerraba todas las vocaciones, que el amor lo era todo,
que el amor abarcaba todos los tiempos y todos los lugares... En una palabra
¡Que el AMOR es eterno!... Entonces, en el exceso de mi alegría delirante,
exclamé: ¡Oh Jesús, amor mío!... Por fin he hallado mi vocación, MI VOCACIÓN ES
EL AMOR […] En el corazón de la Iglesia, mi madre, yo seré el amor!”[8].
Santa
Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), en plena guerra mundial, decía a sus
hermanas del carmelo de Echt (Holanda), donde ella había tenido que refugiarse
para huir de la persecución antisemita de Hitler:
“Hoy vivimos en una época que necesita con urgencia de la renovación
que surge de las fuentes escondidas de las almas unidas con Dios. Hay mucha
gente que tiene puestas sus últimas esperanzas en estas escondidas fuentes de
salvación. Esta es una amonestación muy seria: a nosotras se nos exige una
entrega sin reservas al Señor que nos ha llamado, para que pueda ser renovada
la faz de la tierra. En total confianza debemos abandonar nuestra alma a las
inspiraciones del Espíritu Santo. No es necesario que experimentemos la
epifanía de nuestra vida. Tenemos que vivir en la certeza de fe de que, lo que
el Espíritu de Dios obra escondidamente en nosotros, produce sus frutos para el
Reino de Dios. Nosotros lo veremos en la eternidad”[9].
El
contemplativo, como miembro de la Iglesia, y quizás de una forma más
particular, porque su corazón se ha templado en muchas horas de oración y
silencio, experimenta que “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las
angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y cuantos
sufren, son a la vez los gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los
discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su
corazón” (GS 1).
Generalmente, el grado en que el contemplativo
siente en lo más profundo de su corazón las angustias, el miedo, el dolor de
todos aquellos que lloran la muerte de sus seres queridos en manos de las
bandas criminales, que sufren los estragos de la guerra, es proporcional a la
unión que éste tenga con Jesucristo, a menos que lo haya vivido en carne propia
o en la de sus familiares o amigos.
Ciertamente que el camino para alcanzar el fin
de la violencia es un camino arduo: “la paz es una tarea laboriosa que hay
que construir entre todos y que a todos nos hará sudar en forma de generosidad
y esfuerzo, porque es una realidad difícil que tenemos que construir
dolorosamente”[10], pero no hay otro remedio que
recorrerlo, cada cual con su propio carisma, talentos y cualidades humanas,
para poder legar a esta generación y a las futuras una sociedad sin violencia,
segura, justa y fraterna.
El contemplativo debe estar dispuesto a jugarse
la vida para alcanzar de Dios el don de la paz para su nación y para toda la
humanidad. Quizás no será de forma cruenta, pero sí que le exigirá dárselo todo
a Dios para que, siendo aceptas sus oraciones, conceda esta paz tan anhelada.
5. El poder ante Dios de un alma
verdaderamente orante
Los grandes orantes son conscientes del
poder que tiene un alma de oración, por ello animarán a otros a que lo sean.
Santa Teresa de Jesús, en Camino de
perfección, escribe: “(El Señor) comienza a tratar de tanta amistad
(con la persona orante) […] y cumplir Él lo que ella le pide, como ella hace lo
que Él la manda y mucho mejor, porque es poderoso y puede cuanto quiere y no
deja de querer” (C 32,12). Este texto de Camino de perfección es
una resonancia del Evangelio de san Lucas: “Dichosos los siervos, que el
señor al venir encuentre despiertos; yo os aseguro que se ceñirá, los hará
ponerse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá” (Lc 12,37).
Este
mismo pensamiento está en los escritos de Edith Stein: "Dios puede, por
amor a un alma que ha atraído a sí, atraer a otra alma. […] Es uno de los
hechos maravillosos de la vida espiritual que la libertad divina casi se somete
a la voluntad de sus elegidos escuchándolos. El por qué supera todo
entendimiento"[11].
Dirá
san Juan de la Cruz, en Cántico Espiritual: “Grande es el poder
y la porfía del amor, pues al mismo Dios prenda y liga. ¡Dichosa el alma que
ama, pues tiene a Dios por prisionero, rendido a todo lo que ella quisiere!
Porque tiene tal condición, que si le llevan por amor y por bien, le harán
hacer cuanto quisieren; y si de otra manera, no hay que hablarle ni poder con
él aunque hagan extremos; pero, por amor, en un cabello le ligan”[12].
Puede
ser tan poderosa ante Dios un alma de oración que puede influir en los destinos
de las naciones. Nos dirá el gran intercesor de la Iglesia, el beato Francisco
Palau:
“El
infierno sabe por experiencia que estas almas con su oración trastornan el
estado de las naciones. Sabe que burlan sus planes tenebrosos, los confunden, los
derrotan y destruyen su reino. Sabe que los negocios del mundo se disponen, no
según las miras de los políticos, sino según estas almas lo arreglan con Dios
en la oración. Y, por fin, sabe que el permiso que le concede el Altísimo
para causar en el mundo mayores o menores males es siempre limitado según fuere
la oración. [...] Es a veces una sola alma oscura y desconocida al mundo,
pero que tiene las virtudes ordenadas en forma de un ejército formidable, la
que le aterroriza, lo confunde y lo destruye”[13]. Por ello, pondrá en boca de María: “Hija
mía, sé alma de oración. ¡Sí conocieras el poder y señorío de un alma de
oración! A ella me rindo yo con ser la reina del universo, a ella se rinde mi
Hijo, a ella se rinde el Padre, a ella se rinde el Omnipotente, a ella obedecen
los ángeles, ante ella se estremecen y huyen despavoridos los demonios. Ella,
en fin, manda en el cielo, en la tierra y en el abismo”[14].
Un
testimonio del poder orante nos lo ofrece santa Clara de Asís. Cuando se
acercaba al monasterio de san Damián un tropel de sarracenos, mercenarios del
ejército del emperador Federico II, ansiosos de mancillar la virginidad de las
hermanas, ellas humanamente no tenían defensa. Estas acudieron a la Madre
Clara, que estaba enferma. Esta les dijo: “Hermanas e hijitas mías, no
tengáis miedo… Caso que los enemigos suban al monasterio, ponedme delante de
ellos”. Entonces Clara, pidió “que pusieran delante de ella una cajita
donde estaba el santísimo sacramento”. Clara permanece postrada en tierra,
orando con lágrimas… Asume toda su responsabilidad como abadesa-madre de aquel
racimo de vírgenes sobre el que se cernía el peligro. Súplica desde lo hondo de
su alma: “¡Señor!, protege tú a estas siervas tuyas, que yo no puedo hacerlo”.
La voz del Señor se escuchó: “Yo te defenderé siempre”. Luego
levantándose les dijo a las hermanas llena de serenidad: “Hermanas e hijitas
mías, no temáis: si Dios está con nosotras, los enemigos no podrán ofendernos.
Confiad en nuestro Señor Jesucristo, que Él nos librará. Y yo quiero ser
vuestra salvaguarda, de modo que no nos harán ningún mal. Y si vienen, ponedme
delante de ellos”. Los sarracenos escalaron el muro y bajaron al claustro.
Pero la columna de defensa estaba formada y dispuesta. A la vanguardia estaba
Cristo en el Santísimo Sacramento y Clara. Detrás estaban las hermanas. De
repente, presos de pánico, los sarracenos retroceden. Vuelven a escalar
precipitadamente el muro y huyen “sin hacer mal ni daño alguno”. “Huyeron…
sin hacer mal alguno, sin tocar a nadie de la casa”[15].
Otro
testimonio del poder orante de la comunidad contemplativa también nos lo
ofrecen santa Clara de Asís y sus hermanas del convento de san Damián. El
emperador Federico II se presentó con un gran ejército para asediar la ciudad
de Asís, dispuesto a no levantar el cerco hasta tomarla. La gente de Asís
informó a Clara, sabían que su mejor baluarte lo tenían en San Damián. El
asedio se prolongaba. Asís estaba a punto de entregarse… Clara siete la
gravedad del momento, y de madrugada, antes de amanecer, pide a sor Cristina
que llame a las hermanas. Cuando estas estaban reunidas, les habló de esta
manera: “Muchos bienes hemos recibido de esta ciudad, y por ello debemos
rogar a Dios que la salve”. Clara se quitó el velo y puso en su cabeza
ceniza, y todas las hermanas la imitan en su gesto. Clara irá imponiendo ceniza
en la cabeza de las hermanas. Hecho esto, Clara invitó a las hermanas a
perseverar en oración. ¿Hasta cuándo?... Nadie lo preguntó. Hasta que se
tornase el duelo en cantos de fiesta. Había comenzado un día de desierto, con
la plegaria incesante se unía el ayuno a pan y agua.
Al
día siguiente los ciudadanos de Asís contemplaron asombrados cómo huía el
ejército que les acechaba en desbandada, sin que nadie les atacara. ¿Por qué
huían ahora cuando estaban a punto de ganar? Clara daba testimonio vivo de que
la fe puede trasladar montañas y confundir ejércitos. La intercesión de Clara
atraía la fuerza de la salvación, invisible pero presente. Sólo la fe vivísima
y la comunión de sentimientos con el Señor hace posible estos prodigios. Pero
Clara no asumía sola la responsabilidad intercesora, sino que asociaba a las
hermanas su oración. Les enseñaba a permanecer como un solo corazón. Asís no
dudó que aquel día (22.6.1241) les salvó la intercesión de Clara y de sus
hermanas. Así lo testificó el caballero Rainiere de Bernardo: “Y todos los
ciudadanos creen firmemente que por las oraciones y méritos de madomma Clara fue protegido el monasterio y liberada la ciudad de sus enemigos”[16]
Santa
Teresa de Jesús también será una gran orante y mediadora de la paz. Cuando
estaba a punto de estallar una guerra entre España y Portugal, no dejará de
orar y hacer orar a sus monjas, y hará las gestiones que sean necesarias para
impedir dicha guerra. Escribirá al arzobispo de Évora, Don Teutonio de
Braganza, amigo suyo, para que haga lo que esté de su mano, influenciando a su
sobrino el duque de Braganza, parte principal en el litigio. En la carta que le
escribe, se puede percibir la profunda angustia de Teresa ante una posible
guerra y el compromiso personal de mediadora que asume por la paz entre los
cristianos. “Por amor de nuestro Señor, procure concierto […] y se tengan
delante los grandes daños que se pueden venir […], deseo la muerte si ha de
permitir Dios que venga tanto mal, […] El Señor dé luz para que se entienda la
verdad sin tantas muertes como ha de haber si se pone a riesgo; y en tiempo que
hay tan pocos cristianos, que se acaben unos a otros es gran desventura. […]
Todas estas hermanas […] tienen cuidado de encomendar a vuestra señoría a Dios”[17].
Edith
Stein, la gran orante del siglo XX, escribía:
“La obra de la salvación se realiza en la soledad y el silencio.
En el diálogo silencioso del corazón con Dios se preparan las piedras vivas de
las que está construido el reino de Dios y se modelan los instrumentos selectos
que ayudan en la construcción. […] ¿Qué podría ser la oración de la Iglesia,
sino la entrega de los grandes amantes a Dios, que es el Amor mismo? La entrega
de amor incondicional a Dios y la respuesta divina –la unión total y eterna–
son la exaltación más grande que puede alcanzar un corazón humano, el estadio
más alto de la vida de oración. Las almas que lo han alcanzado constituyen
verdaderamente el corazón de la Iglesia, en cada una de ellas vive el amor
sacerdotal de Jesús. Escondidas con Cristo en Dios no pueden sino transmitir a
otros corazones el amor divino con el cual han sido colmadas, y de esa manera
cooperan en el perfeccionamiento de todos y en el camino hacia la unión con
Dios que fue y sigue siendo el gran deseo de Jesús”[18].
6. Edith Stein, la fecundidad de una vida ofrecida por la
paz
Cuando la
paz mundial se encuentra tan amenazada, la patrona de Europa, santa Teresa
Benedicta de la Cruz (Edith Stein), puede sernos un modelo de alguien que ha
sabido orar eficazmente por la paz, tanto por los perseguidos como por los
perseguidores. Ella es una contemplativa que ha sabido ofrecer su vida para
alcanzar de Dios el don de la paz.
Edith
Stein fue una filósofa alemana de origen judío, que habiéndose hecho
conscientemente atea, se convirtió al catolicismo al leer La vida de
santa Teresa de Jesús. En aquel mismo día de su conversión decide que se
bautizará y entrará en el Carmelo Descalzo para seguir los pasos de Teresa de
Jesús en el encuentro con el Dios personal, todo Él amor.
Para Edith
la vida religiosa era un martirio incruento a fin de ganar a sus hermanos de
raza para Cristo. El 14 de octubre de 1933, a la edad de 42 años, ingresó en el
carmelo de Colonia, once años después de su conversión.
La
vivencia radical de la vocación del Carmelo la fue configurando con Cristo.
Participó profundamente del amor de Cristo hacia su propio pueblo, y por el
cual ofreció su vida. Edith quiso impregnarse de la espiritualidad que arranca
de la Cruz y es capaz de la donación total. “Me dirigí al Redentor y le dije
que veía claro cómo su Cruz cargaba ahora sobre las espaldas del pueblo judío”.
Ella estará dispuesta a interceder por su pueblo y llevar su parte de cruz por
los demás. “El Señor ha aceptado mi vida por muchos. Yo soy una pequeña
Ester, pobre e impotente, pero el rey que me ha escogido es infinitamente
grande y misericordioso. Esto es un gran consuelo”[19].
El
Espíritu Santo la fue preparando para el martirio, para que su ofrenda fuera
del todo consciente, libre e impregnada de caridad, y fue iluminando a sor
Teresa Benedicta para comprender desde la Revelación la persecución del pueblo
judío en manos de los nazis. “Dios había dejado caer nuevamente su mano pesada
sobre su pueblo y que el destino de este pueblo también era el mío"[20]
"Es la sombra de la cruz que se extiende sobre nuestro pueblo. ¡Oh si
mi pueblo se “ofreciera a la luz! Al menos, ahora. Se cumple la maldición que
mi pueblo ha llamado sobre sí. Caín debe ser castigado, pero ay de aquel que
ponga la mano sobre Caín! ¡Ay de esta ciudad, de este país, de estos hombres,
sobre los que pesará la justicia divina por todos los ultrajes que serán
cometidos con los judíos!"
Sor Teresa
Benedicta cada vez fue más consciente de que el Señor la llamaba a ofrecerse
por su pueblo. El domingo de Pasión de 1939, poco antes del estallido de la II
Guerra Mundial, la hermana Otilia, priora de Edith Stein, recibió una nota cuyo
contenido rezaba: "Querida Madre, permítame Su Reverencia ofrecerme al
Corazón de Jesús como sacrificio propiciatorio por una paz verdadera: para que
pueda acabarse el dominio del anticristo sin necesidad de una nueva guerra
mundial, si fuera posible, y establecerse un nuevo orden. Quisiera hacerlo ya
hoy, pues llega la última hora. Sé que no soy nada, pero Jesús lo quiere y no
dudo que ha de llamar a otros muchos a ello en estos días"[21].
Edith sabía que no era única, se sentía solidaria con muchas personas que
imploraban la misericordia de Dios y que el Espíritu Santo irá preparando, como
a ella, para identificarse con Cristo hasta la muerte, y alcanzar con su
sacrificio la paz y la misericordia de Dios para el mundo.
El día 9
de junio de ese mismo año, previendo su próxima muerte, al final de unos
ejercicios redacta su testamento: "Desde ahora acepto con alegría y con
absoluta sumisión a su santa voluntad, la muerte que Dios ha preparado para mí.
Pido al Señor que acepte mi vida y también mi muerte en honor y gloria suyas;
por todas las intenciones del Sagrado Corazón de Jesús y de María; por la Santa
Iglesia y, especialmente, por el mantenimiento, santificación y perfección de
nuestra Santa Orden, en particular los conventos Carmelitas de Colonia y Echt;
en expiación por la falta de fe del pueblo judío y para que el Señor sea
acogido entre los suyos; para que venga a nosotros su Reino de Gloria, por la
salvación de Alemania y la paz del mundo. Finalmente, por todos mis seres
queridos, vivos y difuntos, y todos aquellos que Dios me dio. Que ninguno de
ellos tome el camino de la perdición"[22].
Pero la II
Guerra Mundial estalló en septiembre del mismo año. Ella no dejó de confiar en
Jesús y creer que su ofrecimiento había sido acogido por Él.
Cada año,
el día 14 de septiembre, fiesta de la exaltación de la Santa Cruz, las
carmelitas renuevan sus votos. Era costumbre en este carmelo que la priora
leyera aquel día una breve reflexión. En algunas ocasiones encargó a Edith que
la escribiera. Ella aprovechó la ocasión para sensibilizar a sus hermanas de la
gravedad del momento. Ella misma, durante la I Guerra Mundial, pudo
experimentar de cerca el drama de la guerra cuidando, como voluntaria de la
Cruz Roja, a enfermos infecciosos en un hospital de Austria.
En esta
exhortación pronunciada pocos días después de estallar la II Guerra Mundial,
Edith animó a sus hermanas para que renovaran los votos religiosos con toda la
radicalidad que implica el ser desposadas con el crucificado.
"¡Bendita
seas, Cruz, esperanza única! De esta manera nos invita la Iglesia a implorar,
en el tiempo dedicado a la contemplación de los amargos sufrimientos de Nuestro
Señor Jesucristo […] El mundo está en llamas; el combate entre Cristo y el
Anticristo ha comenzado abiertamente. Si tú te decides por Cristo, te puede
costar la vida; reflexiona por eso muy bien sobre aquello que prometes. La
profesión y la renovación de los votos es algo terriblemente serio. […] El
Salvador cuelga en la Cruz, delante de ti, por haber sido obediente hasta la
muerte y muerte de Cruz. Él vino al mundo no para hacer su voluntad sino la
voluntad del Padre. Si tú también quieres ser la prometida del Crucificado,
tienes que negar incondicionalmente tu propia voluntad y no tener ningún otro
anhelo, sino el cumplir la voluntad del Padre. […] El mundo está en llamas. El
incendio puede hacer presa también en nuestra casa; pero en lo alto, por encima
de todas las llamas, se elevará la Cruz. Ellas no pueden destruirla. Ella es el
camino de la tierra al cielo y quien la abraza creyente, amante, esperanzado,
se eleva hasta el seno mismo de la Trinidad.
¡El mundo
está en llamas! ¿Te apremia extinguirlas? Contempla la cruz. Desde el corazón
abierto brota la sangre del Salvador. Ella apaga las llamas del infierno.
Libera tu corazón por el fiel cumplimiento de tus votos y entonces se derramará
en él el caudal del Amor divino hasta inundar todos los confines de la tierra.
¿Oyes los gemidos de los heridos en los campos de batalla? […] Tú no eres
médico, ni tampoco enfermera, ni puedes vendar sus heridas. Tú estás recogida
en tu celda y no puedes acudir a ellos. Oyes el grito agónico de los moribundos
y quisieras ser sacerdote y estar a su lado. Te conmueve la aflicción de las
viudas y de los huérfanos y tú querrías ser el Ángel de la Consolación y
ayudarles. Mira hacia el Crucificado. Si estás unida a Él, como una novia en el
fiel cumplimiento de tus santos votos, es tu sangre preciosa la que se derrama.
Unida a Él, eres como el omnipresente. Tú no puedes ayudar aquí o allí como el
médico, la enfermera o el sacerdote; pero con la fuerza de la Cruz puedes estar
en todos los frentes, en todos los lugares de aflicción. Tu Amor
misericordioso, Amor del corazón divino, te lleva a todas partes donde se
derrama su sangre preciosa, suavizante, santificante, salvadora. Los ojos del
Crucificado te contemplan interrogantes, examinadores. ¿Quieres cerrar
nuevamente tu alianza con el Crucificado? ¿Qué le responderás? «¿Señor, a dónde
iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna» ¡¡¡Ave Crux, spes
única!!!"[23].
Sor Teresa
Benedicta no dejará de concienciar a sus hermanas acerca de cómo pueden ser
verdaderas intercesoras a favor de la paz: "¿Qué derecho tenemos
nosotras a ser escuchadas? Nuestro deseo de paz es, sin duda, auténtico y
sincero. Pero, ¿nace de un corazón totalmente purificado? ¿Hemos rezado
verdaderamente "en el nombre de Jesús", es decir, no sólo con el
nombre de Jesús en la boca, sino en el espíritu y en el sentir de Jesús,
buscando la gloria del Padre y no la propia? El día en que Dios tenga poder
ilimitado sobre nuestro corazón tendremos también nosotras poder ilimitado
sobre el suyo"[24].
Tres años pasarán antes de que su ofrenda se
haga realidad. Ella era consciente de su propio destino y lo aceptará como
venido de las manos de Dios. Su seguimiento de Cristo bajo el signo de la cruz
termina para ella en el martirio. Cuando salió del convento detenida por la
Gestapo, dice a su hermana Rosa, "Vamos a morir por nuestro pueblo".
Al entrar en el último campo de concentración, Auschwitz, Edith y muchos otros
podrán decir: "Se acabaron las incertidumbres; Dios ha aceptado el
sacrificio". En compañía de sus hermanos y hermanas judíos va a recorrer
hasta el fin el camino del Calvario.
Sólo Dios conoce el dolor, la fe y las
esperanzas que acompañaron a Edith en su última hora. La muerte en la cámara de
gas del campo de Auschwitz será la puerta de entrada al lugar merecido en la
Iglesia celeste, donde podrá contemplar con toda claridad el amor del Padre por
toda la humanidad.
Destellos de la fecundidad de la ofrenda
de su vida por la paz
Edith oró tanto por los perseguidos, su
pueblo de raza y con el que compartió su suerte, como por la nación alemana,
que era su patria con la cual se sentía profundamente identificada. Aunque eran
sus mismos compatriotas los que perseguían a muerte a su pueblo, ella sabía que
Alemania no puede identificarse con aquellos que menosprecian de tal modo la
dignidad humana que hacen uso de todas las armas del poder y de la ciencia para
aniquilar de forma brutal a un pueblo. Edith no dejó de rezar por unos y otros.
Su unión con Cristo hasta la muerte
martirial no será en vano. Su oración y sobre todo su vida ofrecida en
holocausto tendrán una fecundidad inmensa. El imperio nazi que parecía dominar
el mundo y deseaba gobernarlo por un milenio, queda derrotado a los tres años
de su muerte y vuelve la paz al mundo.
La vida y la muerte de Edith son señales que
nos revelan la victoria del amor de Dios sobre las tinieblas de la culpa
humana. Ella había luchado por la dignidad de la persona humana, para
establecer relaciones con Dios y entre los hombres. Su muerte es escarnio a
todo aquello por lo que ella ha luchado. Pero después de la II Guerra Mundial,
ante la brutalidad con que había sido pisoteada la dignidad humana, son
proclamados los Derechos del hombre.
El pueblo
judío rompió la Alianza al condenar a muerte a Jesús, el hombre inocente por
excelencia. Por ello todas las desgracias anunciadas en los libros de la Ley se
cumplieron, y desde entonces el pueblo judío había vivido en el exilio. Después
de la II Guerra Mundial, le es concedido el derecho a volver a Israel y de ser
reconocido como nación independiente.
Edith
Stein había procurado a través de su vida y sus escritos hermanar el Antiguo
Testamento con Jesucristo, y redescubrir la vinculación entre la espiritualidad
del pueblo judío y el cristiano. Ella, además, había pedido al Papa para que
escribiera una encíclica a favor del pueblo judío. Unos veinte años después
todo un Concilio Ecuménico, el Concilio Vaticano II, proclamará solemnemente
aquello que ella vivió y defendió. El pueblo judío dejará de ser detestado como
el pueblo que mató a Jesucristo, para ser considerado el hermano mayor en la
fe, porque la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la revelación del pueblo
de Israel, escogido y amado de Dios.
Ella
consideraba Alemania como su patria, había orado por el pueblo alemán. Éste,
con la derrota, sufrió en parte lo que había hecho sufrir a otras naciones. La
limosna, en la tradición del pueblo judío y cristiano, es considerada un medio
para reparar los pecados. Alemania es una de las naciones que realiza más
donativos para el desarrollo del Tercer Mundo y la Iglesia necesitada.
Edith
Stein es para nosotros un testimonio de primer orden del poder que tiene ante
Dios una orante que, unida a Cristo, se ofrece por su pueblo y para alcanzar de
Dios la paz.
(27.2.2022)
Notas
[1] En la Biblia la palabra “paz” es una de las que con más frecuencia
aparecen. Está presente en la mayor parte de los libros del Antiguo Testamento
y prácticamente en todos los del Nuevo Testamento. En la traducción de la Biblia
de Jerusalén aparece en 349 ocasiones: en 39 de los 47 libros del AT y
en 26 de los 27 libros del NT.
[2] Pablo VI, Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la
Paz, 1/1/1973.
[3] José Luis Achótegui, “La paz en la Iglesia. ¿Qué conflictos? ¿Qué caminos
de reconciliación?”, Sal Terrae, 1033 (abril 2000) 311-324
[4] Ecclesia, 2.292 (8-XI-1986) 27. 33-35.
[5] Ecclesia, 3.080 (22-XII-2001)
1934-1938, 14.
[6] Ecclesia, 2.669 (29-I-1994) 158.
[7] Citado por G. Huyghe, Pablo VI, la oración, Salamanca:
Ed. Secretario Trinitario 1974,
183.
[8] Teresa de Lisieux. Obras Completas. Ed. Monte Carmelo, Burgos 1980, 5ª ed., (Manuscrito
B, 3v).
[9] Edith
Stein, Los caminos del silencio interior, Madrid, Ed. Espiritualidad
1988, 135.
[10] Ecclesia, 2.988 (11-III-2000) 383.
[11] Citado por Claire Marie Stubbemann, “La oración de Edith Stein”, Revista
Monte Carmelo, 107/2-3 (1999) 389-402.
[12] San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual, can. 32, 1.
[13] Francisco Palau, Lucha del alma con Dios. Carta de un director,
30.
[14] Lucha del alma con Dios IV, 30,
p. 146.
[15] Cf.
María Victoria Triviño, Clara
de Asís ante el espejo. Historia y espiritualidad, Ed. Paulinas, Madrid 2
1991, 315-317
[16] Ibid.,
321-323.
[17] Carta a Don Teutonio de
Braganza, 22.7.1579, n. 3-7.
[18] Edith Stein, “La oración de la Iglesia” en Los caminos del
silencio interior, Madrid: Ed. de Espiritualidad 1988, 81-82.
[19] Citado por Abelardo
Lobato, La pregunta por la mujer, Salamanca, Ed. Sígueme 1976, 209.
[20] Edith
Stein “Cómo llegué al Carmelo de Colonia”, en Obras Selectas, 536.
[21] Citado
por Ana-Josefa Jiménez Destellos en la noche. Edith Stein semblanza
biográfica, Madrid, Publicaciones Claretianas 1990, 76.
[22] Edith
Stein, Los caminos del silencio interior, 189.
[23] Edith
Stein, “Ave Crux-Spes Unica”, en Los caminos del silencio interior, 105-110.
[24] Edith
Stein, “Las bodas del Cordero” en Los caminos del silencio
interior, 120-121.