Sumario
1. Dios escucha las oraciones; 2. Los intercesores en el Antiguo Testamento; 3. Jesús, el intercesor que nos enseña a interceder; 4. La oración de intercesión en el Nuevo Testamento; 5. La oración intercesora en los primeros siglos del cristianismo; 6. Las órdenes contemplativas en las encrucijadas de la historia.
Presentación
En el Antiguo Testamento no se encuentra una palabra específica para designar la “intercesión”. Se emplean indistintamente distintos verbos como pedir, suplicar… pero siempre a favor de otro. Supone fe en que Dios escucha la súplica que un orante hace en bien de otro. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento está muy presente la oración de intercesión, que se prolongará en la vida de la Iglesia, suscitada por el Espíritu Santo, para su edificación y expansión.
1. Dios escucha las oraciones
Esparcidos por todo el Antiguo Testamento, ante todo en los salmos, hay textos en los que se afirma que Dios escucha las peticiones de ayuda que se le dirigen: «¡Oh tú, que escuchas la oración! Hasta ti viene todo hombre» (Sal 65,2). Tanto en el pasado como en el presente: «En ti confiaron nuestros padres; confiaron, y tú los libraste. A ti clamaron, y fueron librados; en ti confiaron, y no fueron decepcionados» (Sal 22,4-5). Es decir la oración que se dirige a Dios es eficaz porque El la escucha y responde a ella.
El orante israelita cuando invoca la ayuda de Yahveh es consciente de que el Dios del pueblo de Israel tiene dominio sobre la naturaleza y la historia. «No hay nada que se le salga de la mano por difícil, o que esté fuera de su voluntad de socorrer a su nación. El ser Dios de Israel se traduce, entre otras cosas, en escuchar su oración (I Sm 1,17)»[1] Las experiencias históricas bastan para asegurar que Yahveh oye la oración. En el recuerdo de estas experiencias se perpetúa el nombre de Yahveh como el Dios que salva a su pueblo; como tal se le invoca y se confía en El.
Se tiene experiencia de que Dios escucha la oración tanto la comunitaria por las necesidades del pueblo, como la individual a favor de una persona. El individuo también hace experiencia de que Dios se ocupa de él. Por ello a El dirige su oración «En mi angustia invoqué al Señor, y clamé a mi Dios; desde su templo oyó mi voz, y mi clamor delante de Él llegó a sus oídos» (Sal 18,6).
El orante para forzar que Dios escuche su oración, recurre ante todo a la persuasión. Le recuerda sus atributos (amor misericordioso, fidelidad…) conocidos por sus obras pasadas. Dios se ha manifestado como protector poderoso en la historia de su pueblo, en la elección, la liberación y la providencia. Ello es recordado de generación en generación (Sal 9,2; 22,23; 64,10…). Su obrar se encamina a liberar a su pueblo (Sal 44,2; 78,3), obrando maravillas en su favor (Sal 9, 2.15). Por ello, el orante le recuerda la Alianza que ha realizado con el pueblo. Le trae a la memoria las promesas que Dios hizo en el pasado, la palabra dada, a la que debe ser fiel (Sal 2,7; 56, 5.11). Se ampara en sus atributos (Sal 3,4.9). Acude a su poder y a su voluntad de socorrer, a su misericordia (Sal 25,6; 106,44), a su justicia (Sal 119,132). El Israel que experimenta su bendición y protección, será el que hará grande su nombre ante los pueblos (Ex 32,12; Nm 14,15; Jr 14, 7.21; Sal 30,13; 35,27).
En cambio Dios se oculta tras las nubes (Lm 3,44), cuando la oración que se le dirige se opone a sus designios; y sobre todo cuando el pueblo de Israel le ha ofendido con graves pecados. La rechaza cuando no cumple las condiciones requeridas (Is 1,15, Jr 14,12; Lm 3,8; Mi 3,4). Dirá en nombre de Dios el profeta Isaías: «Mira, la mano del Señor no es tan corta que no pueda salvar ni es tan duro de oído que no pueda oír; son vuestras culpas las que crean separación entre vosotros y vuestro Dios; son vuestros pecados los que tapan su rostro, para que no os oiga» (Is 59, 1-2).
El pueblo de Israel, para quedar liberado de los pecados cometidos, una vez al año celebraba el gran día de la Expiación, en que el sumo sacerdote entraba en el lugar santísimo del Templo de Jerusalén. Allí, en nombre de todo el pueblo, confesaba las culpas y las infidelidades y los pecados cometidos por los israelitas, y éstos ofrecían en sacrificio animales para restablecer la comunión con Dios. Así el pueblo quedaba purificado de sus pecados (Lv 16)
Cuando las grandes calamidades asolan la vida del pueblo de Israel, y se plantee de si Yahveh escucha o no la oración, se plantea también cuáles son las condiciones para que la oración que se dirige a Dios sea eficaz. Ya que se parte del principio que Dios escucha siempre la oración. «El no eventual obedece a un defecto de parte del orante o de la misma oración. La oración de por sí es eficaz, penetra en las nubes o alcanza hasta Dios (Eclo 35,17)»[2]
En ocasiones es Dios el que insta al pueblo de Israel a que le supliquen en sus necesidades: «Invócame en el día de la angustia; yo te libraré, y tú me honrarás» (Sal 50, 15); «me invocará y lo escucharé» (Sal 90, 15); «Llámame y te responderé» (Jr 33, 3). Pero ante todo será en medio de las grandes desgracias cuando Dios mismo será quien dará aliento y esperanza de un futuro mejor; pero para que se haga realidad, insta a que el pueblo suplique su ayuda: «Me invocaréis y vendréis a rogarme, y yo os escucharé. Me buscaréis y me encontraréis, cuando me solicitéis de todo corazón; me dejaré encontrar de vosotros; devolveré vuestros cautivos, os recogeré de todas las naciones y lugares a donde os arrojé y os haré tonar al sitio de donde os hice que fueseis desterrados» (Jr 29, 12-14). Dios lo puede prometer y realizar, ya que para Él nada es imposible (Jr 32, 17. 27; Za 8,6).
2. Los intercesores en el Antiguo Testamento
Existe una solidaridad humana en que cada miembro es responsable del bien del otro y de todos. Pero hay personas que, por su oficio o puesto en la estructura social, tienen responsabilidades singulares. Estos representan al grupo y a cada uno de sus miembros, responden por ellos y los defienden ante Dios.
También hay hombres y mujeres que están más cerca de la divinidad por haberse dejado santificar por Dios y realizar su voluntad; por ello sus ruegos son más escuchados por Dios. En momentos de necesidad, se acude a ellos para que hagan de mediadores, y éstos ofrecen su valimiento, suplicando por ellos ante Dios. Él los escucha libremente, pero reconociendo su personalidad de mediadores poderosos. Abraham es la personificación del amigo de Dios que intercede por el pueblo de Sodoma (Gn 18, 16,33) prepara lo que el Nuevo Testamento dirá de la oración intercesora de los santos.
En Israel los sacerdotes y los reyes son los intercesores oficiales ante Dios, ya que éstos representan al pueblo ante Él y por ello son escuchados.
El rey tiene misión y poder de intercesor, por la unción sagrada y su función de mediador; así lo hizo el rey Josafat. Ante un inminente ataque del enemigo “tuvo miedo y se dispuso a buscar a Yahveh promulgando un ayuno para todo Judá. […]: Oh Dios nuestro. […] Pues nosotros no tenemos fuerza contra esta gran multitud que viene contra nosotros y no sabemos qué hacer. Pero nuestros ojos se vuelven hacia ti” (II Cor 20, 3. 12).
La intercesión es también misión del sacerdote ungido: “Entre el vestíbulo y el altar lloren los sacerdotes, ministros de Yahveh, y digan: «¡Perdona, Yahveh, a tu pueblo, y no entregues tu heredad al oprobio a la irrisión de las naciones! ¿Por qué se ha de decir entre los pueblos: ¿Dónde está su Dios? » Y Yahveh se llenó de celo por su tierra, y tuvo piedad de su pueblo” (Jl 2,17-18).
Una de las misiones del “Siervo de Yahveh” es interceder por su pueblo: “él llevó el pecado de muchos, e intercedió por los rebeldes” (Is 53,12). En los salmos está presente la oración del justo ante Dios que intercede por el bien de su pueblo: “Ten piedad de nosotros, oh Señor ten piedad de nosotros, porque muy hartos estamos de desprecio” (Sal 123,3). “Nos haces retroceder ante el adversario. Nos entregas como ovejas para ser devorados, y nos has esparcido entre las naciones» (Sal 44, 10-11). «Oh Dios, ¿por qué nos has rechazado para siempre? ¿Por qué se enciende tu ira contra las ovejas de tu prado? Han quemado tu santuario hasta los cimientos; han profanado la morada de tu nombre» (Sal 74, 1. 7). «Restáuranos, oh Dios, y haz resplandecer tu rostro sobre nosotros, y seremos salvos» (Sal 80,3). Pero también escucha a los justos cuando suplican a Dios en sus necesidades: «Claman los justos, y el Señor los oye, y los libra de todas sus angustias» (Sal 34, 17). Y a los afligidos que recurren a El: «Porque el Señor oye a los necesitados» (Sal 69, 33); «Él nunca ha despreciado ni aborrecido la aflicción del angustiado, ni le ha escondido su rostro; sino que cuando clamó al Señor lo escuchó» (Sal 22,24); «Este pobre clamó, y el Señor le oyó, y lo salvó de todas sus angustias» (Sal 34,6).
Según la teología más tardía en Israel, también interceden por los hombres los espíritus celestes que están más cerca de Dios: «Entonces respondió el ángel del Señor y dijo: Oh Señor de los ejércitos, ¿hasta cuándo seguirás sin compadecerte de Jerusalén y de las ciudades de Judá, contra las cuales has estado indignado estos setenta años?» (Zc 1,12).
Entre Dios y el pueblo de Israel se establecerá una Alianza, en la que el pueblo se comprometerá a adorarlo como único Dios, y establecer con su prójimo unas relaciones justas, según «las diez Palabras que escribió en dos tablas de piedra» (Dt 4, 13). A su vez Dios se comprometerá a proteger y a bendecir al pueblo de Israel. Cuando el pueblo de Israel con su comportamiento no cumplirá las exigencias de la Alianza, se hará merecedor de los castigos establecidos en este mismo pacto (Lv 26, 14-38; Dt 28, 15-69).
Para no castigar al pueblo, ya que Dios no se goza en la destrucción, enviará a los profetas para que recordarles al pueblo de Israel las exigencias de la Alianza y se conviertan (Jr 7,5-7). Cuando el profeta fracasará en su misión, consciente de que la obstinación del pueblo en el pecado (la idolatría, la injusticia…) podrá comportar que se rompa la Alianza y todo tipo de desgracias recaigan sobre el pueblo, el profeta intercederá ante Dios para que perdone al pueblo y no lo excluya de su protección. Dirá el profeta Amós a Dios: «Señor Dios, perdona, te ruego. ¿Cómo podrá resistir Jacob si es tan pequeño? Se apiadó el Señor de esto: No sucederá — dijo el Señor» (Am 7, 2-3). Cuando el pueblo hebreo cometerá el grave pecado de idolatría, al adorar al becerro de oro, dirá Moisés al pueblo: «Habéis cometido un gran pecado. Yo voy a subir ahora donde Yahveh; acaso pueda obtener la expiación de vuestro pecado». Volvió Moisés donde Yahveh y dijo: « ¡Ay! Este pueblo ha cometido un gran pecado al hacerse un dios de oro. Perdona, pues, la iniquidad de este pueblo conforme a la grandeza de tu bondad. Con todo, si te dignas perdonar su pecado…, y si no, bórrame del libro que has escrito» (Ex 32, 31-32; Nm 14,19). Dirá el salmista, Dios hubiera destruido al pueblo hebreo, «de no haberse puesto Moisés, su escogido, en la brecha delante de Él, a fin de apartar su furor para que no los destruyera» (Sal 106, 23).
Es tanto el poder de intercesión del profeta ante Dios, que cuando Dios no quiere socorrer, prohíbe al profeta que interceda «Pero tú no ruegues por este pueblo, ni levantes por ellos clamor ni oración; porque no escucharé cuando clamen a mí a causa de su aflicción. ¿Qué derecho tiene mi amada en mi casa cuando ha hecho tantas vilezas?» (Jr 11, 14-15; Cf. 14,11).
Cuando quiere favorecer al pueblo y perdonarlo, busca al intercesor para que escuchándolo pueda bendecir al pueblo. Pero en ocasiones Dios no ha encontrado estos intercesores: «Busqué entre ellos alguno que levantara un muro y se pusiera en pie en la brecha delante de mí a favor de la tierra, para que yo no la destruyera, pero no lo hallé. […] he hecho recaer su conducta sobre sus cabezas- declara el Señor Dios» (Ez 22, 30-31).
3. Jesús, el intercesor que nos enseña a interceder
Muchas prescripciones presentes en el Antiguo Testamento, dejan de tener valor para los cristianos con el advenimiento de Cristo; entre ellas las prescripciones alimentarias (Mc 7,19); los sacrificios (Mc 12,33) o el mismo Templo de Jerusalén (Jn 2, 19-21; 4, 21-24). En cambio Jesús de forma categórica reafirmará el valor de la oración de petición y de intercesión «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamada y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; el que busca halla; y al que llama, se le abrirá» (Lc 11, 9-13).
Durante su vida terrena, Jesús intercede al Padre en su oración por todo tipo de personas: por sus discípulos (Lc 22, 31; Jn 14, 16; 16,26); por los niños (Mt 19,13); por los enfermos (Mc 7,34). En la oración sacerdotal pide por sus discípulos, por los que más tarde han de creer por la predicación de ellos (Jn 17,6). A la hora de la muerte, uno de los sentenciados con él pide su intercesión, y El le promete mucho más de lo que le pide, ya que El tiene poder de concederlo (Lc 23,42). En el trance de muerte intercede ante el Padre por sus propios verdugos; éstos son excusados porque no son conscientes del alcance de su comportamiento: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
Podemos ver con ello que en Jesús la oración de petición dirigida al Padre está presente en los diversos avatares de su vida. Jesús en su oración no duda jamás que será oído por su Padre. Por eso su petición se torna acción de gracias. La unión de su voluntad con la del Padre le da la confianza, la certeza que el Padre le escuchará. Su actitud filial, de que se cumpla la voluntad del Padre, lleva en sí misma garantizada la eficacia[3]. Por ello, antes que enseñe a nadie qué debe pedir con absoluta confianza al Padre, Él será el primero en vivirlo, El puede dar gracias antes de un milagro, porque su Padre le escucha siempre, su voluntad está enteramente de acuerdo con la de Dios. Esta sumisión motiva su confianza filial y absoluta. Por ello, dirá de manera absoluta: «Todo lo que pidiereis lo alcanzaréis» (Mc 11,21).
Una dimensión esencial de la formación de Jesús en relación a sus discípulos será hacer de ellos unos hombres y mujeres orantes e intercesores. Para alcanzar este objetivo utilizará la metodología del ver, oír y experimentar.
En su Maestro los discípulos siempre podrán ver al hombre orante; en Él podrán intuir la necesidad absoluta de la oración, al constatar el lugar que la misma ocupa en su vida. Del impacto que producirá en sus discípulos la dimensión orante de su Maestro, surge el deseo que Jesús les enseñe a orar: «Acaeció que hallándose él orando en cierto lugar, así que acabó, le dijo uno de los discípulos: “Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos“» (Lc 11,1). Jesús enseña a orar, según la observación de Lucas (Lc 11,1), cuando viene Él mismo de orar. Por eso se supone que la oración de intercesión debía ser habitual en Jesús cuando se dirigía al Padre.
Jesús atiende la petición que le hacen los discípulos y les enseña una oración con siete peticiones breves, agrupables en dos partes. «Las tres de la primera parte son eminentemente teocéntricas; se dirigen a Dios como Señor del reino universal. Se suceden sin enlace gramatical. Las cuatro peticiones de la segunda parte son propiamente antropodéntricas; van dirigidas a cubrir las indigencias de los hijos del reino, a hacerles participantes de sus bienes»[4].
El Padrenuestro se inicia con una invocación de Dios con el título de “Padre”. «Es el título con que Jesús le llama siempre, en un sentido íntimo de relación filial. Esta es la relación que quiere que adopten sus discípulos; actitud de amor y de confianza, en el espíritu de filiación que da el Espíritu de Dios. Para Jesús es “Padre mío” para los suyos es “Padre nuestro”, en un sentido analógico. […] El “Padre-nuestro” es una oración comunitaria. La invocación lleva implicada una profesión de fe en la paternidad de Dios. […] Ese Dios “que está en los cielos”, poderoso y distante, dueño de todo el universo, sea traído a la cercanía en relación de Padre. Los que pueden llamarle así son los hijos de su reino»[5].
Las tres primeras peticiones expresan el deseo que redunda en gloria del que ha de atender la petición, por tanto son de adoración y alabanza. Se pide que su nombre sea santificado, es decir que sea venerado y reconocido por los hombres como lo es por lo ángeles del cielo (Is 6,3). Se pide que venga a nosotros el reino de Dios, que supone un orden nuevo, en que Dios ejerza un señorío efectivo, en que los poderes del mal, de la injusticia no serán efectivos, sino que triunfará el bien, la justicia, de modo que la existencia humana volverá a ganar la felicidad perdida del paraíso. La voluntad divina se cumplirá cuando se implante definitivamente su reinado, que se va realizando y que Jesús lo anuncia como próximo (Mt 3,2; 4,17; 10,7). Jesús somete todo lo que pide a la voluntad del Padre. Toda petición se somete a la voluntad de Dios.
Las otras cuatro peticiones, abarcan el ahora existencial. Miran directamente hacia el hombre que pide, que busca cubrir sus indigencias tanto materiales como del espíritu. Con “el pan de cada día” se demanda lo necesario para el sustento natural, y la Eucaristía. El pedir a Dios que perdone los pecados, es algo presente de forma constante en las oraciones de petición del Antiguo Testamento. Jesús considera a sus discípulos como humanos pecadores; este perdón que se pide está condicionado al perdón que se otorga, al amor a los hombres. Las dos últimas peticiones dicen casi lo mismo: no dejar entrar la tentación o liberar del mal. «Los poderes satánicos y las fuerzas del mal están operantes en el mundo, mientras el reino de Dios no se realice plenamente. Preservar de su dominio es el objeto de esta demanda. Jesús recomienda vigilancia, para no dejarse inducir por su solicitación (Mt 26,41). En la forma positiva se pide la preservación de todo mal de orden moral y físico»[6].
La oración del Padrenuestro es la oración intercesora por excelencia, que incluye a la vez la adoración y la alabanza. En la que el realismo sobre la condición humana está presente, ya que la condición humana pide asistencia, para cubrir la carestía que rodea al hombre en todos sus aspectos. En el Padrenuestro, «enseña Jesús a sus discípulos lo que han de pedir y en qué orden, con qué actitud y en qué sentido, en el lenguaje más sencillo y más profundo. Esta es la oración que el cristianismo hizo suya, la oración por excelencia, ‘la oración del Señor’»[7].
Además de la oración del Padrenuestro, en otros lugares del Evangelio Jesús enseñará a sus discípulos que actitudes interiores deben tener para que su oración sea escuchada por el Padre. La oración debe hacerse: con humildad sin pretensiones ante Dios (Lc 18,9-14), ni vanagloria ante los hombres (Mt 6,5-6); realizada más con el corazón que con los labios (Mt 6,7); confiada en la bondad del Padre (Mt 6,8); insistente hasta la importunidad (Lc 11,5-8; 18,1-8); implica el perdón (Mc 11,25) y la reconciliación con el hermano (Mt 5,23-24); haciendo vida las enseñanzas que les da El, que es su Maestro (Jn 15,8), de amarse unos a otros como Él les ha amado (Jn 15,12).
La oración será escuchada: si se hace con fe (Mt 21,21-22), sin vacilar con la certeza que Dios escucha la oración de sus hijos (Mc 11,24; Mt 21,22); en comunión fraterna (Mt 18,19-20). En nombre de Jesús (Jn 14,13-14; 15,7.16; 16,23-24). Debe pedir cosas buenas (Mt 7,11), el don por excelencia que es el Espíritu Santo (Lc 11,13). El perdón (Mc 11,25), el bien de los perseguidores (Mt 5,44; Lc 23,24) y sobre todo el advenimiento del Reino de Dios (Lc 11,2), junto con no caer en la tentación y ser liberado del mal presente y escatológico (Mt 24,20; 26,41; Lc 21,36).
La enseñanza que progresivamente Jesús les irá dando sobre la oración la podrán ver hecha realidad, en las distintas personas que se acercan a Jesús para pedirle la curación. En ellos podrán ver personificadas las actitudes del orante según el querer de Dios: el leproso humildemente suplica que le cure (Me 1,40-42); la insistencia de la mujer sirio-fenicia (Mc 7,26-29); Jairo confía en la bondad de Jesús para que cure a su hija (Mc 5,22-23); la fe de la mujer hemorroisa (Me 5,28). Las buenas obras, los mediadores y sobre todo la profunda fe y humildad del centurión romano, consiguen la alabanza de Jesús «Os digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande» (Lc 7, 2-10).
Jesús, a lo largo de toda su vida pública será constante, insistente y oportuno en enseñar a sus discípulos la necesidad de orar y la forma de hacerlo. El lenguaje que utilizará serán frases convincentes y persuasivas: «Todo cuanto en la oración pidáis con fe, lo conseguiréis» (Mt 21,22). «Si permanecéis en mí y si mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queríais; que se os dará» (Jn 15,7). También utilizará las parábolas como medio pedagógico para retener el ejemplo y con ello la enseñanza, como la parábola del juez y de la viuda (Lc 18,1-8). O pondrá como ejemplo situaciones sacadas de la vida ordinaria como la del amigo inoportuno (Lc 11,5-8), o del padre que da cosas buenas a sus hijos (Lc 11,11-13). Estas le serán útiles para comunicar su mensaje sobre la importancia de orar, de forma perseverante y como Dios escucha la oración.
A los discípulos les impresionará que el único comportamiento violento de su Maestro sea para reivindicar que el Templo debe ser casa de oración (Mt 21,13).
Los mismos milagros que los discípulos presenciaran serán para ellos una constatación que Jesús escucha las súplicas de las personas que se acercan a Él con fe (Mc 1,40-42; 5,23; 7,26-29). Ellos mismos lo podrán experimentar cuando acuden a Jesús en momentos de peligro para que les ayude (Mt 14,24-31) no siendo defraudados. Ante tantos acontecimientos de los cuales son testigos presenciales, Jesús irá preparando a sus discípulos para que un día imploren la ayuda de Dios por su medio.
La maestría con la cual Jesús enseñará a orar a sus discípulos es excepcional; podrán ver siempre en Él al hombre orante; podrán constatar cómo la petición dirigida a Jesús consigue lo imposible, tanto para ellos mismos como para los demás. Pero esto no será suficiente para hacer de ellos unos hombres orantes.
La eficacia de su pedagogía sobre la necesidad de la oración se mostrará precisamente en la insistencia para que los discípulos hagan oración, en especial en Getsemaní. Será esta noche cuando aprenderán definitivamente la importancia de la oración para ser fieles a su Maestro. Mientras ellos se duermen, su Maestro ora. Jesús por haber orado tiene fortaleza para enfrentarse a la voluntad del Padre, que le llevará a dar su vida en la cruz para la salvación de todos los hombres. En cambio los discípulos por no haber orado, el miedo se apoderará de ellos y le abandonarán. Los discípulos para siempre aprenderán esta lección y serán ellos mismos quienes enseñarán a sus comunidades a ser orantes.
4. La oración de intercesión en el Nuevo Testamento
Si durante su ministerio público, Jesús fue para sus discípulos un ejemplo de hombre orante y un maestro de oración, al final de su vida, Jesús exhortará de forma apremiante a que oren: «Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis» (Jn 15,7); « El Padre os dará todo lo que le pidáis en mi nombre» (Jn 15, 16); «Pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa» (Jn 16,24); «Aquel día pediréis en mi nombre» (Jn 16,25). Porque la oración será uno de los principales medios por los cuales la Iglesia se irá construyendo y expandiendo hasta los confines de la tierra.
Los discípulos de Jesús aprendieron la lección de la necesidad ineludible de orar para serle fieles, y para poder construir la comunidad. Después de la ascensión de Jesús, lo primero que hacen es reunirse para orar: «Todos ellos perseverarán en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1, 14). En oración esperarán la venida del Espíritu Santo que Jesucristo les había prometido. A los apóstoles que oran, acosados por el temor, se les da el Espíritu de Dios, y con él la fuerza para proclamar el Evangelio: «Apenas terminaron de orar, tembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo. Así pudieron luego proclamar el mensaje de Dios con plena libertad» (Hch 4,31). Por eso serán testigos de Cristo hasta los confines de la tierra.
La oración preparará después de Pentecostés todos los grandes momentos de la vida eclesial: la elección del sucesor de Judas (Hch 1,24-26); la institución de los siete servidores de la caridad: «Los presentaron a los apóstoles, quienes, haciendo oración por ellos, les impusieron las manos» (Hch 6,6), precisamente para contribuir a facilitar la oración de los Doce.
La oración al ser la exteriorización vital de la fe, en las primeras comunidades los cristianos se autodenominaban «los que invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (ICor 1,2; Hch 9,14). En estas primeras comunidades se tiene la certeza de que la oración llega a Dios; se experimenta que Dios escucha la oración, y cada experiencia perceptible de la eficacia de la oración fortalece esta convicción.
La primitiva comunidad considerará a Jesucristo, como su Señor, quien a través de la muerte, ha llegado a la Vida. Por tanto, y al igual que ocurría durante su existencia terrestre, se puede establecer con Él un contacto vivo, personal, y se puede mantener con Él un diálogo (Hch 9,10-16; 2Cor 12,8ss). La oración será un auténtico diálogo con Dios o con Jesucristo, donde el discípulo aprende a escuchar en silencio el mandato de Jesucristo y las instrucciones muy concretas de Dios (Hch 10,15-16; 13,2). Si vives unidos a El por medio de la oración se amarán con el mismo amor con que El los ama y serán capaces como su Maestro de dar su vida por El y por el Evangelio.
Los discípulos deberán pedir constantemente al Padre en nombre de Jesús, en todas sus necesidades para serle fieles, para la edificación de la comunidad y para la expansión de éstas por todas partes. Con la confianza absoluta de que Jesús intercederá ante el Padre, y todo lo que le pidan se lo concederá: «pues es el Padre mismo quien os ama. Y os ama porque vosotros me amáis a mí y habéis creído que yo he venido de Dios» (Jn 16,27). Al ser concedido lo que piden, el gozo de los discípulos será colmado (cf. Jn 16,24). Ésta alegría será el dominador común de la primera comunidad cristiana.
El libro de los Hechos de los apóstoles muestra cómo en las primitivas comunidades se intercede por los que tienen necesidad (Hch 12,5; 20,36; 21,5), y se acude a la intercesión de los apóstoles (Hch 8,24). La intercesión va con frecuencia acompañada de actos expiatorios, como el ayuno (Hch 14, 23). La oración mutua es la mayor muestra de amor, y exponente de la atmósfera que reinaba entre los primeros cristianos. Unos interceden por los otros; se considera particularmente eficaz la intercesión del justo (St 5,16).
Las persecuciones que se desatarán contra los seguidores de Jesús el Cristo, en vez de hacerlos desistir, los fortalecerán para hablar y enseñar en su nombre (cf. Hch 4,18-20). Esta fortaleza la recibirán al suplicarle en la oración su ayuda: «“Y ahora, Señor, ten en cuenta sus amenazas y concede a tus siervos que puedan predicar tu Palabra con toda valentía, extendiendo tu mano para realizar curaciones; señales y prodigios por el nombre de tu santo siervo Jesús”. Acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la Palabra de Dios con valentía»(Hch 4,29-31)
Ante las constantes persecuciones de que será objeto la comunidad y sus dirigentes, ésta se seguirá enfrentando a ellas con la oración «Así pues, Pedro estaba custodiado en la cárcel, mientras la Iglesia oraba insistentemente por él a Dios» (Hch 12, 5). La oración de la comunidad será plenamente escuchada por Dios, y Pedro será liberado milagrosamente, pudiendo seguir presidiendo y gobernando la Iglesia.
Pedro, por todas las experiencias anteriores, sobre todo la de Getsemaní, ha aprendido la lección, la vinculación entre la oración y el ser testigo de Cristo. Por ello sabrá vencer la tentación de dejar la oración y la predicación para dedicarse a tareas de reparto de bienes (Hch 6,3-4).
Gracias a la fidelidad a la oración diaria, Pedro podrá superar los prejuicios de su formación cultural y religiosa que le impedían relacionarse con los gentiles (Hch 10). Esta transformación de su mente que tuvo lugar en Pedro mientras oraba, tendrá una importancia capital para la Iglesia, que permitirá acoger los designios de Dios para que la Iglesia se extienda de oriente hasta occidente. A través de Pedro, la Iglesia podrá enfrentarse a los nuevos retos que le plantearán las distintas comunidades, así como acoger el dinamismo misionero de un hombre lleno del Espíritu de Dios, como era Pablo.
La experiencia de Pablo que Jesús, al que persigue en su Iglesia, está vivo, hará que en ayuno y oración espere la manifestación del Señor. Pero ésta le será comunicada a través de Ananías: «El Dios de nuestros padres te ha destinado para que conozcas su voluntad, veas al Justo, y escuches la voz de sus labios, pues le has de ser testigo ante todos los hombres de lo que has visto y oído» (Hch 22, 14-15). En oración Pablo recibirá el bautismo y será llenado del Espíritu Santo (cf. Hch 9, 17). En la oración recibirá Pablo las instrucciones del Señor para llevar a término su misión, de los lugares donde debe dirigirse a proclamar la Buena Nueva (Hch 16, 10), y cómo debe perseverar en la acción evangelizadora, siendo confortado en ella: «El Señor dijo a Pablo durante la noche en una visión: “No tengas miedo, sigue hablando y no calles; porque yo estoy contigo y nadie te pondrá la mano encima para hacerte mal, pues tengo yo un pueblo numeroso en esta ciudad”» (Hch 18, 9-10).Y, cuando padecerá a causa del anuncio del Evangelio, será fortalecido para perseverar en la prueba: «Animo! pues, como has dado testimonio de mí en Jerusalén así debes darlo en Roma” (Hch 23, 11).
Pablo no sólo orará constantemente, sino que exhortará a todos a perseverar en la oración (Rm 12,12; Ef 6,18; Flp 4,6; Col 4,2; ITs 5,17; ITm 2,8; 5,5). Él mismo intercederá sin descanso por los que son evangelizados: (Ef 1,16; Flp 1,4; Col 1,3,9; 1 Ts 1,2; 3,10; 2Ts 1,11; Flm,4). Como también pedirá que éstos intercedan por él: (Rm 15,30; 2Co 1,11; Ef 6,19; Flp 1,19; Col 4,3; 1 Ts 5,25; 2ts 3,1; Flm 22; Hb 13,18). O que los unos oren por los otros (2Co 9,14; Ef 6, 18). Es constante en las cartas de Pablo pedir a las comunidades que intercedan ante Dios para que se encuentre el modo para evangelizar, y para que el Espíritu Santo abra las puertas del corazón de los oyentes a la proclamación del Evangelio. Además de pedir el progreso espiritual de los que son evangelizados, pedirá la remoción de los obstáculos externos (ITs 2,18. 3,10; Rm 1,10); o los internos (2Co 12,8-9). Pero a la súplica, siempre irá acompañada de la acción de gracias por las maravillas que el Señor hace a su Iglesia, (2Co 1,11; Ef 5,4; Flp 4,6; Col 2,7; 4,2, ITs 5,18; 1 Tm2,l).
5. La oración intercesora en los primeros siglos del cristianismo
De la vida de los primeros cristianos, recordará Hamman: «La oración, que imprimía ritmo a la jornada y al tiempo, trocaba la vida del cristiano en un “largo día de fiesta”, inmersos en un universo y en una historia santificada por Jesucristo. Para el cristiano “orar sin parar” significaba enmarcarse en la oración de todas las horas que consagran el tiempo, armonizando la oración personal y la comunitaria»[9].
La oración es “cristiana” porque Cristo está presente en la misma. La comunidad orante ora con Cristo al Padre con las mismas palabras reveladas. La oración se prolongará en la vida de la Iglesia a través ante todo de la liturgia. Ya san Justino, describiendo hacia el año 150 la misa del domingo, observaba que después de las lecturas y de la homilía, «nos levantamos todos y elevamos oraciones»[10].
También el cristiano orará de forma individual, en la intimidad de su casa. Orígenes aconsejaba a los cristianos que reservasen en su casa un lugar para la oración. Esta oración interiorizada, silenciosa, sin discurso del entendimiento, suscitaba la presencia de Dios, y así el orante «podía hablar con Él como quien está presente y lo ve» (Orígenes)[11].
Según la Didaché, los cristianos conservarán la costumbre judía de rezar tres veces al día, en la que el fiel dirige a Dios la oración que Jesucristo le ha legado, el Padrenuestro. Dirá Hamman: «En el momento de clarear el día y al caer la noche el cristiano se recoge en oración. Son los dos momentos más importantes, el cristiano guarda silencio, medita la Escritura y canta un salmo»[12].
El domingo será el día de oración por excelencia, en que la comunidad cristiana se reunirá para celebrar la resurrección del Señor, en el marco de la celebración eucarística o de la fracción del pan. La importancia vital que tiene para los cristianos el “día del Señor”, se ve en el interrogatorio a los fieles de Abitene, en Túnez, que fueron apresados después de celebrar una eucaristía en casa de uno de ellos. Dirán en el juicio: «Hemos de celebrar el día del Señor. Es nuestra ley. […] No podemos vivir sin celebrar la cena del Señor»[13]. Además «Cristo, presente en el pan y en el vino, es el alimento-fortaleza para aceptar el martirio»[14]. Ya que es necesario fortificarse «con la protección de la sangre y el cuerpo de Cristo»[15]
Hay una verdadera conciencia en los primeros siglos del cristianismo, que la oración más importante es la eclesial, ya que se hace por y con la Iglesia, como comunidad creyente; y hasta la oración privada tiene un carácter colectivo y solidario. El ejemplo por excelencia es la oración del Padrenuestro. Un texto de san Cipriano lo ilustra bellamente: «Ante todo no quiso el Doctor de la paz y Maestro de la unidad que orara cada uno por sí y privadamente, de modo que cada uno, cuando ora, ruegue sólo por sí. No decimos “Padre mío, que estás en los cielos”, ni “el pan mío dame hoy”, ni pide cada uno que se le perdone a él solo su deuda o que no sea dejado en la tentación y librado del mal. Es pública y común nuestra oración, y, cuando oramos, no oramos por uno solo, sino por todo el pueblo, porque todo el pueblo forma una sola cosa»[16]. Por ello, cuando el Obispo Fructuoso iba a ser quemado en el anfiteatro de Tarragona, rechazará la petición de un soldado cristiano que le pedía que se acordara de él, a lo cual respondió Fructuoso: «Debo tener en el pensamiento a la Iglesia católica, que se extiende desde Oriente hasta Occidente»[17].
La comunión orante de los primeros cristianos se expresaba en el mutuo intercambio de oraciones: «Los antiguos cristianos la viven creyendo en el valor intercesor de la oración. Es un modo fáctico de vivir la idea del Cuerpo místico de Cristo, tomando conciencia de que el crecimiento cristiano era fruto de la oración; de que no habría mártires, ni vírgenes, ni ascetas, ni cristianos, si no fuese porque había orantes. La oración edificaba la Iglesia. Era esta su principal funcionalidad»[18].
6. Las órdenes contemplativas en las encrucijadas de la historia
A la luz del contexto histórico en el que han surgido las Ordenes contemplativas, fundadas por los grandes orantes de la cristiandad, se puede constatar que la oración ha sido el gran medio que ha utilizado el Espíritu Santo para salvar y renovar a la Iglesia tanto de los pecados internos como de las persecuciones externas, que en cada recodo de la historia han intentado hacerla desaparecer de la faz de la tierra.
La vibrante oración de las comunidades cristianas vencieron la persecución generada por el judaísmo. Los mártires y los monjes en el desierto alcanzaron de Dios con su oración que las grandes persecuciones durante el imperio romano, acabaran con la conversión de éste al cristianismo, convirtiéndose en la religión oficial del imperio.
Ante la caída del imperio romano surge vibrante ante Dios la gran oración de Agustín de Hipona. Bajo las invasiones de los bárbaros Benito de Nursia con sus monjes orantes y misioneros consiguen de Dios gracia para que tenga lugar la conversión de los pueblos bárbaros al cristianismo. Los monjes benedictinos serán capitales en la Reconquista de España del dominio del islam.
Durante la Edad Media nuevas Órdenes contemplativas ayudarán a fortalecer la fe de la Iglesia y hacer frente a las herejías que surjan, y superar los tiempos convulsos en los que se encuentre el continente europeo. Entre ellos están santo Domingo de Guzmán, san Francisco y santa Clara de Asís.
Santa Brígida de Suecia y santa Catalina de Siena serán suscitadas por el Espíritu Santo para hacer frente a los tiempos críticos del cisma de Occidente. Santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz harán frente con su oración y la formación de mujeres orantes a la reforma protestante que parecía que iba engullir a toda Europa, haciendo fecunda la Reforma del Concilio de Trento.
San Alfonso M. de Ligorio será el genio cristiano en tiempos de la Ilustración, será cofundador de la Orden femenina del Santísimo Redentor junto con Venerable Madre María Celeste Crostarosa. La beata María Magdalena de la Encarnación, fundadora de las Adoratrices Perpetúas, elevará su oración a Dios en tiempos de la invasión napoleónica. El beato Francisco Palau se enfrentará con su oración al liberalismo que quería encerrar la religión en la esfera de lo privado. Santa Teresa del Niño Jesús viviendo desde la fe la noche oscura del alma, hará frente al gran reto de la muerte de Dios y del ateismo militante.
Santa Maravillas de Jesús con su fidelidad al Señor, a pesar de la noche oscura de su interior, contribuirá a que no se haga realidad la pretensión de hacer desaparecer de raíz a la Iglesia en España. La M. María del Rosario fundadora de las Esclavas del Santísimo Sacramento y de la Inmaculada y la M. María del Carmen Hidalgo junto con Don José Mª García La Higuera, fundadores de las Oblatas de Cristo Sacerdote, contribuirán a la edificación de la Iglesia y de la sociedad en la España de la segunda mitad del siglo XX. Las Monjas de Belén y las religiosas de Iesu Comumnio las ha suscitado el Espíritu Santo para hacer frente a la sed de Dios de las nuevas generaciones del siglo XXI.
De este modo, gracias a la oración de los grandes orantes que ha animado también la oración del pueblo cristiano o al menos una porción significativa de orantes cualificados, Dios ha concedido la gracia para superar las circunstancias históricas adversas. Luego con nuevo vigor la Iglesia se ha preparado para enfrentarse a los nuevos retos y persecuciones que le deparan los nuevos momentos históricos, de este modo la Iglesia se ha ido embelleciendo con nuevas ordenes contemplativas, engalanándose como la esposa que se prepara para el desposorio con su Señor Jesucristo (cf. Ap 19, 7-8).
A la luz del servicio incalculable que las órdenes contemplativas han realizado y realizan en la Iglesia, cobran su pleno sentido las últimas palabras que santa Teresita extenuada por la enfermedad dejó escritas en su Manuscrito Autobiográfico: «¿Un sabio decía: «Dadme una palanca, un punto de apoyo, y levantaré el mundo». […] Los santos lo lograron en toda su plenitud. El Todopoderoso les dio un punto de apoyo: El mismo, El solo. Y una palanca: la oración, que abrasa con fuego de amor. Y así levantaron el mundo. Y así lo siguen levantando los santos que aún militan en la tierra. Y así lo seguirán levantando hasta el fin del mundo los santos que vendrán»[19].
[1] Ángel González, La oración en la Biblia, Madrid: Ed. Cristiandad 1968, 126.
[2] Ibid., 127.
[3] Cf. Ángel González, La oración en la Biblia, o.c., 189.
[4] Ibid., 175-176.
[5] Ibid., 176.
[6] Ibid., 178.
[7] Ibid., 179.
[9] Adalbert G. Hamman, La vida cotidiana de los primeros cristianos, Madrid: Ed. Palabra 1998, 197-198.
[10] Cf. José Antonio Abad, La celebración de Misterio cristiano, Pamplona: Eunsa 1996, 395.
[11] Daniel de Pablo Maroto, Historia de la espiritualidad cristiana, Madrid: Ed. Espiritualidad 1990, 27.
[12] Adalbert G. Hamman, La vida cotidiana de los primeros cristianos, o.c., 194.
[13] Ibid., 204.
[14] Daniel de Pablo Maroto, Historia de la espiritualidad cristiana, Madrid: Ed. Espiritualidad 1990, 23
[15] Ibid., 23.
[16] Ibid., 29.
[17] Actes dels màrtirs, Barcelona: Facultat de Teologia-Fundació Enciclopèdia catalana 1991, Clàssics del Cristianisme 25, 123.
[18] Daniel de Pablo Maroto, Historia de la espiritualidad cristiana, o.c., 29.
[19] Santa Teresa de Lisieux, Obras Completas, Burgos: Monte Carmelo 3 2006, 326. Ms C, 36r-v.